un colegio privado de mucho prestigio había abierto sus puertas en la ciudad. A los demás les dio clase en casa una pariente lejana, cuyos padres se habían arruinado con una especulación fallida. Sin embargo, los conocimientos y las destrezas pedagógicas de la joven eran más bien escasos, y además no se atrevía a poner coto a las travesuras de los dos mayores. Con ella aprendió Aurora lo que aprendía toda niña de buena familia: leer y escribir, las cuatro reglas de aritmética, bordar y tocar el piano, y unos penosos rudimentos de francés.
Un día se la llevó a su pueblo una criada con la que Aurora tenía mucha confianza. Era la festividad de San Pedro, patrón del pueblo, y había baile en la plaza, adornada con guirnaldas y banderitas de colores. La criada sabía que entre la multitud se encontraba su prometido. Por eso pidió a su madre, no sin rogarle que estuviese muy atenta, que se quedara un rato con Aurora. Entonces se fue a bailar. La madre cumplió el encargo. Intentó entretener a Aurora, que examinaba de reojo el único cuarto de la vivienda. Pero a la niña le costaba entender a la mujer; apenas conocía el gallego, tan denostado en casa. Le asustaba la curiosidad de los otros niños y le resultaban poco familiares la pobreza del entorno, los sacos de paja, el suelo de barro apisonado con las gallinas correteando por él, así que muy pronto le entraron ganas de ir a ver bailar a la hija de la mujer.
Después de que le indicasen la dirección, se dirigió a la plaza del pueblo. Pero por mucho que se esforzaba no conseguía distinguir a la chica entre la gente bailando. Cuando estaba a punto de romper a llorar y de correr de vuelta a la casa, su mirada recayó sobre una pareja besándose apasionadamente en un rincón. Sólo cuando el joven llamó la atención de la muchacha con un toquecito, se dio ella cuenta de la presencia de Aurora. Se sonrojó, se soltó del abrazo y tomó a la niña de la mano.
Ya de regreso en casa, Aurora Rodríguez contó inocentemente durante la comida el baile y lo de los besos en la aldea. Los hermanos mayores rieron por lo bajo y el padre, como de costumbre, no prestó atención. Pero la señora Carballeira despidió a la chica ese mismo día.
En otra ocasión, cuando el hermano mayor de Aurora comenzó a rondar por las habitaciones del servicio y a acurrucarse bajo la escalera para mirar debajo de las faldas, la señora convenció a su marido de ofrecer dinero a la cocinera para que introdujese al joven amo en las prácticas amorosas. La chica, de la que se sabía que había tenido varios amantes, pero que aseguraba estar sana, consultó con sus padres. Ellos consintieron con la condición de que Francisco Rodríguez procurase trabajo en un carguero que fuese a Cuba a uno de los hijos, necesitado de emigrar a América porque las propiedades de la familia apenas bastaban para mantener al primogénito. El padre de Aurora hizo lo que le habían pedido y también consiguió a la chica una licencia para vender tabaco en el juzgado al que él iba todos los días. Los padres de la muchacha se deshicieron en agradecimientos. Él retiró con embarazo la mano que le estrechaban. Lo ocurrido le pareció una prueba de la decadencia y la agonía del país.
En la biblioteca, el hombre anotó en una libreta: las penurias de las clases desfavorecidas son insoportables. Sólo la rabia ciega, la violencia desatada, la sangre y el fuego pueden cambiar su situación. Pero eso ni se les pasa por la cabeza porque tienen que dedicar toda su energía a sobrevivir. Porque se han dejado aprisionar por la falsa moral de las clases pudientes y porque sólo buscan su beneficio personal sin darse cuenta de que esto los hunde aún más en la miseria. Los privilegiados viven cómodamente. Vemos cómo todo se tambalea, pero cualquier cambio nos asusta. Estamos insatisfechos pero somos cobardes.
Después se embebió en la lectura de la Revue du Monde Latin, cuyo último número acababa de llegarle. En un artículo firmado por un tal Valentí Almirall, obviamente un catalán, encontró un pasaje que le pareció una acertada descripción de los males españoles: Puede decirse que la nación vive en una completa negación, en una verdadera orgía de ideas negativas. Preguntad a la mayoría de los españoles si son monárquicos: os responderán que no. Preguntadles si son republicanos: os responderán que tampoco. ¿Qué son, pues? No quieren saberlo. Les basta con la negación. El antiguo fatalismo musulmán se adueña de nuevo de nosotros. El campesino vegeta miserablemente, sin hacer el menor esfuerzo para salir de la ignorancia, de la rutina, de la pobreza. El hombre de la ciudad vive del campesino, mientras que éste apenas puede vivir de la tierra. El progreso aún no ha llegado aquí. El movimiento intelectual es casi nulo.
Huyendo de su madre, cuyas reglas le parecían contradictorias e injustas, Aurora fue a parar a la biblioteca del padre. No sentía como sus hermanos temor alguno a los oscuros lomos de los libros ni al silencio de aquella habitación alta y angosta. Además, la biblioteca comunicaba con el despacho de Francisco Rodríguez, separada de él tan sólo por una puerta de doble hoja, donde por las tardes tenía su consulta jurídica. Así, gracias a las conversaciones en el cuarto de al lado, Aurora nunca tenía la sensación de estar sola. Pero lo estaba.
Un día, Aurora debía de rondar los siete años, su padre recibió a una señora. Aunque al principio la hija estaba entretenida vistiendo y desnudando una muñeca, la voz excitada de la mujer despertó enseguida su interés.
Francisco Rodríguez conocía desde hacía mucho al marido de la señora Balboa, propietario de la mayor ferretería de la ciudad, y al principio pensó que se trataba de una visita privada. Pero la expresión seria de la mujer le reveló que no se encontraba allí para hacer una invitación ni para preparar el mercadillo de la Asociación de Beneficencia Cristiana, de la que era presidenta. Él prometió acceder al ruego de no contar a nadie, ni siquiera a su esposa, el contenido de su conversación y le recordó que estaba obligado a ello por el secreto profesional.
La mujer titubeó antes de revelar, en voz baja pero audible desde la habitación contigua, que se encontraba allí para iniciar los trámites de divorcio de su marido. El abogado se quedó demasiado sorprendido como para responder de inmediato. Así que la mujer se apresuró a añadir que su decisión era irrevocable. Que confiaba en el señor Rodríguez más que en ningún otro abogado de la ciudad y deseaba encomendarle la realización de las diligencias que fuesen oportunas.
El padre de Aurora le preguntó si era consciente de la transcendencia de su decisión. La señora Balboa asintió y repitió que la había tomado después de pensárselo mucho y que era inamovible. No se le escapaban las consecuencias materiales pero no las consideraba un obstáculo, en particular porque la herencia de sus padres que le había correspondido por ley le garantizaban unos ingresos satisfactorios para ella y para su hija. Francisco Rodríguez le preguntó el motivo por el que deseaba disolver su matrimonio. Como la mujer dudaba, le aclaró que no preguntaba por curiosidad: sin conocer los motivos no podría serle de mucha ayuda.
La señora Balboa comenzó entonces a sollozar y confesó entre lágrimas que había perdido cualquier afecto hacia su marido. Sólo sentía miedo, rechazo y odio cuando él se le acercaba. El asco la inundaba cuando se tumbaba sobre ella. Siempre se había sentido un objeto que se cogía cuando se deseaba y se dejaba de lado cuando había cumplido su función.
Después de unos instantes, Francisco Rodríguez preguntó si había otras razones más concretas.
¿Es que no son suficientes?
El padre de Aurora le aseguró que la entendía muy bien pero debía comprender que la legislación vigente sobre divorcios no contemplaba tales motivos. Si pretendía mantener la demanda en el juzgado, la señora Balboa tenía que contar con que le atribuyesen la culpa.
¡Me da igual!, dijo la mujer, con tal de que se apruebe el divorcio.
El padre de Aurora preguntó si había pensado en su hija. Se levantó, sacó un libro de una estantería y lo abrió. El Código Civil vigente desde 1889 no contempla tales argumentos, por honorables que sean. Artículo 73. La sentencia de divorcio producirá los siguientes efectos: primero, la separación de los cónyuges. Segundo: quedar o ser puestos los hijos bajo la potestad y protección del cónyuge inocente. El abogado cerró el libro: así es la ley. Para evitar que la mujer volviese a estallar en llanto, añadió rápidamente que, por supuesto, el ignoraba si el marido insistiría en obtener la patria potestad para la hija de ambos. De no ser el caso, se podría encontrar una solución satisfactoria, nombrando, tras la renuncia del padre, a un tutor cercano