negó con la cabeza.
—No es cierto. En las mismas circunstancias, otros hombres no hubieran movido un solo dedo para ayudar a Iris. Quizá penséis que soy una ingenua, pero tengo veinticuatro años y a estas alturas de mi vida sé muy bien que algunos hombres no tienen nada de amable ni de caballeroso.
Él se encogió de hombros, quitándole importancia a su gesto.
—Me dais más crédito del que merezco, señora —dijo con una sonrisa burlona—. Sabéis bien que nunca me paro demasiado a pensar ni mis acciones ni mis palabras.
Cassandra abrió la boca para negar sus palabras, pero era obvio que él no deseaba aceptar con mansedumbre sus propios méritos, de modo que se rindió con una sonrisa y asintió con la cabeza.
—En todo caso, aceptad mi agradecimiento y el de mi prima de todo corazón, sir Benedikt.
Benedikt la miró marchar con una extraña sensación en el pecho. Lo más seguro era que se debiera al hecho de que ella le hubiera agradecido su acción de un modo tan sincero, cuando era obvio que no era santo de su devoción.
Dejó aquellos pensamientos a un lado para concentrarse en lo que más le preocupaba en ese momento.
¿Por qué Peter no había regresado todavía del pueblo? De hecho, ¿de quién había sido la idea de ir allí? Que él supiera, no conocía a nadie en aquel lugar ni había mostrado ningún interés en visitarlo hasta la noche del baile. ¿Por qué justo en aquel momento en que sabía que podía ofender a su anfitrión? Recordaba perfectamente el modo en que iba vestido el atacante de Iris Ravenstook y sabía que iba disfrazado como los hombres de la guardia de Rultinia. ¿Era casualidad que justo en el momento del ataque a la joven el príncipe hubiera decidido partir del baile?
Se despidió de Cassandra con un gesto tenso a pesar de que era probable que ella ya no le escuchara y ordenó que le ensillaran su caballo. Dejó recado a uno de los criados para que avisara en la casa de que no le esperaran para comer. Debía hablar con el príncipe Peter y era mejor que no hubiera testigos de lo que tenía que decirle, pues era algo que incumbía a su guardia personal y no quería alertar al posible culpable.
El conde Charles Aubrey esperó durante buena parte del día a ver a Iris para poder preguntarle sobre lo que había ocurrido la noche anterior, sin embargo, no apareció a comer ni a la hora del té. En ambas ocasiones su prima la excusó con la mirada baja y aires de gran nerviosismo, evitando las preguntas directas.
Tampoco vio a Benedikt, que había partido después del desayuno sin decir hacia dónde. Ni el hermano del príncipe Peter ni sus hombres dieron señales de vida excepto para pedir una bandeja con comida para su señor.
De pronto se encontró a solas en el salón con su anfitrión, que mostraba una enorme inquietud ante la aparente deserción de sus invitados. En honor a la verdad, el conde no supo tranquilizarle diciéndole los motivos de la ausencia de sus compañeros, ya que los desconocía.
—Tranquilícese, milord, estoy seguro de que muy pronto regresarán y podréis organizar nuevas diversiones para todos.
Si el anciano notó el leve tono evasivo en sus palabras no se dio por aludido, y siguió lamentando la pérdida de un día entero en su programa de actividades, preparado con tanto celo, y que podía irse al traste si no se llevaba a cabo con la puntualidad de un reloj.
Charles vio entonces pasar a Cassandra casi corriendo por el corredor que llevaba a la cocina, tratando de evitar que su tío la viera. Se disculpó con rapidez y la siguió. Debía saber algo sobre Iris o se volvería loco.
—Señora —la llamó, haciendo que ella se sobresaltara y diera un respingo—. Disculpad mi insistencia, por favor, pero no sería un caballero si no me interesara por la señorita Ravestook.
Ella emitió una sonrisa minúscula que lo incomodó en aquel estrecho pasillo, de paredes oscuras y apenas iluminado por lámparas de aceite. Cassandra, quizás para ganar tiempo, se llevó una mano al cabello, no del todo bien peinado, y lo miró por entre las pestañas oscuras, antes de ajustarse el chal, demasiado grueso para la época del año.
—Es evidente que sabéis lo que ocurrió anoche o no os mostraríais tan inquieto, señor —dijo ella dejándose de disimulos.
El conde se sonrojó sin poder evitarlo. No esperaba que ella aludiera al tema de un modo tan directo. Benedikt tenía razón cuando decía que no era una dama al uso.
—Me gustaría hablar con ella y ofrecerle mi ayuda… —comenzó en tono dubitativo. En realidad, no sabía lo que deseaba hacer. Todavía no creía del todo que uno de sus compañeros de armas hubiera sido capaz de hacer aquello. ¿Uno de sus amigos atacando a una mujer inocente en su propia casa? Era absurdo. Aunque estaba convencido de que Benedikt estaba en lo cierto y jamás bromearía sobre un tema así, sobre todo tratándose de sus hombres—. Vuestra prima…
Cassandra lo miró con sus rasgados ojos convertidos en serios lagos oscuros. Esa mirada seria e impenetrable casi hizo que se removiera sobre sus pies, impaciente. ¿Acaso no iba a decir nada?
—Dejadme hablar con ella primero. Si Iris me da permiso, os dejaré pasar, ¿de acuerdo?
Charles la hubiera besado de no ser algo totalmente impropio y si ella, en el fondo, no le diera algo de miedo.
La siguió escaleras arriba tras echar una mirada atrás, comprobando que nadie los veía. Después escuchó su conversación a través de la puerta, poco más que murmullos, en la que, por lo visto, Iris dio su consentimiento para verle, pues Cassandra apareció apenas dos minutos después y lo hizo pasar a un dormitorio decorado con terciopelos en tonos claros y dorados, dulce y femenino. Tras unos instantes de duda, la joven morena los dejó solos y cerró la puerta tras de sí, después de dirigir una mirada preocupada a su prima, que la calmó con una sonrisa tensa.
Vestida con un vestido azul y cubierta con un chal del mismo color, pero de un tono más oscuro, Iris lo esperaba sentada ante la ventana. Estaba más pálida de lo habitual, su bello rostro enmarcado por el cabello rubio, recogido apenas por una cinta de raso a juego con el vestido.
Charles sintió que el corazón se le encogía al ver las marcas de sufrimiento en su rostro. ¿Cómo podría alguien hacerle daño a una criatura tan delicada?
—Señorita Ravenstook… —comenzó con voz ahogada.
Ella dirigió hacia él sus ojos dolorosamente azules, brillantes por las lágrimas, lejanos.
—Conde, por favor, os agradecería que esta entrevista quedara en secreto. No quisiera que mi padre supiera nada de lo ocurrido ayer. Ha estado algo delicado de salud y sería capaz de cometer alguna locura —dijo ella con voz firme pese a todo, señalándole una silla junto a la suya.
Él se sentó, aunque dudaba que pudiera permanecer así por mucho tiempo. Sentía algo dentro de sí que le obligaba a mirarla con fijeza, como si estuviera a punto de desvanecerse ante sus ojos, y sin embargo la veía fuerte, firmes el pulso y la mirada que le dirigió, como desafiándole a que le preguntara al fin por lo ocurrido la noche anterior.
Charles no pudo evitarlo por más tiempo, necesitaba confirmar con sus propios oídos lo sucedido.
—¿Acudisteis a la cita en la rosaleda? —preguntó al fin.
Un relampagueo de furia se paseó por la mirada de Iris.
—La pregunta es por qué no acudisteis vos —replicó la joven con voz dura, irguiéndose en la silla de una manera dolorosa.
Él evitó su mirada paseando los ojos por la habitación, deteniéndolos un instante en los libros sobre la repisa de la chimenea, en uno especialmente estropeado, como si se hubiera mojado. ¿No era ese el que había estado leyendo Benedikt cuando habían salido de pesca?
—¿Qué os entretuvo?
Charles la miró al fin. Había algo extraño en su postura, tensa y forzada, que lo conmovía.
—Mi señor me reclamó. Quería que lo acompañara