Juan Bautista Durán

Tantas cosas dicen


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Umbral cogió una silla y se sentó, mientras Pauline trataba de convencerlo.

      La respuesta de Umbral fue negativa. «¿Dónde se aloja usted?», le preguntó. A Pauline le llamó la atención la pregunta, y más todavía su continuación, al indicarle dónde estaba el hotel: «Mañana iré a verla, pues, después de comer, a eso de las tres y media. Hoy vino en muy mal momento.»

      ¿Lo cogió escribiendo?, se preguntaba Pauline, y ¿por qué tantos rodeos, entonces? Pudo haberle dicho que pasara más tarde, a tal o cual hora, puesto que lo cogió trabajando. Pero nada de eso. Umbral era una fiera por domesticar, o por lo menos a eso jugaba, si la ocasión era propicia. Jean-Luc, por teléfono, le dijo que aquel tío era un capullo, y le recordó de pasada que Monsieur Caravate le mandaba hacer el trabajo sucio. ¿Quién quería hablar con Umbral? Claro, por eso Caravate le propuso estudiar su obra e ir a entrevistarlo, para quitarse trabajo de encima y, sobre todo, molestias. Pauline estaba por reconocer que Jean-Luc llevaba razón, pero no le gustaba que le hablara así, en absoluto, ella quería que se rieran juntos y le diera ánimos. Era una buena estudiante, estaba terminando la carrera… ¿acaso no debía arriesgar? «La cultura es un ejercicio circense en el sentido de que se obtiene domesticando a una fiera.» Pensó que si llamaba a Monsieur Caravate a lo mejor le echaba una mano, le daba algún consejo para el día siguiente, si es que Umbral se presentaba. Tuvo su número en la mano; sólo la echó para atrás, al final, el rechazo que le transmitía Jean-Luc.

      Le comentó a doña Adela que al día siguiente, después de comer, iba a recibir a Francisco Umbral, si había algún espacio en el hotel donde le pudiera hacer la entrevista más a gusto. Doña Adela, muy sonriente, le dijo que podían ponerse en la salita contigua al salón donde se servían los desayunos. Había un tresillo, con una mesa baja en medio y un par de cuadros paisajísticos en la pared. La doña, al mostrársela, puso una mirada pícara, como diciendo «a ver si es cierto que va a venir». Y no sólo fue, sino que además llegó puntual.

      Las horas anteriores Pauline se dio un paseo por los aledaños del hotel, y luego, menos nerviosa que la mañana anterior, revisó tanto las preguntas que iba a hacerle a Umbral como algunos textos suyos. No había en ella ni pizca de rencor. Su habitación tenía un armario, la cama y un par de sillas, una de las cuales hacía las veces de mesilla de noche. Leyó tumbada en la cama varias páginas seguidas de Mortal y Rosa, todo el rato en alto, ya que pensaba que su acento era demasiado francés, y que eso, quizá, fue lo que puso en guardia el otro día a Umbral. Leía pausadamente, con tal de vocalizar bien cada palabra y no trabarse. No quería que una pregunta a medias le impidiera sacar la información deseada. De pronto, repetía cuatro veces la misma frase: «Pelar una naranja, descortezar el mundo, desenredar el seno de una momia adolescente.» «Pelar una naranja, descortezar el mundo, desenredar el seno de una momia adolescente.» Etcétera. Y continuaba: «Me como una naranja y tengo un día anaranjado.» Empezó una carta, también, que no terminó. Era para Jean-Luc y le describía Madrid, al igual que un año antes le había descrito Logroño. Le contaba que en un rato iba a llegar Umbral, que estaba convencida de su llegada, porque un hombre como aquél, en cuyos libros mostraba grandes dotes, no podía fallarle dos veces seguidas.

      Lo esperó en recepción desde las tres y veinte, charlando con doña Adela acerca del prosaico. Los consejos que no pudo darle Monsieur Caravate se los daba la doña, que a su edad, y siendo española, algo sabía de cómo tratar a hombres de esa calaña. «Que no te tome el pelo, sobre todo, eres muy joven para andar con gente así.» ¿Así? Umbral apareció en ese instante bajo el dintel de la puerta, con su atuendo habitual, es decir, abrigo largo, bufanda y gafas de pasta. Lo demás quedaba cubierto. Pauline dio un paso adelante para saludarlo, y él, desentendiéndose del saludo, exclamó que hotel más cutre no lo iba a encontrar en Madrid.

      Lo condujo a la salita donde tenía que entrevistarlo, y Umbral, según se desabotonaba el abrigo, repitió su curiosa apreciación. «Hotel más cutre no lo vas a encontrar en Madrid.» En la salita estaba todo en orden. Con la ayuda de doña Adela, Pauline había puesto el tresillo de un modo simpático, adecuado para la entrevista, y en la mesa baja, junto a la grabadora, su libreta y el ejemplar de Mortal y Rosa, había dos vasos limpios y una botella de agua. «Póngase cómodo, señor Umbral.» «¿Aquí?», dijo él, observando el espacio. Se quedó varios segundos mirando los cuadros paisajísticos, sin sentarse. «Sí, claro —dijo Pauline con una voz demasiado inocente—. Doña Adela nos cedió esta sala para estar tranquilos.» Los cuadros le parecían horribles, dijo Umbral, cutres a más no poder. «Quiero ir a la habitación.» Su voz resonó malignamente entre las cuatro paredes, y Pauline, angustiada, se quedó en silencio.

      Lo peor sería que aquel hombre, de pie en medio de la sala, repitiera que quería ir a la habitación antes de que ella respondiera. Los ecos de su voz cavernosa se sumarían. Pauline sólo tenía que sacarle cuatro ideas, cuatro frases bonitas, similares a las de sus libros. No podía volver a Lyon con esa versión de Umbral, nada más, sin su voz crítica. ¿Qué diría Monsieur Caravate? ¿Y Jean-Luc? Le preguntó a doña Adela si había algún inconveniente en hacer la entrevista en la habitación, ya que así lo quería el señor Umbral. «Allá tú», dijo la doña.

      La entrevista fue breve, más de lo previsto, pero afortunadamente se grabó bien en el aparato. Pauline apenas pudo sacarle un par de ideas interesantes. Sentía que a cada momento el tiempo se aceleraba, y las palabras, que tan bien pronunciaba antes, volvieron a trabársele. Umbral no se quitó siquiera el abrigo; se sentó en una de las sillas de la habitación, enfrente de Pauline, sentada en la otra, y respondió durante poco más de cinco minutos a sus preguntas. Dijo que en su juventud escribir novelas era una profesión, y muy honrada, además, pero que en el futuro no veía demasiado claro cuál sería la tarea del escritor. «Si mi obra es recordada —añadió—, lo será gracias al estilo, porque el escritor se hace a través del estilo. Se me recordará también como cronista de la revolución sexual.» No quiso valorar la labor de sus traductores, en cambio, y al ser preguntado por sus referentes literarios, se puso de pie, colérico, diciendo que todo el mundo, y le parecía que Lyon formaba parte del mundo, sabía cuáles eran sus referentes. «Eximio escritor y extravagante ciudadano —dijo—. Así calificó un jefe del Gobierno a Valle-Inclán, y así soy yo.» Luego se fue.

      Abrió la puerta y se largó sin decir adiós. Pauline pudo escuchar cómo murmuraba algo atronadoramente, que hotel más cutre no había en Madrid, quizá, o que aquello había sido una pérdida enorme de tiempo. Pauline sintió un gran alivio al verlo partir, y agradeció, sobre todo, que al salir no diera ningún portazo. El tiempo se detuvo de golpe. La grabadora todavía estaba en marcha, encima de la cama. Sólo se escuchaba ahora la cinta al rodar. Le entraron ganas de volver a casa, de ver a Jean-Luc y contarle lo que hizo.

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