Ese verano hacía un inusitado mal tiempo e incluso las temperaturas eran más frescas de lo habitual.
Iris le había propuesto ir a caminar aprovechando el buen tiempo y su prima se había prestado a ello de buen grado, ya que apenas habían salido desde el día del baile, hacía ya una semana. Desde entonces, Iris había permanecido casi encerrada en su dormitorio, manteniendo contacto apenas con su prima y con Ursula, de modo que Cassandra no pudo ni quiso negarse a darle ese capricho. Además, a ella también le vendría bien salir a airearse y refrescar sus turbulentos pensamientos.
Lo cierto era que, desde aquella terrible noche, vivía en una continua tensión causada por los nervios por el ataque a Iris y por sus intentos de averiguar quién había sido, o más bien de los deseos de que sir Benedikt le informara de sus progresos, aunque él se negaba apenas a hablarle. Los esfuerzos por mantener una fachada afable hacia el caballero escocés y la obligación de mostrar alegría por el compromiso de su prima estaban acabando con su antaño perfecta armonía interior.
Por no hablar de los inquietantes pensamientos que surgían cada vez que veía o se cruzaba con sir Benedikt. En ocasiones quería gritarle que no la ignorara y que la perdonara por haber dudado de él, pero a la vez quería que le diera muestras de que debía hacerlo, y él no le facilitaba las cosas con su actitud. Quería achacarlo todo a su estado nervioso, pero en eso sí que no podía mentirse. Los tiempos en los que solo la irritaba habían quedado atrás.
A veces tenía la sensación de que él deseaba hablar con ella de lo sucedido, pero en esas ocasiones Cassandra lo evitaba por miedo a sus propias reacciones. Sentía que estaban enfrentándose en un absurdo duelo de voluntades en el que ninguno de los dos tenía las de ganar.
Se agachó para tratar de leer la borrada inscripción a los pies de la vieja tumba del abad, pero estaba tan gastada que era más sencillo seguirla con los dedos, tratando de descifrar los signos grabados en piedra con las yemas. Su cabeza se concentró en ello, apartando otros pensamientos, ajena a todo lo que había alrededor y a lo que allí había sucedido hacía no tanto tiempo. Con una sonrisa amarga, se dijo que recordar aquella tarde no era la mejor manera de calmar su agitada mente, pero que intentar controlar los pensamientos era algo más sencillo de desear que de hacer.
Hacía frío en la cripta, mucho más que en el exterior, donde por una vez lucía un día maravilloso.
Iris hablaba de los preparativos de su boda y ella la escuchaba a medias, pues ya había oído las mismas palabras centenares de veces.
—Creo que al final elegiré acianos para el ramo —decía en ese momento—. Charles dice que los acianos hacen juego con mis ojos.
Cassandra le estaba dando la espalda, pero sonrió, imaginándosela sonrojada y feliz ante ese comentario. Su prima y el conde se regalaban los oídos con comentarios de ese tipo a todas horas, haciendo que sir Benedikt entornara los ojos de puro hastío. En contra de su costumbre, se mordía la lengua y no decía nada. Cassandra se preguntaba cuánto le estaría costando hacerlo para no hacer daño a su amigo y a su joven prometida.
Frunció el ceño al darse cuenta de que su mente se había deslizado otra vez hacia él. Cerró los puños de frustración y salió a la luz. El frío comenzaba a ser insoportable allí adentro.
—Ya… ya sé que estás aburrida de oír hablar de ramos, de telas y de cortes de vestidos. Aunque no te veo, puedo imaginar tu cara de aburrimiento, prima —dijo Iris, sentándose en una piedra caída de la cúpula de la abadía.
Con un suspiro, miró a su alrededor y se recreó en el silencio del conocido y querido lugar donde había pasado gran parte de su infancia. Cuando los padres de Cassandra murieron y ella fue a vivir con ellos a Raven’s Abbey, ese había sido su lugar favorito para perderse y jugar, donde habían inventado juegos, donde habían retado a los fantasmas y donde habían jurado que solo se casarían por amor, al menos Iris, porque Cassandra siempre había dicho que sería una vieja bruja que asustaría a los hijos de Iris con anécdotas escandalosas de sus amantes piratas.
Sonrió y se estremeció al sentir un escalofrío helador recorriéndole la espalda.
Un susurro procedente del fondo de la cripta pareció llenar el silencio, haciendo que la risa se helara en su rostro.
—¿Cass?
Una risa burlona resonó entre las paredes, sin que se supiera demasiado bien de dónde procedía.
Iris se levantó y avanzó hacia el fondo de la cripta, donde se encontraba la tumba del viejo abad, pero no vio a nadie allí.
—Cassandra, no me parece nada gracioso —dijo con voz seria, girándose de pronto al escuchar un nuevo ruido procedente del otro extremo de la cripta esta vez.
Y entonces la vio.
Caminaba, elegante y hermosa como cualquier dama de la corte, pálida y sonriente, quizás algo anticuada en su manera de vestir y sus ademanes. Nada hacía sospechar que no estuviera allí, paseando y contemplando las viejas piedras como un viajero cualquiera. De pronto se giró hacia Iris y la señaló, con el eco de otra risa cristalina, y justo después se desvaneció entre una neblina heladora que inundó la cripta, haciendo que se estremeciera de frío y miedo.
Cassandra, que llevaba un rato en el exterior de la abadía, escuchaba la voz de Iris, que no se había dado cuenta de su ausencia. Le llegaba ahogada por la piedra y el eco, alegre y acusadora a un tiempo. Sintiéndose culpable por no acompañarla, se sentó en una piedra a la entrada para esperarla, pero al ver que no salía, decidió volver.
Su voz ya no se escuchaba, y el frío era glacial en la cripta.
—Iris —llamó.
Su prima no respondió, pero señaló hacia un oscuro rincón entre dos columnas semiderruidas.
—La he visto, Cassandra —murmuró Iris, aterrada.
Cassandra tomó a su prima de la mano, tratando de arrastrarla hacia la salida, pero esta no se movió. Estaba helada, y su chal estaba en el suelo, a sus pies. Lo recogió y se lo colocó sobre los hombros, tratando de que entrara en calor. En cuanto la tocó, Iris empezó a temblar como una hoja.
—Era ella, la Dama Blanca. Me ha señalado —prosiguió la joven, imitando el gesto del espectro. Gimió cuando Cassandra trató otra vez de sacarla de allí sin conseguirlo—. Algo terrible sucederá antes de la boda.
Cassandra no quiso decirle que toda esa historia de la Dama Blanca era una absurda superstición, dado su grado de excitación. Su mirada se volvió instintivamente hacia el lugar donde su prima había dicho ver a la espectral mujer, pero allí solo había oscuridad y polvo. Desechó su miedo sin poder evitar un escalofrío de premonición.
—Vamos, querida. Aquí hace un frío terrible. Si no salimos, lo que ocurrirá será que no habrá boda porque moriremos de un resfriado —dijo aparentando ligereza.
Iris se dejó llevar sin decir una sola palabra más, temblando y llorando. Cassandra repetía que lo que había visto era un juego de la luz, y que, de haber aparecido, la Dama Blanca sin duda se había confundido de prima.
Mientras ayudaba a Iris a subir al carruaje y la tapaba con su capa y todo lo que tenía a mano para ayudarla a entrar en calor, no pudo evitar una última mirada nerviosa a la abadía.
Teniendo en cuenta la alteración de los nervios de su prometida, Charles estuvo de acuerdo en adelantar la fiesta de compromiso y el matrimonio para que no pudiera ocurrir ninguna desgracia antes del dichoso acontecimiento.
Lord Ravenstook, que nunca había sido amigo de las largas esperas, no pudo estar más de acuerdo, e incluso dijo que, si por él fuera, las cosas ya estarían más que hechas. De modo que todo el mundo se mostró de acuerdo en que la fiesta se celebraría una semana más tarde y la boda apenas tres días después.
Iris, más calmada, aunque todavía pálida y débil, recibió las felicitaciones de todos los habitantes de la casa y ocultó lo mejor que pudo sus miedos, sobre todo cuando Charles anunció después de la cena que sir Benedikt