María Teresa García Escudero

Relatos cortos que parecen historias


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pasando mi infancia sin aburrirme jamás.

      Un poquito más mayor, y no recuerdo de dónde los sacaba, creo que de una caja que había debajo de la cama de mi tío; siempre tenía un libro. Me ponía a leer en mi habitación y, cuando oía los pasos de mamá, rápidamente lo escondía debajo de la almohada. Y no es que me dijera nada, es que yo sabía que era demasiado: todo el tiempo que estaba en casa lo ocupaba con los libros. Leía todo lo que caía en mis manos. Jamás me fijé ni en el autor ni en nada, solo sabía si me gustaba o no.

      Cuando me nombraron para mi primera escuela, estuve dos cursos sola y, a pesar de estar muy ocupada con muchas clases, las noches se me hacían largas y los libros de la biblioteca escolar fueron cayendo uno a uno. Ni siquiera seleccionaba: ¿acababa uno?, pues cogía el siguiente. Recuerdo que me extrañó muchísimo encontrar La Celestina.

      Pensé: «¿Qué hace este libro en una escuela primaria?». Pero como no lo había leído ni creo que nunca lo habría comprado por bueno que fuera, pues lo leí y me quedé tan a gusto. Y así, entre amigos, risas y libros, pasé los mejores tiempos de mi juventud.

      No sé cuál ha sido la influencia real de los libros en mi vida: yo creo que fue mucha. Sí sé que tenía mucho más vocabulario que mis compañeras y que nunca usé el diccionario por desconocer el significado de alguna palabra, sino por mi afición a la lectura y a la costumbre que tengo de analizar la etimología, que casi siempre lo dice todo.

      Ahora leo menos: estoy muy ocupada en otras cosas. Me gusta más inventar cuentos para mis nietos y contarles lo que ellos quieren oír según las circunstancias y las travesuras que hayan hecho. Seguro que, cuando pase esta etapa, volveré a mi afición favorita; sobre todo estoy segura de que para mí los libros fueron la puerta del conocimiento.

      RECUERDOS

      No suelo vivir obsesionada con mis recuerdos, cosa muy común cuando se llega a cierta edad, pero sí quedan en la mente algunos que me impactaron de forma especial. Recuerdo cuando mi madre le quitó el pecho a mi hermana con unas orejas de conejo: cuando fue a mamar y vio las orejas, echó a correr y ya no lo quiso más. También cuando me escapé de casa a los tres años para ir a la escuela porque me daban envidia las chicas que iban a clase.

      La primera vez que fui de excursión con el colegio, cuando estaba con doña Margarita, es un mal recuerdo. Fuimos a un cortijo, me saltó un gallo y me dio un picotazo en la cara: me salió bastante sangre y me asusté muchísimo. En cambio, me encanta recordar cuando íbamos a dar clase de bailes regionales y a hacer gimnasia con la sección femenina: me lo pasaba estupendamente. Era la única diversión que había para las adolescentes en aquellos tiempos. Creo que ahí empezó mi afición por cantar y bailar, que todavía me dura.

      Es muy agradable recordar cuando empecé a estudiar en clase particular con mi estupendo maestro don Enrique, exigente al máximo; pero a él le debo mucho de lo que soy. Cuando me preparaba para ingreso en el instituto, los compañeros no me llamaban por mi nombre, sino la Niña, porque había doce chicos y yo era la única. También recuerdo que no distinguía cuando la luna estaba creciente o menguante y mi maestro me dijo para que no lo olvidara: «Cuernecillos a la izquierda, cuarto creciente, porque vamos a buscar una luna refulgente»; esos trucos y dichos «de maestro» los he utilizado años después con mis alumnos y siempre los recibían con sonrisas y los aprovechaban.

      Cuando vinimos a Canarias, el viaje en el barco fue terrible: estuve toda la semana que duró la travesía mareada y el olor a barco me duró años. Era suficiente entrar en uno, aunque no viajara, para que el hedor me diera ganas de vomitar. He contado muchas veces que cuando viajé a Garafía la primera vez, con el traqueteo de la guagua, se me destornilló el asa del bolso y me quedé con ella en la mano.

      Recuerdo, cuando tenía catorce años más o menos, que me llamaron bombón y le tuve asco al chico para siempre, porque me sentí chupeteada. Cuando mi madre me dijo que eso era un piropo, no me lo podía creer: me pareció una grosería.

      Y por último recuerdo la satisfacción que sentí el primero de septiembre después de mi jubilación cuando de repente me di cuenta de que empezaban las clases y yo ni me había enterado. No tiene precio. Y el estar paseando por la calle Real en horas de clase tampoco.

      OTRA NAVIDAD DISTINTA

      He vivido en distintos sitios: pueblos pequeños, pequeñas ciudades, capitales de provincia; y cada uno tiene su forma especial de celebrar la Navidad. En el pueblo andaluz donde pasé mi infancia, se celebra una Nochebuena muy alegre y las calles se llenan de villancicos, zambombas y carrañacas, pero solo la noche del 24 de diciembre.

      Los días previos eran de mucho movimiento en las familias, pues había que hacer los mantecados y polvorones, roscos de vino, de anís y de naranja, y empanadillas de hojaldre rellenas de cabello de ángel. Cuando se rompía un rosco, decía mamá: «Las astillas para el serrador», y nos lo comíamos. Mi hermana pequeña se metió debajo de la cama comiendo los que previamente había roto y le decía a mamá: «Las astillas para el serrador». Ni que decir tiene que ese dicho forma parte del vocabulario usual cuando hacíamos dulces, a los que seguimos siendo muy aficionadas.

      Cuando llegaba la Nochebuena, después de cenar íbamos a la misa del gallo. El tiempo entre la cena y la misa lo ocupaban los chicos en tocar en las calles las zambombas y las carrañacas y en cantar los villancicos más burlones que he oído jamás. Como muestra, ahí van unas estrofitas de los más populares:

       A san José lo metieron en una olla de coles

       y a medianoche decía: «Que me comen los ratones».

       Anda, Mariquilla, con el candilillo,

       a ver si me han hecho, y olé, muchos bujerillos.

       En el portal de Belén

       hay un marrano colgao.

       Quien quiera tocino fresco

       venga y le tire un bocao.

       Y sale la vieja

       con las estenazas:

       quien quiera tocino, y olé,

       que vaya a su casa.

       Y otros muchos de este estilo.

      Hacía un frío que pelaba y no llevábamos un velo negro de tul, sino que nos poníamos una especie de pico tricotado a mano a punto de horquilla; el mío era azul celeste, que me parecía muy bonito a la vez que me abrigaba. A mí me gustaba ir con mi abuelo y me calentaba con él porque la iglesia era de piedra y mármol. Después de la misa del gallo, se iba cantando a las casas de los amigos, donde tomaban un buen vino y el «lápiz» (un buen chorizo de la matanza). Como siempre, iban cantando:

       A tu puerta hemos venio

       cuatrocientos en pandilla.

       Si quieres que nos sentemos,

       saca cuatrocientas sillas.

      Y les contestaban los dueños de la casa:

       Que entre usted, mozo,

       que entre usted, mozo,

       porque en mi casa,

       que toma moreno,

       no hay ningún mozo

       si lo hubiera.

       Y si lo hubiera

       que yo le pondría,

       que toma moreno,

       la tapadera.

      Y así pasaba la Nochebuena en mi pueblo de la sierra granadina hasta que a los catorce