con sede en Italia entre 843 y 924, e interpreta la asunción del título en 962 por parte de Otón I como la fundación de un nuevo imperio «germano».64 Aunque la Francia oriental y la Francia occidental no se separaron de forma definitiva hasta 887, ninguno de los reyes carolingios con sede en París reclamó nunca para sí el título imperial. La singularidad del imperio estaba demasiado arraigada en el pensamiento político cristiano. Solo podía haber un emperador, del mismo modo que tan solo había un Dios en el cielo.
La política pragmática reforzó esta idea. Durante la mayor parte del Medievo, el imperio siguió siendo su propio mundo político. Durante los cuatro primeros siglos de su existencia, Bizancio y Francia fueron los únicos outsiders de importancia y la segunda quedó bajo la soberanía de reyes carolingios hasta 987, fecha en que se extinguió el linaje regio franco-carolingio de occidente. No hubo amenazas externas de importancia contra el imperio desde la derrota de los magiares en Lechfeld en 955 hasta la llegada de los mongoles en torno a 1240… y estos últimos, por fortuna, dieron media vuelta antes de poder causar daños significativos. Todos los demás gobernantes podían ser considerados periféricos tanto respecto al imperio como respecto a la cristiandad en general. Incluso cuando el territorio imperial se redujo, seguía siendo mucho más extenso que el de ningún otro monarca latino (vid. Capítulo 4).
Los conceptos francos dotaron al imperio de características importantes y le proporcionaron una fuerte continuidad ideológica, que, en último término, contribuyó a su incapacidad de adaptarse a las nuevas ideas políticas surgidas en Europa hacia el siglo XVIII. Aunque diferente en muchos aspectos, la antigua Roma tenía un aspecto sorprendentemente moderno. Los romanos consideraban su imperio un Estado unitario habitado por un pueblo común que había subsumido identidades previas por medio de la aceptación de una ciudadanía común. Por el contrario, los francos y sus sucesores imperiales eran más parecidos a otros emperadores premodernos como los de Persia, India, China y Etiopía, que se consideraban a sí mismos «rey de reyes», que gobernaban imperios compuestos de reinos diversos habitados por pueblos diferentes.
Esta era una fuente de gran fortaleza para los francos y para sus sucesores. Significaba que el título imperial seguía teniendo prestigio y suponía un objetivo mucho más realista que tratar de establecer la hegemonía directa sobre los súbditos de otros gobernantes. Pueblos y tierras solo estaban sometidos de forma indirecta al emperador, cuya autoridad se ejercía por mediación de una serie de señores de categoría inferior. Esta jerarquía se hizo más extensiva, en particular con los Hohenstaufen, y, con el tiempo, más compleja y rígida una vez comenzó a fijarse a partir del siglo XV por medio de una copiosa documentación escrita e impresa. Este aspecto, si bien en último término obstaculizó la adaptación al cambio, lo cierto es que proporcionó coherencia, pues estatus y derechos dependían de que cada señor o comunidad continuase perteneciendo al imperio. También hacía indeseable la creación de una monarquía nacional, pues el imperio se definía como una unión de muchos reinos, no un único reino.
Paz
Al igual que en otros imperios, se esperaba del emperador que preservase la paz. Carlomagno, al presentar la paz como el fruto de la justicia, fundió los ideales de merovingios y tardorromanos. Los Hohenstaufen y los salios impusieron un estilo de reinado más activo y revirtieron el argumento de la Iglesia de que una buena gobernanza era condición necesaria para la fe y la justicia.65 Este cambio no debe confundirse con una medida deliberada para la construcción del Estado. Hasta el siglo XVIII, los europeos no asumieron la noción moderna de progreso, que consideraba al futuro una versión mejorada del presente, algo que fomentaba tanto la creación de nuevas utopías como la expectativa de que la política pudiera construirlas.66 Hasta entonces, la gente solía concebir el futuro en términos de salvación y de ideales seculares de fama y reputación póstuma. Podían quejarse de problemas del presente, tales como desorden, enfermedades y mal gobierno, pero los consideraban desviaciones con respecto a un orden idealizado y esencialmente estático. La discrepancia entre ideal y realidad no era demasiado problemática, dado que se consideraba expresión de la imperfección de la existencia humana y terrenal. Se esperaba del gobernante que fuera la encarnación de la armonía idealizada (concordia) y que lo manifestase por medio de acciones cargadas de simbolismo.
El énfasis en el consenso continuó siendo fundamental en la política del imperio hasta 1806, pero sería erróneo reemplazar el relato anterior que retrata a los emperadores como constructores fracasados de Estados por otro que les presente como honestos mediadores de paz.67 Casi todos los hombres que gobernaron el imperio antes del siglo XVI fueron guerreros victoriosos y muchos de ellos debían su posición a haberse impuesto sobre rivales domésticos.
Libertad
De igual modo, no debemos confundir las apreciadas libertades del imperio con el ideal moderno y democrático de Libertad. Este último deriva su inspiración de la Roma republicana y de las antiguas ciudades-Estado griegas, ninguna de las cuales desempeñó un papel de importancia en el legado clásico que asumió el imperio. Por el contrario, la cultura guerrera de los francos poseía un ideario notoriamente premoderno de libertades locales y particulares, que comenzó a conformar el imperio como una jerarquía de estatus y distribuía el capital político y social de forma desigual entre la sociedad. La coronación y la misión del emperador lo elevaban por encima de otros señores, pero estos todavía conservaban un papel en su ascenso al trono real. El éxito conquistador de los francos nutrió una cultura de poder aristocrático de la que los monarcas carolingios nunca pudieron escapar. Ningún rey podía permitirse ignorar por mucho tiempo a sus nobles principales. Por otra parte, estos raramente trataban de deponer al rey o establecer su propio reino independiente. Como veremos en el Capítulo 7, la aristocracia carolingia y la otónida dejaron pasar reiteradas oportunidades de desmembrar el imperio en algunas fases de gobierno real débil. Las rebeliones buscaban la influencia individual, no formas alternativas de gobierno.
La libertad más importante era el derecho de los señores a participar en las grandes cuestiones imperiales y a tener voz en la formación del consenso político. La historia política del imperio, más que como una batalla constante entre centralismo e independencia principesca, se comprende mejor como el largo proceso de delineación, fijación y precisión de tales derechos. Como explicaremos con mayor detalle en el Capítulo 8, estas graduaciones se hicieron más pronunciadas a partir de finales del siglo XII, cuando se da la distinción fundamental entre aquellos que están «en inmediatez imperial» y aquellos cuya relación con el emperador la mediatizaban uno o más niveles intermedios de jerarquía señorial. Durante los cinco siglos siguientes, la inmediatez quedó firmemente asociada con el reinado sobre territorios cada vez más diferenciados, así como sobre sus súbditos mediados. Mientras tanto, aquellos que disponían de inmediatez compartían derechos políticos comunes que, a partir de finales del siglo XV, empezaron a ejercerse a través de instituciones formales.
Libertades y estatus eran corporativos, en el sentido de que eran compartidos por los miembros de un grupo social legalmente reconocido, como por ejemplo el clero. También eran locales y específicas y variaban de un lugar a otro del imperio, incluso entre aquellos que tenían, en teoría, el mismo rango social. Pero, en lo fundamental, estas libertades y estatus relacionaban de un modo u otro a todos los habitantes con el imperio, que constituía la fuente última de las libertades individuales o comunales. La jerarquía imperial no era una cadena de mando, sino una estructura de múltiples estratos que permitía a individuos y grupos desobedecer una autoridad al tiempo que seguían profesando lealtad mutua. Ejemplo de esto fue la negativa de los condes Frederick y Anselm a unirse a la rebelión de su inmediato señor, el duque Ernesto II de Suabia, contra Conrado II en 1026: «Si fuéramos esclavos de nuestro rey y emperador, y sujetos por él a vuestra jurisdicción, no se nos estaría permitido separarnos de vos. Pero ahora, dado que somos libres y consideramos a nuestro