Rob Harrell

Guiño


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se borra de la imaginación cualquier otra cosa que no sea un elefante de ese color.

      Entre más intento que mi ojo se fije en la X, más se distrae hacia otros lados. Y mi ojo no es lo único que quiere escapar de donde debe estar. Mi mente me lleva una y otra vez al día en que todo esto empezó…

      Han habido unos cuantos Días Muy Malos a lo largo de este tiempo. Malos con M mayúscula. El primero fue hace unos meses. A mediados de julio. Justo en medio de lo que se suponía que sería un fabuloso verano de descanso.

      Los antecedentes del Mal Día # 1 empezaron cuando yo estaba recostado boca abajo leyendo Matar un ruiseñor. Era una tarea para el verano, y aunque detesto los deberes para el verano, debo admitir que este libro era muy bueno. Me levanté y entré a la cocina, y vi que los ojos de papá se abrían como platos.

      —¡Vaya! ¿Qué te pasó ahí?

      No tenía idea de a qué se refería, así que abrí la puerta de la despensa, buscando algo de comer.

      —¿Qué me pasó dónde?

      Se acercó a mí y con cuidado tocó la zona por encima de mi ojo.

      —¿Te duele?

      —¿Que si me duele qué? —salí al pasillo, donde hay un espejo.

      Tenía el párpado muy hinchado, como si fuera una rana toro de esas que inflan la papada.

      —¡Huy! ¡Qué feo! —me toqué el párpado. Era asqueroso, como si estuviera lleno de algún fluido. Comentamos que podía haberme picado algún bicho (pero no) o golpeado con algo (tampoco), y decidimos que lo mejor era ponerme hielo.

      La hinchazón bajó en la siguiente media hora, así que nos olvidamos del asunto.

      Hasta la mañana siguiente, domingo, cuando me levanté de nuevo con ojo de papada de rana toro. Otra vez le aplicamos hielo. Después, el lunes en la mañana, papá me miró y llamó a su oficina para decir que necesitaba tomarse el día, lo cual es algo casi insólito, fuimos a ver a un especialista en ojos.

      El doctor Sheffler nos dijo que necesitaba un TAC.

      Resulta que ésa es una manera abreviada de llamar a una tomografía axial computarizada, pero por un momento pensé que me darían una especie de golpe seco, como una palmada.

      Media hora después, me encontraba en un edificio viejísimo cerca del hospital. Me vi con una bata de hospital —la prenda de vestir más absurdamente diseñada, que me dejaba el trasero al aire— y en calcetines raídos de color marrón, mientras caminaba por un pasillo helado. Me acostaron en una mesa de acero, con los pies asomando por el agujero de una gigantesca rosquilla mecánica, y en ese momento empecé a sentirme nervioso en verdad, y a desear, de cierta forma, que papá no se hubiera quedado en la sala de espera.

      Un enfermero verdaderamente colosal —parecía que fuera jugador de los Potros de Indianápolis— vino y me insertó una vía intravenosa en el brazo (el primer pinchazo de los tres billones que vinieron después, si me pongo a contarlos).

      Me advirtió:

      —Cuando empiece a inyectarte el líquido, Ross, vas a sentir como si te estuvieras orinando en los pantalones.

      Me hizo reír, hasta que unos minutos después, cuando el medio de contraste empezó a correr por el pequeño tubo, sentí calor y luego fue exactamente como si me hubiera orinado en los pantalones.

      A pesar de que no estaba haciendo pipí, ¡ni tenía pantalones!

      Muy raro. Imposible sentir algo más parecido a hacerme pipí encima, incluso más que si hubiera dejado de aguantarme y soltara el chorro.

      Perdón.

      Estoy haciendo el cuento largo.

      Después, papá y yo nos fuimos a Dagwood’s, aunque fuera un poco temprano, donde tienen unas malteadas maravillosas y esos emparedados que son lo mejor que se pueda poner entre dos panes.

      El doctor Sheffler nos había dicho que los resultados saldrían en dos o tres días, así que todo eso ya estaba muy lejos de mi mente cuando papá se estacionó frente al local. Yo iba distraído pensando cuál de las exquisitas opciones de emparedado sería la mejor.

      Y entonces, sonó el teléfono de papá. Lo sacó, miró la pantalla y frunció el entrecejo. Me lanzó una mirada mientras contestaba.

      —¿Hola?

      Sólo oí su parte de la conversación.

      —Sí, soy yo.

      —No, ¿en serio?

      —Muy bien.

      —¿Ahora mismo?

      —Está bien.

      —Claro que sí. Estaremos allá en cinco minutos.

      Colgó, y se embutió el teléfono hasta el fondo del bolsillo de sus jeans antes de pronunciar palabra.

      —Era… mmmm… el doctor Sheffler. Ya tiene tus resultados. Quiere vernos ya.

      —¿Así de mal salió?

      —Nah —encendió el auto—. No creo —trataba de sonar despreocupado, pero en su rostro no se formó una sonrisa—. Vamos a ver qué quiere y… ya sé… venimos a Dagwood’s después, por un buen emparedado, ¿qué dices?

      Lo bombardeé con preguntas, pero me aseguró que el doctor no le había adelantado el diagnóstico.

      Después se quedó en silencio, que no era algo normal en él. En ese momento, habría dado lo que fuera por alguno de los chistes malos que solía contar.

      —Veamos —dijo el doctor Sheffler cuando regresamos a su consultorio. Con el pie acercó un pequeño banco con ruedas y se sentó frente a nosotros. Dejó el archivo que tenía en la mano, y se inclinó, apoyando los codos sobre las rodillas, como un entrenador de baloncesto cuando reúne a su equipo para dar indicaciones. Sentí que papá se ponía tenso a mi lado. Hice sonar mis nudillos.

      —Gracias por venir tan rápido —continuó el doctor, pronunciando cada sílaba con cuidado—. Vayamos al grano. La tomografía detectó algo. Una masa justo encima de tu ojo derecho —me miró, con la boca apretada en una sola línea delgada. Era una expresión que de alguna forma me daba a entender que lamentaba tener que decirme todo esto y, al mismo tiempo, que eran asuntos graves que debíamos hablar como adultos.

      —¿En serio?

      Nunca voy a olvidar la manera en que papá dijo esas palabras. ¿En-seeeeee-riooo?, como si acabara de enterarse de que los dragones existen, o que el día y la noche son lo mismo.

      Y la verdad es que eso es lo último que recuerdo con claridad.

      No es que me haya desmayado, ni algo parecido, pero ellos siguieron hablando mientras mi cuerpo y mi cabeza se perdían en una especie de aturdimiento.

      Oí frases entrecortadas.

      —¿… tumor? No hay manera de saberlo todavía…

      —… biopsia en cuanto sea posible…

      —… podría ser benigno, pero…

      —… en la glándula lagrimal sobre el ojo…

      —… una bolita del tamaño de una goma de mascar…

      —… no hay que entrar en pánico por el momento…

      De pronto, estábamos en la sombría parte de darnos la mano y las gracias. Iban a programar esto y lo otro, y luego nos llamarían.

      Y después, salimos. Nos sentamos en la escalera que estaba frente a la puerta de entrada.

      Papá tiró de mí