Flora Thompson

Trilogía de Candleford


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En verano hacían pasteles de barro en el polvo, humedeciéndolos con su más íntima reserva de agua. Si se caían o se hacían daño de alguna otra manera no corrían a casa buscando consuelo, pues sabían que lo único que iban a conseguir era un «¡Te está bien empleao! ¡Haber mirao dónde ponías los pies!».

      Eran como potrillos sueltos en un prado y recibían la misma atención. A menudo les caían los mocos y tenían sabañones en las manos, en los pies y en las orejas, aunque rara era la ocasión en que estuvieran tan enfermos como para quedarse en casa y crecían fuertes y robustos, de modo que el sistema no debía ser malo. «Así se endurecen», decían sus madres. Y en efecto se hacían duros, en cuerpo y alma, igual que el resto de los hombres, mujeres y chiquillos mayores de la aldea.

      A veces Laura y Edmund salían a jugar con los demás niños. A su padre no le gustaba, pues decía que ya desde tan pequeños eran como salvajes. Pero su madre le decía que, puesto que pronto tendrían que ir al colegio, lo mejor para ellos sería que se familiarizaran lo antes posible con las costumbres de la aldea. «Además —insistía—, ¿por qué no iban a hacerlo? Lo único malo de la gente de Colina de las Alondras es su pobreza, y eso no es ningún crimen. Y si así fuera, posiblemente nos colgarían también a nosotros».

      De modo que los niños salían a jugar y a menudo se lo pasaban bien, construyendo casas con pedazos de vajilla rota que decoraban con musgo y piedras, tumbándose boca abajo sobre el polvo para examinar el interior de las profundas grietas que durante la época seca se formaban en la tierra arcillosa y dura, o haciendo muñecos de nieve y deslizándose sobre los charcos en invierno.

      Otras veces los juegos no resultaban tan divertidos, pues surgían peleas y los puñetazos y patadas volaban por doquier. ¡Y vaya si podían pegar fuerte esos chiquillos de dos años! Decir que un niño era tan ancho como alto era todo un cumplido entre las madres de la aldea, y algunas de esas criaturas envueltas en trapos de lana parecían casi tan fornidas como cualquier ser humano. Una niñita llamada Rosie Phillips fascinaba a Laura, era dura y regordeta y de mejillas sonrojadas como manzanas, con los hoyuelos más profundos que uno se pueda imaginar y cabellos como alambre de bronce. Por muy fuerte que le pegaran las demás niñas durante sus juegos, ella nunca se caía y se mantenía firme como una pequeña roca. También pegaba fuerte, y tenía unos dientecitos blancos y muy afilados para morder. Los dos chiquillos más mansos siempre se llevaban la peor parte cada vez que estallaba el conflicto. Entonces, echaban a correr a toda velocidad hacia la portilla del jardín de casa sobre sus piernas largas y flacas como palos de escoba, bajo una lluvia de piedras y gritos de «¡Zancudos! ¡Cobardes, cobardes gallinas!».

      Durante esos primeros años, en la última casa siempre se hacían planes y debatían sobre ellos. Edmund tendría que aprender un oficio —quizá carpintero—, pues todo hombre con un buen oficio podrá ganarse la vida. Laura podía ser maestra de escuela o, si eso no resultaba, niñera para una buena familia. Pero lo primero y más importante era que la familia se marchara lo antes posible de Colina de las Alondras para vivir en una casa de la ciudad. Los padres siempre habían tenido intención de marcharse. Cuando conoció a la que sería su mujer y se casó con ella, el padre todavía era un desconocido en el vecindario que había sido contratado durante unos meses para restaurar la iglesia de una parroquia cercana, por lo que se habían instalado temporalmente en la última casa. Después habían llegado los niños y habían sucedido otras cosas que retrasaron la mudanza. O no podían dar aviso antes de la festividad de San Miguel u otro niño estaba en camino, o simplemente tenían que esperar hasta después de la matanza del cerdo o había que almacenar el cereal. Siempre se presentaba algún obstáculo, y siete años más tarde seguían viviendo en la última casa y hablando casi a diario del día en que se marcharían. Cincuenta años después el padre había muerto y la madre seguía viviendo allí sola.

      Cuando Laura se aproximaba a la edad en que tendría que asistir a la escuela, las discusiones se hicieron más apremiantes. El padre no quería que sus hijos fueran a la escuela con los demás niños de la aldea y, por una vez, la madre estaba de acuerdo. Y no era, como él solía decir, porque quisiera para ellos una educación mejor que la que pudieran recibir en Colina de las Alondras, sino porque temía que les rompieran la ropa, que se resfriaran y se ensuciaran recorriendo a diario los dos kilómetros y medio al ir y volver de la escuela, que estaba en el pueblo de al lado. Por ese motivo visitaban de vez en cuando casas disponibles en la villa y a menudo pensaban que la semana siguiente o el próximo mes abandonarían definitivamente Colina de las Alondras. Pero, como de costumbre, de nuevo sucedía algo que impedía la mudanza y, poco a poco, iba surgiendo una nueva idea. Para ganar tiempo el padre empezó a enseñar a los pequeños a leer y escribir, de manera que, si recibían una visita de los Servicios de Escolarización, la madre pudiera decir que, puesto que pronto abandonarían la aldea, sus hijos estudiaban temporalmente en casa.

      El padre compró dos copias del Primer lector de Mavor y les enseñó el alfabeto. Pero, justo cuando Laura empezaba a trabajar con las palabras de una sílaba, él tuvo que marcharse a trabajar lejos de la aldea y solo estaba en casa los fines de semana. Laura, abandonada mientras practicaba frases como «El s-o-l a la f-l-o-r da su l-u-z», perseguía a su madre con el libro bajo el brazo, mientras esta limpiaba la casa y cocinaba, preguntándole: «Por favor, Madre. ¿Cómo se deletrea m-a-r?» o «M-i-e-l, ¿cómo es esa?». A menudo, cuando la madre estaba demasiado ocupada o enfadada para atenderla, ella se sentaba y estudiaba una página del libro, que bien podría haber estado escrita en hebreo porque no entendía nada de lo que decía, y entonces fruncía el ceño y clavaba la mirada en el texto como si a fuerza de concentrarse pudiera llegar a comprenderlo.

      Tras varias semanas sin ningún avance, llegó el día en que de repente las letras empezaron a cobrar algún sentido. Todavía había muchas palabras, incluso en las primeras páginas de ese sencillo manual, que no era capaz de descifrar, pero podía saltárselas y aun así comprender el sentido general. «¡Sé leer! ¡Sé leer! —decía a voz en grito—. ¡Ay, Madre! ¡Edmund! ¡Sé leer!».

      En casa no había muchos libros, aunque en ese aspecto la familia estaba mucho mejor surtida que sus vecinos, pues además de «los libros de Padre» —en su mayoría aún ilegibles para ellos—, la biblia de Madre y un ejemplar de El progreso del peregrino, de John Bunyan, había algunos libros infantiles que los niños de los Johnstone les habían regalado al abandonar la región. De modo que, con el tiempo, fue capaz de leer los Cuentos de hadas de los Grimm, Los viajes de Gulliver, La guirnalda de margaritas, de la popular Charlotte Mary Yonge, y El reloj de cuco y Zanahorias, de la señora Molesworth.

      Como raras veces se la veía sin un libro en la mano, los vecinos no tardaron en darse cuenta de que la pequeña sabía leer. Algo que no aprobaban en absoluto. Ninguno de sus hijos había aprendido a leer antes de ir a la escuela, e incluso entonces únicamente porque los obligaban, por lo que pensaron que, al hacerlo, Laura se les había adelantado injustamente. De modo que, aprovechando que el padre no estaba en casa, comenzaron a criticar a la madre. «¿Qué pinta ella educando a sus hijos? —decían—. Para enseñar ya están los colegios y no les está haciendo ningún favor a los niños, porque cuando lo descubra la maestra…». Otras, con actitud más amable, le decían que Laura estaba forzando mucho la vista y le suplicaban a la madre que dejara de darles clase. Sin embargo, tan pronto le escondía el libro que tuviera entre manos, la pequeña encontraba otro, pues cualquier página impresa atraía su mirada como un imán el acero.

      Edmund no aprendió a leer tan pronto, pero cuando lo hizo, lo hizo de forma más concienzuda. No se saltaba las palabras desconocidas tratando de adivinar el sentido de la frase por el contexto. Antes de pasar una página la estudiaba a fondo y su madre tenía más paciencia con él porque Edmund era su favorito.

      De haber podido continuar así los dos niños, teniendo acceso a los libros adecuados a medida que avanzaban, probablemente habrían aprendido mucho más de lo que aprendieron durante el escaso tiempo que asistieron a la escuela. Sin embargo, aquellos felices tiempos de descubrimientos no duraron. Las repetidas ausencias de uno de los hijos de una mujer de la aldea terminaron por llevar hasta su puerta a un representante de los Servicios de Escolarización; ocasión que ella aprovechó para denunciar el escándalo de la última casa, de modo que el funcionario se presentó allí y amenazó a la