estrecho y potencialmente —en tanto el concepto no aparece de forma explícita— de las fuentes de la DSN.
Las reacciones a este tipo de proposiciones al interior del campo católico son relevantes de seguir, en tanto permiten advertir la potencial vinculación entre la crítica al nacionalismo exacerbado y la lógica de la DSN —como núcleo ideológico de la Dictadura— que los agentes católicos interpretaban en el contexto inicial del régimen. Así, por ejemplo, en marzo de 1976 el obispo auxiliar de Santiago Jorge Hourton replicaba públicamente a las críticas que Jaime Guzmán había realizado en contra del cardenal Silva Henríquez, en tanto este había asociado en una homilía del 29 de febrero de ese año al nacionalismo con el racismo y el odio de clase, como parte de los “odios colectivos” que alejaban al mundo de la paz. Guzmán, en carta a El Mercurio del 3 de marzo había reivindicado al nacionalismo como “la aplicación del patriotismo y del realismo al campo de la acción pública” y dejaba ver que la crítica al concepto encubría, en la práctica, una crítica al gobierno. Ante tales acusaciones, Hourton consideraba deplorable que Guzmán interpretase la intervención del cardenal “en términos de oposición o ataque al actual gobierno”, y no solo por la impertinencia que ello suponía frente al papel reconocido de la Iglesia como agente de paz y unidad, sino porque “todo gobierno tiene el derecho y deber de advertir a la opinión pública acerca de cuáles son los principios ideológicos en que se inspira; respetando la libertad de cada ciudadano para adherir o no a ellos”. Es decir, Hourton lo que hacía era reconocer la identidad nacionalista de la Dictadura, y ante ella, el papel de crítica que a la Iglesia le cabía, en tanto esta “está obligada a profesar claramente la verdad evangélica y la ley natural, con todas sus necesarias aplicaciones en la moral, social e internacional. Es su forma, la más leal e insustituible, de colaborar en el surgimiento de una nueva cultura, basada en el cimiento propio a todo humanismo cristiano: ‘Todo hombre es mi hermano’”122.
La proyección a escala continental de las aprehensiones en torno a la DSN bien puede ser rastreada en lo fundamental a partir de las menciones que al problema se hacían desde distintas latitudes y escalas del mundo católico, ya directa, ya indirectamente. Así, por ejemplo, desde el Celam a inicios de 1976 se declaraba que “el nacionalismo exagerado dificulta la integración de América Latina, que permanece como un ideal inalcanzable, dificultando la solidaridad entre personas y clases sociales de una misma nación”123. Muy poco después, en el marco de una reunión de obispos del continente en Lima, el cardenal Raúl Silva Henríquez, al referirse a los obstáculos a la integración latinoamericana, expresaba ante sus pares:
No podemos, los obispos del continente, permanecer ajenos a las inmensas dificultades que deben enfrentar nuestros pueblos. Porque, además de la desnutrición, el analfabetismo, la cesantía, que ya son un clamor que denuncia la injusticia, es posible constatar la crisis de los Estados nacionales y la incorporación de la nueva ideología de la seguridad nacional, que tiende a desplazar nuestros propósitos de paz en la justicia para dar paso a la política y la estrategia de la guerra total124.
Menos de un mes más tarde de esta primera mención explícita de la DSN por parte de la Iglesia católica chilena, su aplicación práctica se verificaría en contra de uno de sus más cercanos colaboradores, el abogado de la Vicaría de la Solidaridad Hernán Montealegre K., quien fue detenido por la DINA acusado de colaboración con el Partido Comunista. El hecho derivó en una serie de intercambios públicos entre la Iglesia católica chilena y la Dictadura, representando un nuevo entredicho que oponía a ambas entidades y que seguía confirmando la visibilidad de la institución religiosa como única plataforma de disenso o al menos comentario de la acción política y represiva del Estado. Sin entrar en el detalle de la controversia, es aquí significativo que en una de las misivas hechas públicas por el gobierno, el día 17 de julio de 1976 se anotaba: “El actual gobierno no detiene a nadie sin sólidos fundamentos de seguridad nacional o de orden público”, y si ello se daba en esta ocasión, era por los méritos del acusado, que obligaba a la autoridad “a adoptar las medidas que el bien común, en el campo de la seguridad nacional, por ingrato que esto sea, sin que la conducta de una determinada persona pueda serle imputada a una institución tan respetable como la Iglesia católica”125.
Muy poco después, el efecto de la DSN tomaba un alcance continental en el marco de los denominados “Sucesos de Riobamba”, ocasión en la que 17 obispos católicos de todo el continente —incluidos cuatro con diócesis en Estados Unidos, así como tres mexicanos, tres chilenos, dos brasileños y representantes únicos de Venezuela, Argentina, Paraguay y Ecuador— fueron retenidos por fuerzas militares ecuatorianas, que sospechaban del carácter subversivo de una reunión y que los obispos luego calificarían ante el papa como una instancia “para reflexionar juntos sobre problemas relacionados con la evangelización de nuestras respectivas diócesis en el actual contexto histórico de las Américas”, y solemnemente juraban que “en estas jornadas de estudio no ha habido acciones o discursos o reflexiones relacionadas con temas ajenos a nuestra misión de Pastores”126. Para agravar la situación, a su regreso a Chile los obispos nacionales presentes en Riobamba —Enrique Alvear, Fernando Ariztía y Carlos González— fueron maltratados y hostilizados en el aeropuerto por miembros de servicios de seguridad, en un marco de manifestaciones y carteles en contra de la Iglesia católica crítica de la Dictadura. Al momento de analizar el fondo de la situación, el Comité Permanente del Episcopado, en una declaración hecha pública el 17 de agosto de 1976, expresaba:
Las acciones que denunciamos y condenamos no son aisladas. Se eslabonan en un proceso o sistema de características perfectamente definidas, y que amenaza imperar sin contrapeso en nuestra América Latina. Invocando siempre el inapelable justificativo de la seguridad nacional, se consolida más y más un modelo de sociedad que ahoga las libertades básicas, conculca los derechos más elementales y sojuzga a los ciudadanos en el marco de un temido y omnipotente Estado Policial. De consumarse este proceso, estaríamos lamentando la “sepultura de la democracia” en América Latina, como acertadamente y a propósito de estos sucesos acaba de manifestarlo Mons. López Trujillo, Secretario General del Celam127.
Del mismo modo, el boletín Paz y Justicia —de circulación regional editado en Buenos Aires— junto con dar una total cobertura al episodio de Riobamba expresaba en su editorial que la “‘originalidad’ del episodio ha servido para ver con mayor claridad como muchos hechos que ocurren en otros países del continente tienen una curiosa simetría, y que bajo el concepto absolutizado de la seguridad nacional se pretende complicar la indudable misión profética y evangelizadora de la Iglesia con motivaciones de carácter político-subversivo”128. Por su parte, la Confederación Latinoamericana de Religiosos (CLAR) declaraba el mismo mes de agosto de 1976: “Vemos, con profunda preocupación, cómo en el trasfondo se percibe una ideología que pretende cohonestar cualquier atropello a la persona y a los pueblos, con el pretexto de la llamada “seguridad nacional”. Esta ideología, no dudamos en decirlo, es la más reciente y la más grave amenaza para el futuro de nuestro continente”129.
Por todo lo anterior, es decir, por la aplicación explícita de procedimientos propios de la DSN en contra de la Iglesia católica continental —concebida así por los gobernantes como parte del “enemigo interno”— es que resulta de particular interés en este lugar dar cuenta de algunos rasgos que el debate en torno a la DSN generó al interior del mundo católico. Con ese objetivo el hilo documental bien puede inciarse con el texto del sacerdote belga de larga residencia en América Latina, Joseph Comblin, “La Iglesia y la ideología de la Seguridad Nacional”, publicado por el Servicio de Documentación del Movimiento Internacional de Estudiantes Católicos y la Juventud Estudiantil Católica Internacional, en Lima al finalizar 1976. La reflexión de Comblin —que reunía colaboraciones publicadas en Mensaje de Chile (247, marzo-abril 1976) y Servir de México— declaraba desde un inicio que la presencia de dictaduras militares en América Latina no era accidental o azaroso, sino que expresión de “la creación de un nuevo modelo de sociedad con un sistema de valores nuevo y una nueva concepción del hombre”, que en gran medida por sus prácticas represivas y empobrecedoras se hallaba reñido con los Derechos Humanos. Este antagonismo entre una concepción y otra obligaba de algún modo a la crítica católica de la DSN, en tanto los DD.HH. eran “un ‘ministerio’ de la Iglesia” sancionado por múltiples declaraciones