tenía la sensación de que alguna especie de milagro acontecía ante sus ojos cada vez que un cesto de estas manzanas se convertía en jalea tan clara y brillante como un rubí, después de añadirles tan solo agua y azúcar. No tenía en cuenta el tiempo que llevaba cocerlas y escurrirlas o que había que calcular cuidadosamente todas las medidas, hervirlas y aclararlas antes de poder envasarlas en los tarros de cristal que luego se colocaban en un estante de la alacena y proyectaban una luz rojiza sobre sus paredes blancas.
Una exquisitez muy fácil de preparar era el té de prímulas. Para ello se arrancaban las pepitas doradas de un ramillete de prímulas sobre las que se vertía agua hirviendo, luego se dejaba reposar el té unos minutos y ya estaba listo para beber, con o sin azúcar, según el gusto de cada cual.
Las prímulas o primaveras también se utilizaban para hacer pelotas para los niños. Para ello se recogía un buen manojo de fragantes flores, se ataban fuertemente los tallos con un cordel y los capullos se doblaban sobre estos cubriéndolos. De ese modo se le daba forma casi redonda, consiguiendo la pelota más hermosa que se pueda imaginar.
Algunos de los vecinos más ancianos que criaban abejas hacían hidromiel, también conocida como aloja. Se trataba de una bebida apreciada en la zona hasta extremos casi supersticiosos, y ofrecer un vaso a un invitado era considerado un gran agasajo. A los que la preparaban les gustaba crear algo de misterio en torno a su elaboración, que por otra parte era muy sencilla. Se usaban tres libras de miel para un galón de agua de manantial. Y era imprescindible que fuera agua corriente de manantial que se obtenía en una zona específica del arroyo donde espumeaba al romper entre las rocas, nunca del pozo. La miel y el agua se mezclaban y se hervían y después se colaba la mezcla, a la que había que añadir un poco de levadura. Finalmente se almacenaba en un barril durante seis meses, cuando la aloja estaba lista para su embotellado.
La vieja Sally decía que había quien enredaba innecesariamente con su hidromiel, añadiéndole limón, hojas de laurel y cosas por el estilo. Pero en su opinión esa gente no merecía que las abejas trabajaran para ellos.
Había quien decía que la aloja era la bebida más embriagadora del mundo. Y en efecto era potente, como descubrió en cierta ocasión una niñita al irse a dormir una noche más tarde de lo habitual para poder recibir a un tío suyo soldado recién llegado de Egipto, cuando le ofrecieron un sorbo de hidromiel y se bebió el vaso de un trago.
Durante toda la velada lo único que la pequeña decía era «Sí, por favor, tío Reuben» y «Muy bien, gracias, tío Reuben». Sin embargo, al subir las escaleras para irse a la cama había sorprendido a todos diciendo con atrevimiento: «¡El tío Reuben es un bobo!». Obviamente era el aguamiel el que hablaba, no ella. Todos se volvieron para reprenderla, pero el sargento Reuben detuvo a tiempo la ofensiva al vaciar su vaso de un trago y exclamar mientras se relamía: «¡Vaya, he probado licores en mis tiempos, pero este los supera a todos!». Mientras descorchaban una nueva botella y llenaban los vasos, la pequeña siguió escaleras arriba dando tumbos y se metió en la cama sin tan siquiera quitarse su bonito y recién almidonado vestido blanco.
Los vecinos de la aldea nunca intercambiaban invitaciones para comer, aunque cuando se hacía necesario convidar a una visita importante a tomar el té o a amigos que venían de lejos, las mujeres no carecían de recursos. Si como era frecuente no había manteca en casa, enviaban a uno de los niños a la tienda de la taberna a comprar un cuarto de la más fresca que hubiera, aunque tuvieran que «anotarlo en la libreta» hasta el día de paga. Finas rebanadas de pan con manteca, cortadas y servidas como acostumbraban a hacer en sus viejos tiempos de criadas, con un tarro de mermelada —especialmente escondido para ocasiones como estas— y una pequeña fuente con hojas de lechuga recién recogida del huerto, acompañadas con rabanitos frescos y rosados, completaban una atractiva y sencilla comida, digna, como ellas decían, de ser servida a cualquier invitado.
En invierno, compraban mantequilla salada y la untaban en rebanadas de pan tostado con apio. Las tostadas eran el plato favorito para el consumo familiar. «Les he preparaado una pila de tostadas que les llegaba hasta la rodilla», decía alguna madre las tardes de domingo durante el invierno, antes de que su prole hambrienta regresara de la iglesia. Otro plato del que se enorgullecían estaba compuesto por finas tiras de tocino cocido con buena grasa, que servían frío sobre pan tostado. Algo tan delicioso que merecería ser mucho más popular.
Los escasos visitantes procedentes del mundo exterior gozaban de esas comidas sencillas, acompañadas de una taza de té y un vasito de vino a modo de despedida. Las mujeres también disfrutaban entreteniendo a las visitas, especialmente cuando sentían que habían estado a la altura de las circunstancias. «Nadie quiere ser pobre y además parecerlo», decían. O «Tenemos nuestro orgullo. Sí, eso es. Tenemos nuestro orgullo».
VII
Los errantes
Los vendedores ambulantes siempre suponían una agradable distracción en el día a día de las mujeres de la aldea, y lo cierto es que había muchos más de los que cualquiera habría esperado. El primero en aparecer el lunes por la mañana era el viejo Jerry Parish, con su carromato cargado de fruta y pescado. Puesto que servía a algunas de las grandes casas de las inmediaciones, siempre tenía mercancía muy variada y en abundancia. Sin embargo, al llegar a Colina de las Alondras solo le quedaba una caja de arenques ahumados y un cesto de naranjas amargas de pequeño tamaño. Los arenques los vendía a un penique cada uno y las naranjas a tres por un penique. Incluso a ese precio eran artículos de lujo, pero como todavía era lunes y aún podían quedar unas pocas monedas en alguna cartera, las mujeres se tomaban la libertad de acercarse al carromato para examinar y criticar sus mercancías, aunque no tuvieran intención de comprar nada, y al final siempre caía algo.
Dos o tres de ellas cedían a la tentación de comprar un arenque para la comida del mediodía. Sin embargo, tenía que ser uno con huevas blandas, pues en casi todas las casas había niños que todavía no iban a la escuela, de modo que el arenque había que compartirlo y las huevas blandas eran más fáciles de untar en el pan para los chiquillos.
—¡Que veeenga Dios y lo vea! —exclamaba Jerry—. En mi vida he visto un arenque que tuviera huevas más blandas. Menos mal que no las tengo yo también, porque ya se me habrían zampado.
Y entonces cogía un arenque entre sus grandes dedos enrojecidos y fingía considerar la cuestión inclinando la cabeza hacia un lado, antes de afirmar que todos ellos tenían las huevas bien blanditas, las tuvieran o no. «Se desparraman. ¡Se desparraman de lo tiernas que están, se lo digo yooo!». Y casi despanzurrados estaban los arenques cuando se escurrían de sus manazas. «Pero ¿de qué sirve un solo arenque habiendo tantos? Le diré lo que haremos —insistía—. Se va a llevar la ganga de tres arenques por dos peniques».
Pero ni por esas. Ya era mucho gastar un solo penique, y a menudo, después de gastárselo, la clienta se marchaba con el pescado bajo el brazo sintiéndose egoísta y avariciosa. Sin embargo, después de pasar la mañana bregando en el lavadero, necesitaba darse un pequeño capricho y un arenque suponía un cambio notable en su monótona dieta.
Las naranjas también resultaban tentadoras, pues los chiquillos las adoraban. Para ellos era una gran alegría encontrárselas sobre la repisa de la chimenea al llegar a casa después de la escuela en pleno invierno. Por lo general eran amargas y algo duras y correosas por dentro, ¡pero qué color tan bonito tenían por fuera y qué extraño aroma impregnaba la habitación cuando su madre las cortaba en cuartos antes de repartirlas! Y, cuando se habían comido la pulpa, la piel se guardaba y se secaba al fuego y se la llevaban a la escuela para mordisquearla en clase o para intercambiarla por castañas, un trozo de cordel o cualquier otro objeto deseable.
El carromato de Jerry siempre era una interesante atracción para Laura. En cuanto escuchaba el chirrido de sus ruedas echaba a correr para deleitarse la vista con los ricos y variados colores de las uvas, las peras y los melocotones. También le encantaba contemplar los pescados, con sus fríos colores y sus extrañas formas, y los imaginaba nadando en el mar o descansando entre las algas.
—¿Cómo se llama ese? —le preguntó un día, señalando a uno que tenía un aspecto