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Rostros del perdón


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lo que fue la barbarie. Por eso consigno yo también aquí las cifras: para que mostrar la magnitud de lo que nosotros hemos sufrido en Colombia durante 50 años y como una muestra de hasta dónde puede llegar la incapacidad de un país de asumir lo que estaba viviendo. Una fractura espiritual de esta naturaleza, que afecta tan seriamente al ser humano, tiene manifestaciones de todas clases, pero si menciono el trauma cultural es porque este empieza por un gran sufrimiento y por una forma palpable de victimización que, naturalmente, suscita sentimientos de indignación, de rabia, de venganza, pues viene cargada de dolores muy profundos. Ya lo dije, sin embargo: el trauma empieza, pero no termina allí.

      El trauma se pone de manifiesto, por lo pronto, cuando se hacen interpretaciones globales que tratan de explicar lo que ocurrió y se les da una perspectiva política o una perspectiva económica, las cuales se proponen orientarnos sobre cómo resolver los problemas y cómo salir adelante tras una situación tan caótica. Pero esas mismas interpretaciones están cargadas de odio y de sentimientos de exclusión, expresan una rivalidad y una confrontación muy grandes. Cuando hay dos posiciones confrontadas que se excluyen recíprocamente de ese modo al interpretar la violencia vivida, lo que se pone de manifiesto es la polarización absolutamente simbólica de un país, no se trata simplemente de una polarización de ideas. Eso se puede encontrar en la radio, en la televisión, en la prédica de los sacerdotes, en las caricaturas, en los mensajes de WhatsApp, en Twitter. En todas partes, los símbolos están cargados de un simbolismo que se apropia del sentido común y que muestra en toda su profundidad el trauma de nuestra sociedad. Yo mismo soy parte de ese trauma. Todos los colombianos estamos sumergidos en él.

      Cuando el papa Francisco fue a Colombia, captó perfectamente lo que estábamos viviendo y, por eso, en sus discursos, que son muy interesantes de analizar, se colocó por encima de nuestro trauma con extremo cuidado, para tratar de no dejarse atrapar —entre otras cosas— por una Iglesia que estaba completamente partida, puesto que el episcopado colombiano estaba dividido casi por la mitad. El papa, en cambio, de los cuatro días que estuvo en Colombia, pasó un día entero solamente con las víctimas, en la ciudad de Villavicencio, dándonos un mensaje muy claro de por dónde se hallaba el camino de salida de la situación que estábamos enfrentando. Lo expresó cuando les dijo a los obispos en la iglesia en Medellín, palabras más, palabras menos, lo siguiente: «Miren, no sigan por favor dándole normas morales a su pueblo, que está sufriendo, con la pretensión de que esas normas ofrezcan una solución; pongan más bien sus manos en el cuerpo ensangrentado del pueblo de Colombia». Esta fue una llamada muy seria a considerar que el asunto estaba del lado de las víctimas de todos los sectores. Por eso pienso que, conversando con nuestra gente en la Comisión de la Verdad, tenemos que empezar por promover una aceptación muy profunda de nosotros mismos, pero no solamente como sociedad, sino también una aceptación individual como personas. No veo otro camino para acercarnos al tipo de verdad que nos toca enfrentar, teniendo en cuenta, además, que ello equivale a aceptar nuestra realidad personal con todas sus sombras: reconocernos con todas nuestras limitaciones, como seres humanos falibles y frágiles, conscientes de los abismos a los que somos capaces de llegar, de la capacidad de silenciar lo que está pasando al lado nuestro y de quedarnos pegados a nuestras pequeñas profesiones, persistiendo en los errores que cometemos y en el mal que causamos a los otros y que nos causamos a nosotros mismos.

      Si no hacemos el esfuerzo por experimentar esta primera mirada introspectiva individual, con la profundidad que nos corresponde como cristianos, si no reconocemos que debemos llegar a ser un libro abierto y si no tenemos compasión de nosotros mismos, será muy difícil que podamos tener luego compasión de los demás. Si no nos perdonamos a nosotros mismos, será muy difícil que comprendamos que los otros también necesitan ser perdonados y ser compadecidos porque son iguales a nosotros, porque somos exactamente la misma cosa. En una situación como la nuestra, esto es, me parece, lo que debemos poner en primer plano: digámonos la verdad sobre nosotros mismos y tengamos el coraje de reconocernos; perdamos el miedo a esa verdad. De lo contrario, será muy difícil pedirle a los demás que acepten la verdad que luego tendremos que asumir socialmente entre todos.

      Quisiera, para terminar, brindar un par de reflexiones sobre el perdón que me parecen importantes. Habría tantas cosas que decir sobre el tema, porque, en mi opinión, el perdón siempre es un milagro: es un milagro que una persona pida perdón y es un milagro que una persona perdone. En otras palabras, hay una dimensión de gracia que nos desborda, que nos traspasa completamente. Sé que esto tiene aspectos políticos y emocionales y que abarca muchas facetas que se analizan en este libro. Pero desearía resaltar dos cosas en particular: en primer lugar, lo normal es que las víctimas exijan la verdad, que pidan la evidencia de que la persona que las ofendió tan bárbaramente esté en la disposición de reparar, para que ellas puedan iniciar un camino de perdón. Traigo al recuerdo uno de tantos casos, con la seguridad de que en el Perú debe haber habido muchos parecidos.

      Una señora campesina, de una de esas montañas de Antioquia en Colombia, después de horas de haber estado yo al lado de ella, comienza de pronto a hablar y me dice: «Vea, padre, ¿vio el pequeño cuartico que hay aquí al lado del rancho, uno de esos cuarticos donde los campesinos meten las herramientas de trabajo?». Y continúa: «Es que cuando yo sentí la explosión en ese cuartico, inmediatamente pensé en mi niño de 12 años, salí corriendo del rancho y el cuartico estaba incendiado. Tuve entonces que esperar largo para que eso se enfriara porque yo tenía en la cabeza que eso tenía que ver con mi niño. Cuando por fin pude entrar al cuarto, ahí estaba mi niño, pero estaba todo pegado contra las paredes; traje entonces un platón y fui recogiendo de las paredes a mi niño y metiéndolo todo hasta que lo pude tener prácticamente completo dentro del recipiente que había llevado para recogerlo». Me dice luego la señora: «Yo quiero que me digan la verdad». Ella me estaba relatando su memoria trágica, y eso la llevaba a decirme: «Yo quiero que me digan la verdad, yo quiero que me digan por qué dejaron esa granada en el patio de mi casa. Toda esta gente que anda peleando por aquí enfrentados unos con otros, por qué escogieron esta vereda como territorio de guerra, que era una vereda tranquila de campesinos, quiénes eran ellos, quién les dio orden para que vinieran aquí, qué propósito los movía, yo quiero que el Estado me diga la verdad». Y tenía toda la razón al referirse así al Estado, porque el Estado es la institución que nosotros los ciudadanos creamos para garantizar a todos por igual las condiciones de la dignidad.

      En segundo lugar, otra cosa que me parece importante mencionar a propósito del perdón es su relación con la justicia transicional y la justicia restaurativa. Nosotros lo estamos viviendo en Colombia con mucha intensidad y quisiera que los teólogos que participan en la presente publicación pongan este tema sobre el tapete. El perdón entre nosotros, el perdón del Evangelio, no consiste simplemente en decirle a la otra persona, como nos toca hacer en Colombia, «Usted me hizo a mí un mal inmenso, usted mató a mis hijos o usted destruyó nuestro pueblo, pero yo quiero decirle que yo he decidido nunca hacerle mal a usted, puede tener esa seguridad». Esto sería solo un primer paso del perdón. Pero el perdón cristiano no termina ahí; el perdón cristiano es un compromiso personal con la persona que te hizo mal, con esa persona en su oscuridad, prisionera de una ideología y de una locura. Es un compromiso que me lleva a tratar de ayudar a que esa persona se transforme: a mí me importa el perpetrador, y justamente porque comprendo las dimensiones del perdón cristiano, me comprometo en la transformación de esa persona, así como espero —por supuesto— de ella el reconocimiento de lo que hizo, la verdad de su relato y la decisión de reparar. Si no llegamos hasta allí, no estaremos en una sociedad perdonada o que está perdonando, es decir, una sociedad que comprende que hay que darle la mano al que viene de la guerra y hay que trabajar, no para hacer que se pudra en una cárcel toda la vida, sino para restaurarlo como ser humano, para que pueda venir a ser parte de nuestra comunidad —que es lo que hacemos en el camino cristiano, lo que hace Dios con nosotros: que nos recoge en nuestra fragilidad para transformarnos y volvernos realmente seres humanos—.

      Finalmente, quiero decir que la toma de conciencia de la propia dignidad, que es uno de los ejes de los ensayos contenidos en este libro, es también para nosotros el punto ético central desde el cual queremos reconstruir una situación como la colombiana y la base más honda desde la que queremos trazar el camino de la espiritualidad reconstruida. Si algo aprende uno de las víctimas es esta dimensión absoluta de la dignidad. Lo ve cuando percibe el