Alberto S. Santos

Amantes de Buenos Aires


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testamento?

      –Está guardado en una caja de seguridad. Mi abuelo no tenía dudas de que los robos apuntaban a obtener ese documento, por eso lo protegió.

      –¿Y la policía? ¿Tu abuelo no hizo la denuncia?

      –Por supuesto que la hizo. Pero antes de declarar apareció muerto.

      –¿Cómo murió?

      –De muerte natural. Eso fue lo que dijo el médico. Pero a mí nadie me convence de que no hubo intervención de terceros.

      –¿Por qué?

      –Esa es la cuestión. Ese testamento es el acceso directo a una increíble fortuna española, con sede en Galicia. Una empresa del sector de la indumentaria, con presencia en todo el mundo.

      –¿Cuál?

      –Traba.

      –¿En serio? –Raquel abrió los ojos asombrada–. ¿De las tiendas Traba que están por todos lados?

      –Sí, esas. Sucede que la empresa pasó a estar dirigida por los sucesivos herederos del testador, que con posterioridad tuvo otro hijo. Sin embargo, será total y definitivamente de ellos cuando exista la certeza de que se cerró el ciclo de la segunda generación de la heredera sin que la fortuna haya sido reclamada.

      –Interesante, pero no entiendo qué tiene que ver conmigo.

      –¿Todavía no te diste cuenta? Mi abuelo llegó a la conclusión de que Cleide, tu abuela, era la hija de ese hombre. Y que tú eres la segunda generación.

      Raquel estaba aturdida, como si un torbellino de emociones le diera vueltas en la mente. Se reclinó en la silla, estirando las piernas y los pies. Su pecho volvió a agitarse. Márcio percibió que se había puesto pálida, por lo que llamó al mozo para pedirle un vaso de agua.

      –Perdón, pero ¿cómo tenés certeza de todo eso? –le preguntó ya más tranquila, después de tomar el agua.

      Antes de que Márcio pudiera responderle, el mozo se dirigió a Raquel:

      –Señorita, tiene una llamada en la recepción. El señor Marcelo Pérez dice que necesita que lo atienda con urgencia.

      –Muchas gracias; por favor, dígale que ya le devuelvo la llamada, que estoy en una reunión que no puedo interrumpir.

      Márcio hizo una pausa y prosiguió, satisfecho ante la reacción de su interlocutora.

      –No tengo la certeza. Mi abuelo no tuvo tiempo de explicarme cómo llegó a esa conclusión, porque murió de repente.

      –Entonces, ¿por qué me buscaste?

      –Porque él había identificado quién era Cleide y dónde había vivido. Y, con la ayuda de unos amigos míos de la Embajada de Portugal, descubrí que eres su nieta, la única descendiente viva. Finalmente, somos compatriotas, ya que tienes ascendencia portuguesa. Tu abuela nació en Oporto, como sabes.

      –¿Y por qué viajaste para decirme todo esto? ¿Y con tanta urgencia?

      El aspecto jovial y despreocupado de Márcio se volvió más serio. Ese era el tema crucial, ya que si, como pensaba, sus sospechas eran ciertas, eso los unía a ambos en un trágico destino.

      –Como te imaginas, si alguien eliminó a mi abuelo para evitar que se conociera el testamento o que se lo ejecutara, el que lo hizo no va a quedarse tranquilo hasta no saber dónde está ese documento o hasta que no elimine a los herederos, si descubre que existen. ¡Si es que ya no lo sabe!

      Raquel se quedó helada. La historia parecía tener cierto sentido y hasta encajaba con las dudas y los interrogantes de su abuela acerca de su padre.

      –¿Y qué sugerís?

      –Que vengas a Oporto para ayudarme a desentrañar el enigma.

      Raquel no pudo evitar una desconcertante carcajada. No le bastaba el dilema que tenía entre manos, entre quedarse dirigiendo la librería que tanto quería y seguir a su futuro marido a los Estados Unidos, que además ahora le surgía esa propuesta de locos.

      De repente, miró el reloj: eran las dos menos cuarto. “¡Carmela, el almuerzo!”. No bien encendió su teléfono, hubo una segui­dilla de chillidos anunciando las decenas de mensajes y llamadas perdidas que había recibido durante su charla con Márcio.

      –¿Puedo ayudarte? ¿Quieres que te alcance a algún lado?

      –No, gracias. Lamentablemente no me podés ayudar. No sé ni siquiera para dónde voy. Pero, de todas formas, me tengo que ir ya, tengo muchas cosas que hacer.

      –¿Y nuestro tema?

      Raquel le dio una tarjeta con su número de teléfono celular.

      –Llamame, así me explicás cómo te hiciste esa cicatriz en el cuello –dijo y salió del hotel corriendo hacia el lugar donde había estacionado su Fiat 600, mientras Márcio la veía desaparecer, de pie en medio del salón, con la tarjeta en la mano.

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