su diseño intencional— es una condición importante de su construcción. La intención de incrementar las ventas colisiona a menudo con la intención de construir una marca, aunque ambos sean objetivos predominantes para la mayoría de las iniciativas del marketing y las campañas publicitarias. Los anuncios normalmente son el fruto de la colaboración entre un cliente, que se beneficia económicamente de producir bienes, y una agencia de publicidad, que se lucra de producir mensajes. A estas agencias, aunque a menudo finjan que su preocupación primordial son las ventas del cliente, nunca se las remunera con un porcentaje del volumen de ventas. En cambio, sus esperanzas para prosperar están en fabricar mensajes lo suficientemente buenos como para obtener en el futuro mayores presupuestos, proyectos adicionales y nuevos clientes. Así que ambos socios a menudo trabajan en direcciones distintas, aunque relacionadas, además de verse inspirados por un entendimiento distinto de la situación del mercado, los perfiles del consumidor al que se dirigen, las teorías sobre «cómo funciona la publicidad» y la estética relativa a cómo deben aparecer y sonar los anuncios. Además, desde hace mucho la industria publicitaria ha albergado filosofías discordantes, cada una de las cuales puede apuntarse el éxito de grandes campañas e invocar los nombres de grandes figuras. Añadamos a esto los roles profesionales desempeñados por cada uno de los involucrados (diseñadores gráficos, creativos, diseñadores de sonido, productores) junto a la problemática personal que todo ser humano trae consigo a su trabajo (impresionar a la competencia, tratar de cubrirse las espaldas) y uno se dará cuenta fácilmente de por qué el célebre publicista Marion Harper comparaba «la historia del negocio publicitario» con el cuadro de una pelea de gallos que colgaba en la pared de su despacho.3
Con solo delinear la potencial complejidad presente en las intenciones que subyacen a la publicidad, nos imaginamos lo elaboradas que tienen que ser las teorías relativas a la intencionalidad. Ciertamente, el concepto de intención ha sido foco de interés en campos como la retórica, la hermenéutica, la filosofía, el derecho y las artes durante la segunda mitad del siglo xx. Casi todos estos trabajos cuentan con un único ensayo como punto de partida, «La falacia intencional» de W. K. Wimsatt y Monroe Beardsley, que se recoge en su libro The Verbal Icon, de 1954.4 Escrito en el proceso de un cambio de paradigma desde una escuela de la teoría literaria centrada en conceptos como la intención y el efecto, este ensayo fue un texto fundamental para la corriente del «New Criticism», que quiso rivalizar con la ciencia en objetividad eliminando del ámbito analítico de la crítica literaria tanto la intención como el efecto (junto a la historia y el contexto cultural) para centrarse exclusivamente en el texto. Los seguidores del New Criticism fundamentaron su juicio relativo a qué es o no es el arte estrictamente en la presencia o ausencia de ciertos rasgos formales. Aunque las ambiciones de estos autores como guardianes de la objetividad nos parezcan anticuadas, juicios similares en relación con lo que verdaderamente cuenta como arte dominaron también la recepción de «Revolution», tanto en su versión de los Beatles como en la de Nike. Curiosamente, alusión y paradoja (o ironía) eran los rasgos que los seguidores del New Criticism valoraban en mayor medida, unas herramientas consideradas centrales a la hora de evaluar la obra de los Beatles y el anuncio de Nike.
El New Criticism fue reemplazado luego por un cúmulo de teorías —entre ellas, el estructuralismo, el feminismo y el marxismo—. Muchas de estas también estaban desvinculadas axiomáticamente de la intencionalidad, pero dos escuelas en ascenso durante los años setenta, la retórica y la hermenéutica, trabajaron para rehabilitar la noción de intención e impedir así una tendencia hacia interpretaciones esotéricas. El hermeneuta E. D. Hirsch clamó contra la moda de la polisemia extrema, tildándola de «obstinada arbitrariedad y extravagancia propia de la crítica académica» en la que «se erigía una teoría en virtud de la cual el significado del texto era equivalente a todo aquello que plausiblemente pudiera significar».5
La eliminación de la intencionalidad de los estudios literarios fue seguida en otros campos que analizaban otras formas artísticas y populares. Por poner un ejemplo, Decoding Advertisements (1978), de Judith Williamson, marca la pauta para gran parte de la crítica de la publicidad posterior:
La publicidad parece tener una vida propia; existe dentro y fuera de otros medios y nos habla en un lenguaje que podemos entender, pero cuya voz no somos capaces de identificar. Esto se debe a que la publicidad no tiene un «sujeto». Obviamente, existe gente que inventa y desarrolla anuncios, pero al margen de que para nosotros son desconocidos y carecen de rostro, el anuncio en todo caso niega hablar en su nombre, no representa su discurso. Por ello existe un espacio, un vacío ahí dónde debería presentarse el hablante; y uno de los rasgos peculiares de la publicidad es que nos vemos impelidos a llenar ese vacío para convertirnos tanto en oyentes como en hablantes, sujetos y objetos.6
Williamson dio muestras, en este breve pasaje, de esa misma sutileza condenada por otros críticos, desde E. D. Hirsch a David Bordwell,7 según la cual ella misma se inserta en el lugar tanto del autor como del lector. Desde esta posición, Williamson procedió, sin necesidad de ofrecer pruebas con respecto a la intención o el efecto, a elaborar un campo teórico en torno a cientos de anuncios elegidos sin esquema claro y para los que ofreció bien poco en lo relativo a su contexto histórico, cultural y competitivo.
Nuestra intención no es negar el contenido ideológico de todo anuncio, ni rechazar las bien formuladas inquietudes de Williamson, en particular, en relación con la representación del género. Más bien, nuestro interés reside en el método. Insistir en que una lectura única y estable de la publicidad puede sustentarse en un análisis estructural que no reconoce ninguna respuesta del receptor, ni intención autoral, ni especificidad alguna del proceso de producción (por lo visto Williamson considera que todos los anuncios son producidos de acuerdo con las mismas convenciones ideológicas), debe necesariamente conducir a conclusiones erróneas e, incluso, a exagerar el alcance y capacidad de los anuncios. Incluso en el caso de ser cierto que la ideología esté codificada en los anuncios (algo que no cuestionamos), no podemos suponer que esta ideología haya de funcionar siempre, que exista un mensaje específica y deliberadamente inscrito en la publicidad por aquellos que la elaboran, o que existan momentos identificables en los que la audiencia descifre dichos mensajes, tal y como anticipan los críticos culturales.
Además, las formas de ideología codificadas en los anuncios —tal y como explica Williamson— son muy complejas y, para ser interpretadas, requieren la comprensión de sofisticadas teorías de pensadores especialmente difíciles como Jacques Lacan. Por lo visto, debemos dar por sentado que los publicistas, de algún modo, tácitamente saben codificar una ideología tan compleja en cada uno de sus anuncios, como si todos fueran expertos en la aplicación del psicoanálisis lacaniano. Entendido como una generalización sobre una profesión entera, esto es sin duda improbable. Sin embargo, como expertos en marketing familiarizados con los manuales con los que se imparte publicidad al sector, podemos afirmar que hay muy poco en común entre cómo los críticos culturales creen que funciona la publicidad y cómo los publicistas mismos explican los productos de su trabajo. Un contrapunto interesante es el argumento de que la ideología está integrada en la reproducción de las prácticas y, por tanto, su presencia en un determinado texto no depende en absoluto de la conciencia activa del autor (según la tesis de la industria cultural de Adorno y Horkheimer). Nuestro propósito en este libro, sin embargo, consiste en sugerir que una explicación más defendible para entender la política cultural del anuncio en cuestión pasa por volver a las referidas teorías sobre la intencionalidad.
En cualquier caso, esta táctica interpretativa de análisis estructural era, a finales de los años ochenta, una cosa de lo más extendida en el terreno de la crítica publicitaria (aunque fuese cuestionada de modo cada vez más insistente). No solo eso, sino que a menudo se le suponía una intencionalidad concreta al crítico publicitario en cuestión. Por poner un ejemplo, en su libro de 1987 The Codes of Advertising, Sut Jhally pasa de declarar —de una página a la siguiente— la invisibilidad del autor de anuncios a sugerir lo que sigue:
Pensad cómo reaccionarían los consumidores si los siguientes tipos de significado estuviesen asociados a mercancías concretas: que un producto fue creado como fruto del trabajo infantil en una dictadura del Tercer Mundo; que las materias primas fueron extraídas por la fuerza de trabajo de niños mineros; que uno de dichos productos fue manufacturado