Adriana Bernal

Ni una gota de humedad


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de Dominique y abrir la primera puerta delgadita, de izquierda a derecha. Abrir sólo la primera puerta y saber que siguen ahí sus trajes de montar y de esquiar. Sus trajes. Su promesa de que serían para mí. Sólo para mí. Sus objetos fetiche que serían míos por herencia. Su significado: la posibilidad de otra historia. Trunca. Incompleta. Aprendí a querer esa vestimenta como si fuese propia y a venerarla: “Serán tuyos, sólo tuyos, cuando yo ya no esté en este mundo”, me decía, “con lo que implique, con lo que signifique”. ¿Y para qué los quiero ahora? ¿Qué haría con ellos? ¿Ese significado tan introyectado, tan inventado, es realmente, hoy día, un significado real? ¿Esas prendas dejadas en prenda, me significan? ¿Qué voy a hacer con ellas? ¿Por qué la pulsión es ir hacia las prendas cuando, de encontrarlas, no serían sino la constatación de que ahí seguían? ¿Seguía ella en éstas? ¿Para qué quiero las prendas? ¿Prendas en prenda? Y mis manos y piernas se mueven entonces justo al lado opuesto del armario.

      Avanzo los dos pasos necesarios. Literal. Estoy dentro del ahora estudio, por llamarlo de algún modo. Lejos está de merecer un sustantivo tal. Un mueble de oficina, una silla con ruedas de 1960, un lapicero y cajones atestados de papeles no hacen de una habitación un estudio. Respirar. Intento respirar dentro de ese espacio. Mano derecha a la jaladerita dorada de la izquierda, la primera jaladerita y, con valor, abrir la puerta para encontrar, para tirar, para recordar: el olor se me impregna en la nariz. Toso. “Pucha, a ver si es cierto que algo de lo que hay aquí adentro, sirve”, pienso. “A ver si no voy a acabar tirando todo a la basura…”, y clavo la mirada al fondo del armario. La pared se está descarapelando, la pintura parece piel hecha jirones: una maleta azul Samsonite, dos bolsas de plástico de Aurrerá con casetes, una caja antigua de los cincuenta con una máquina de tubos eléctricos en el piso y arriba colgados cien ganchos para ropa oxidados con diversas prendas, en su mayoría cubiertos por una bolsa plástica amarillenta; otras más, fueran portatrajes, fundas de plástico —o lo que queda de ellas—, me hacen imaginar lo peor: la ropa estaría carcomida, quemada, hongueada, apestosa, quizá.

      La vida corre en cámara lenta. Descuelgo uno a uno los ganchos. Conforme los acomodo encima del sillón, reconozco cada una de las prendas en ellos. Algunas están para tirarlas; otras, para la beneficencia. Uno sobre otro, los recuerdos; sacos y blusas de memorias. Pantalones para vestir el pasado. Kaftanes bajo los que cabían inmensidad de miedos. Bolsas plásticas, faldas con etiquetas, nuevas, negras y café. Me desespero, ¿dónde está lo que busco? Cada gancho descolgado, una esperanza y una frustración. “¡Que no sea este porque está desecho!”, digo para mí. “¿Y si no están aquí?”, pensaba. “¡Tienen que estar!”, me exigía. Ese orden es otro orden. Obsesivo. Milimétrico. Por colores.

      La última puerta. El último espacio. El último gancho, acomodado en un resquicio de la sección del armario. Esa división, según yo, era la destinada al gusano de la aspiradora. Fijo mi mirada en la esperanza: una enorme bolsa blanca con morado de Suburbia, muy ancha y pesada. La descuelgo. El gancho es de plástico. Abajo de esa bolsa una más: transparente, de Tintorerías Real. Abajo de esta, una más, de plástico transparente, grueso, y por fin, abajo de esta aparece lo que creía perdido: el pantalón de montar beige, la casaca negra; abajo de esta, la chamarra verde olivo con forro floreado café con beige los pantalones del mismo color para esquiar. Ahí, también están cada una en su bolsa Strover con jareta y las botas negras de montar con su correspondiente horma de madera y metal. Es increíble, más de cincuenta años guardadas y se conservan sin una mancha, sin una gota de humedad.

      ¿Y para qué querría yo encontrar aquello?

      ¿Y para qué lo necesito, aun sin ni una gota de humedad?

      Sí, están ahí. Ellas, las prendas.

      Sí, estoy ahí. Yo, en prenda.

      HUMEDAD: Palabra para incluir en el Diccionario Familiar.

      II. OBJETOS ¿VINCULANTES?

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      Dispersa y ceñida a la atmósfera atemporal, el timbre del teléfono celular me regresa de golpe al presente inmediato: “Tara ra rán, pum, pum; tara ra rán, pum, pum… aquí es la casa de esta/ familia muy normal”. Mi madre. El ring-tone de mi madre. Cuando ese timbre va de menos a más, no cesa ni se silencia hasta que se toma la llamada por vacua que resulte —o no— la “conversa” posterior.

      Madre vocifera en tono soprano dramática:

      —Dime que los encontraste. Porque los encontraste, ¿verdad?

      Alterada desde días atrás, habla a trompicones, en hipérbaton y a gritos. Está desquiciándome:

      —Cálmate, madre, por piedad, cálmate. No he encontrado nada aún; bueno, sí, sus trajes.

      Sumo rabia y angustia a su estado de ánimo.

      —¡Qué bien que encuentras lo tuyo, encuentra lo que no lo es! ¿No dimensionas lo que va a pasar como no aparezca todo lo demás? ¿Sí te das cuenta? ¿Entiendes? ¡Caray, lo único que se te pide!

      ¿Por qué no se me iba la señal, me quedo sin crédito o le cuelgo? Pasmada, al otro lado de la línea miro alrededor, al techo, como esperando una señal divina. Una especie de milagro que me libre del chirrido verborréico de madre al otro lado de la línea. No para de hablar y yo sólo atino a dar vueltas sobre mi propio eje, a la espera de que se fundan realidad y ficción y aparezca esa flecha, ese foco que soluciona los entuertos en las caricaturas.

      —Silencio madre, por un segundo. ¿Me dejas hablar? Un segundo. ¡Mamá, mamá! Dios, por favor, ¡Mamá!

      Ella no escucha:

      —¿Y las llaves?, ¿dónde están las llaves de las puertitas?

      Es inútil, no escucha. Su propio discurso, su propio punto de vista. Su propia preocupación. Su propia historia. Su muy particular versión de la historia. As always.

      —Má, má, por favor, cállate un segundo. Las llaves, ¿dónde están las pinches llaves?

      Y no escucha. Viro la mirada, desesperada, con el teléfono lejos de la oreja y me topo con el montón de llaves, carcajeándose de mí. Están ahí, donde de común estaban. Sobre el asqueroso, polvoriento y enorme televisor Sharp. Tan inamovibles. Tan eternas. En su acumulada obviedad.

      —Má, má. Ya las vi. Me encargo. —Cuelgo.

      ¿Podría escapar de este círculo vicioso? ¿Sería capaz de soslayar el pasado centrándome en el presente? ¿Entrábamos a la mierda, salíamos o nos revolcábamos en ella? ¿Cómo podría ver este espacio, recorrerlo, habitarlo, sin sentir que estoy atrapada en el reflejo de un espejo?

      Dentro de mí se incuba una batalla para la cual no estoy preparada. Apenas y reconozco que el proceso de duelo se ha suspendido en el aire y sus volutas humeantes con olor a nicotina acompañadas de sorbos de café forman nubes amenazadoras.

      AMENAZA: Palabra para incluir en el Diccionario Familiar.

      ¿Qué carajos me ocurre? Aparto los trajes y los coloco en el barandal de la escalera. Con el amasijo de llaves entre las piernas, me siento en flor de loto en medio de la recámara infancia. Pensé en jugar matatena. Separar las llaves es el primer paso: por llaveros, por óxido, por tamaños. Las de coches, las de maletas, las de puertas. Las cortas. Las largas. Cada llave una historia. Cada puerta asegurada un secreto. Cada cerradura dentro de casa un secreto pero también una posibilidad.

      Los escondites de Dominique eran tan complejos como obvios: “El mejor escondite es aquel que está a simple vista”, decía y, aún así, si provenía de ella nada era simple. Nada. Tajante y de absolutos, lo más sencillo resultaba un galimatías comprensible con no poco esfuerzo: “El peor defecto de las personas es la estupidez. Tú crecerás de mil maneras, pero sobre mi cadáver, estúpida. Estúpida, no.”, como si la escuchara decir.

      Un proceso: Buscar. Encontrar. Entregar. Cortar.