Boaventura de Sousa Santos

El futuro comienza ahora


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que la mayoría de la gente ve el virus como una pesadilla y sólo desea despertarse de esta lo más rápidamente posible. Olvidar será, en ese caso, una pulsión más fuerte que aprender. Por otro lado, si partimos del supuesto de que debemos aprender con el virus, tal como vengo defendiendo (Santos, 2020a), los obstáculos a los que se enfrenta el aprendizaje son enormes. Las mejores teorías pedagógicas nos dicen que todo el aprendizaje debe ser coaprendizaje, aprendizaje recíproco para una educación mutua. Al estar disponibles para aprender con el virus, ¿en qué medida podemos saber si el virus quiere aprender con nosotros? Si aplicamos a este aprendizaje la teoría de Paulo Freire, la justamente celebrada pedagogía del oprimido, ¿quién es en este caso el oprimido, nosotros o el virus?

      Pese a todas estas dificultades, pienso que la metáfora del virus como pedagogo nos sitúa ante una tarea no sólo posible sino también urgente. En primer lugar, es necesario empezar por una escucha profunda del virus. El conocimiento occidental dominante nunca nos ha enseñado a escuchar profundamente cualquier cosa (Santos: 2018a: 248-254). Sólo nos ha enseñado a oír, y oír es la forma más pobre y superficial de escuchar. Oír es estar disponible apenas para entender lo que consideramos relevante, independientemente de si es agradable o desagradable. Es una escucha problemática, porque depende de nuestros intereses del momento. De hecho, como somos la parte dominante en la escucha, sólo oímos y valoramos lo que nos interesa. Al realizar entrevistas, el sociólogo o el periodista sólo escuchan. Si la persona entrevistada empieza a hablar de lo que le interesa realmente o le angustia, sólo se la escuchará si los intereses de quien la entrevista coinciden con los suyos. Todo el resto es irrelevante, aunque sea de vital importancia para la entrevistada.

      ¿Cómo escuchar profundamente al virus? Antes que nada, es necesario considerar que el virus puede estar queriendo decir cosas que son ininteligibles sólo porque no las podemos o no las queremos entender. Al asumir, por ahora, que el virus es un ser natural, la dificultad de la escucha profunda es particularmente incapacitante en la cultura eurocéntrica. La manera en la que se moldeó a los seres humanos eurocéntricos provocó su falta de capacidad a la hora de escuchar la naturaleza y los condicionó a observar tan sólo cuando les da placer hacerlo (contemplación de paisaje) o cuando les aporta alguna ventaja (apropiación de los recursos naturales, materias primas). La escucha profunda implica el esfuerzo mucho mayor de atreverse a descifrar y entender. ¿Pero cómo nos podemos comunicar con el virus? ¿Cuál es su lengua y su lenguaje? Al infectar y matar, el virus parece ser eximio en lenguaje factual. Argumentar con él, intentando usar un lenguaje superficialmente parecido, significará neutralizarlo o matarlo. Sin embargo, en ese caso no habrá aprendizaje, y estaremos en el ámbito de la metáfora de la guerra y del enemigo. Para aprender con el virus es necesario ir más lejos, no limitarnos a lo que nos dice e intentar saber lo que nos quiere decir y por qué nos lo quiere decir. A este nivel se vuelve necesario establecer una traducción entre el lenguaje humano y el lenguaje viral. No se trata de una simple traducción lingüística. Se trata de una traducción intercultural, entre la cultura humana de los infectados y los fallecidos, la cultura del personal sanitario que los cuida, la cultura científica de quienes estudian los virus y la cultura natural del agente infeccioso y letal. Es una tarea muy compleja debido a un vicio fatal de los seres humanos: el antropocentrismo. Este vicio consiste en concebir el mundo a nuestra propia imagen y semejanza y, por tanto, a atribuir al virus razones como si se tratara de uno de nosotros. El problema es que, si actuamos así, sólo aprenderemos lo que ya sabemos, o sea, nada. Así pues, es crucial partir del supuesto de que el virus no piensa como nosotros, piensa como un virus. Y, pese a estar aterrorizados por su culpa, no debemos olvidarnos de que en este ámbito somos superiores a él. El virus no es capaz de imaginar que sea posible pensar de otra manera de la que él piensa.

      ¿Cómo será posible la traducción intervital si la diferencia entre nuestro lenguaje y el del virus es inabarcable? Incluso, podemos imaginarnos que nosotros y el virus vivimos en universos diferentes. Esta hipótesis sería bien recibida por los defensores de la idea del pluriverso, la idea de que, incluso entre humanos, las diferencias a veces son tan grandes que ni siquiera son comparables, ya que pertenecen a universos diferentes. El problema de esta concepción es que hace que sea imposible comparar las diferencias, puesto que estas pertenecen a universos inconmensurables. Si no se puede comparar, aprender aún es más difícil. ¿Pero acaso es correcto concebir como si perteneciera a otro universo a un ser o ente que está tan cerca de nosotros, o incluso en nuestro interior, y que nos amenaza de un modo tan existencial, hasta el punto de paralizarnos y obligarnos a refugiarnos en las cavernas más profundas de nuestra intimidad que, de hecho, tampoco son del todo seguras?

      La idea de la copresencia es más productiva que la idea del pluriverso. Por más insondable que sea el virus, su presencia entre nosotros es aterradoramente inequívoca. Estamos, pues, en copresencia, y es a partir de ahí que debe darse la comunicación. Además de las dificultades de traducción intervital, es necesario elaborar un código semiótico de comunicación que dé significado a la copresencia. Ese código sólo puede ser el de una comunicación a través de señales. Y hemos visto que las señales del virus son la infección y la potencial muerte. Estas señales sólo son opacas en cuanto a sus razones si, como he hecho antes, se considera que el virus es un ente natural. ¿Pero lo es? ¿Y si es más humano de lo que pensamos? No estoy pensando en las teorías de la conspiración que atribuyen el virus a una creación salida de un laboratorio. Me estoy refiriendo a algo más importante y de consecuencias mucho más trascendentes. Me estoy refiriendo al hecho de que el virus sea una cocreación entre los humanos y la naturaleza, una cocreación derivada del modo en que los seres humanos han interferido a lo largo del tiempo en los procesos naturales, sobre todo desde el siglo xvi. Esta larga duración es la misma que la del capitalismo, el colonialismo y el patriarcado modernos. La explotación sin límites de los recursos naturales y la apropiación y la discriminación contra todo lo que se consideró más parecido a la naturaleza, independientemente de si eran esclavos, mujeres o pueblos indígenas, interfirió de tal modo en la naturaleza que lo que hoy consideramos naturaleza es, en gran parte, producto de esa interferencia. Así pues, la naturaleza es tan humana como nosotros, aunque de manera radicalmente diferente. En esta concepción, el virus puede verse tanto como un espejo del Fausto de Goethe como de Los caprichos de Goya, para quien «el sueño de la razón produce monstruos».

      Por tanto, el virus es mucho más humano de lo que podemos imaginar, una humanidad radicalmente diferente de la que nos atribuimos a nosotros mismos. Las señales que el virus nos da dejan de ser opacas para ser transparentes, en la medida en que tengamos en mente que el ser humano que hoy está infectado por el virus es el mismo que durante siglos ha infectado y ha atentado contra la naturaleza. Y los dos procesos están íntimamente interconectados. En este caso, la comunicación es posible, la traducción y la pedagogía siguen siendo interculturales, pero dejan de ser intervitales para pasar a ser intravitales.

      El virus pasa a ser nuestro contemporáneo en el sentido más profundo y, en esta medida, la comunicación a través de señales se vuelve posible, ya que, como sabemos, la condición previa de esta comunicación es el hecho de compartir el mismo campo visual. Al posibilitarse la comunicación se posibilita el aprendizaje.

      El coronavirus, nuestro contemporáneo

      El coronavirus es nuestro contemporáneo en el sentido más profundo del término. No lo es sólo por ocurrir en el mismo tiempo lineal en el que ocurren nuestras vidas (simultaneidad). Es nuestro contemporáneo porque comparte con nosotros las contradicciones de nuestro tiempo, los pasados que no han pasado y los futuros que llegarán o no. Esto no significa que viva el tiempo presente del mismo modo que nosotros. Hay diferentes formas de ser contemporáneo. He defendido la contemporaneidad del campesino africano con el ejecutivo del Banco Mundial valorando las condiciones de inversión internacional en su territorio. En los últimos cincuenta años se acumuló un repertorio extremadamente diverso de problematizaciones de la noción de contemporaneidad. Muy diferentes entre ellas, todas estas nociones han estado cuestionando las concepciones dominantes de progreso y de tiempo lineal heredadas de la Ilustración europea de los siglos xviii y xix. Dichas concepciones buscaban reducir la contemporaneidad a lo que coincidía con el modo de pensar y de vivir de las clases dominantes europeas, y consideraba todo el resto residual o basura histórica. El proceso histórico que llevó a poner en duda esta estrecha concepción de contemporaneidad