Alek Popov

Kara y Yara en la tormenta de la historia


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de crecer ahora… —se justificó el Arbusto—. Tiene que haber un palo en forma de Y, blanquecino. Es la señal.

      El Clavo, maldiciendo, se puso a hurgar entre las ortigas.

      —¿Hacia dónde apunta el extremo corto?

      —¡Y yo qué sé! Hacia allí…

      —¡Cuenta otros sesenta pasos!

      El Clavo salió de las ortigas frotándose las manos enrojecidas. El Arbusto correteaba alegre detrás de él.

      —¡Aquí está! ¡Lo hemos encontrado!

      Alzó la mirada hacia las ramas del imponente abeto que se cruzaban como una bóveda sobre sus cabezas. La idea revolucionaria de almacenar las provisiones en los árboles era del Bidón. De esta manera, decía, no las encontrarían los jabalíes. «¿No se caerán?», preguntaba preocupado el Arbusto. «Descuida», respondió el Bidón. Dicho y hecho. El Bidón subió al árbol incluso la lata de aceite, envolviéndola en algo para que no brillase y no atrajera la atención.

      El Clavo miró primero el abeto, después al Arbusto y suspiró.

      Apoyó el fusil en el tronco, se frotó las manos y empezó a subir. Las acículas verdes lo envolvieron y se fue abriendo camino entre las ramas hasta perderse de vista por completo. «¡Qué idea más ingeniosa tuvo el Bidón! —pensaba el Arbusto—. ¿Dónde estará ahora su pobre cabeza?». Se apartó juiciosamente por si alguno de los sacos le caía encima. Transcurrieron varios minutos. El Clavo había subido tan alto que ya no se le oía. ¿Sería capaz de lograrlo ese jovencito? El Bidón era más fuerte… Al cabo de un rato las ramas que estaban encima de su cabeza volvieron a crujir.

      El Clavo aterrizó de un salto, cubierto de rasguños y furioso.

      —¡Nada!

      —¿Cómo? —El Arbusto dio un paso atrás.

      —¡¡Arriba no hay nada!! —repitió el Clavo apretando los puños.

      —El palo… —tartamudeó el enano—. ¿Estás seguro de que el palo apuntaba hacia aquí?

      —¡Tú, mala hierba! ¡Cardo borriquero, liquen despreciable…, escoria!

      ***

      Extra Nina estaba sentada en la hierba limpiando el cañón de su carabina con un esmero taciturno. Tenía las manos manchadas de lubricante. Mónica y Gabriela se le acercaron en silencio y se acomodaron a su lado sin decir palabra. La baqueta entraba y salía del cañón con un ruido sibilante. Por fin Mónica reunió coraje y dijo tímidamente:

      —Dimitrichka…

      —¿Cómo te atreves? —Extra Nina le lanzó una mirada terrible—. ¡No me llames nunca así!

      Sin decir nada más, se levantó y se trasladó unos diez metros más allá para seguir con la limpieza de su arma. Las chicas intercambiaron miradas confundidas. «¿Qué diablos pasa?», pensó Medved, que había seguido la escena con interés.

      En ese momento a su espalda hubo cierto movimiento.

      —¡Permítame informar, camarada kombrig!

      «El gran comandante —solía repetir el coronel Dovlátov, profesor de preparación táctica general— es capaz de aceptar con la misma tranquilidad tanto las pequeñas derrotas como las grandes». Medved recordó con claridad sus palabras cuando el Arbusto y el Clavo comparecieron ante él para informarle de que no habían encontrado la comida. «El gran comandante no revela lo que ocurre en su corazón. Sus rasgos no tiemblan, igual que la cara de Lenin, dormido en su mausoleo, iluminado por el resplandor interno de la Revolución».

      —O sea, que no la habéis encontrado —dijo con los ojos entornados Medved.

      —Afirmativo, camarada kombrig. No la hemos encontrado —repitió el Clavo—. La culpa es de este idiota. Se le ha olvidado dónde han escondido la comida. ¡Se merece que lo empalemos como una codorniz asada!

      El Clavo hablaba desde el corazón. Pero el Clavo no era comandante. Empalar al Arbusto no iba a cambiar sustancialmente la situación táctica, exceptuando tal vez la breve satisfacción moral. «El gran comandante no tiene tiempo de ajustar cuentas personales —les enseñaba Dovlátov—. El gran comandante solo tiene que ajustar cuentas con la historia».

      —Camarada Elín —pronunció con frialdad Medved—. Me decepciona.

      ¡Era el único que lo llamaba Elín! Y había traicionado su confianza. El dolor era insoportable. Tal vez sus compañeros tuvieran razón cuando pensaron que era indigno de un nombre tan bello. ¡Merecía ser «el Arbusto» el resto de sus días!

      —Me… me acordaré… —empezó a farfullar el enano—, ¡me acordaré sin falta!

      Pero Medved ya no lo escuchaba. Se volvió hacia el destacamento y ordenó:

      —¡Que se abran las RIA!

      La reserva intocable de alimentos (RIA) eran dos trozos de pan duro y una pizca de azúcar envueltos en un paquete que todo partisano debía llevar en su mochila. Se procedía a su apertura solo por orden expresa del comandante. Dos semanas antes Medved había inspeccionado las mochilas y había comprobado con satisfacción la existencia de los paquetes. El propio comandante contaba con una RIA especial que le permitiría aguantar una semana entera en régimen de «supervivencia autónoma». Contenía catorce pequeñas pastillas de sustancia alimenticia altamente energética (SAAE), creada, por cierto, en el mismo laboratorio que había producido el veneno de vanguardia RN337. Aquel insípido y grasiento compuesto que parecía lubricante congelado sería la base de los futuros alimentos para cosmonautas. A Medved le contrariaba tener que gastar esta inestimable reserva en una situación tan estúpida, pero no tenía otra opción.

      «El gran comandante —enseñaba Dovlátov— acepta la estupidez humana como un fenómeno natural. ¿Acaso te puedes enfadar con el viento por haber tirado tu chimenea?».

      Se dio la vuelta y se metió inadvertidamente el cubito de color marrón oscuro en la boca. Dejó que se reblandeciera, lo aplastó y lo puso debajo de la lengua. Cuanto más lentamente lo chupaba, mejor se asimilaban las calorías.

      —¿Y tú por qué no comes? —se dirigió Medved a un partisano llamado Svilen, que observaba el paquetito de RIA con cara de tonto.

      —Pues yo… ya he comido.

      —¿Cuándo has comido? —preguntó el comandante invadido por un mal presentimiento.

      Svilen bajó la mirada. Medved le quitó el paquete de las manos y lo abrió.

      —¿Y eso? —murmulló sin dar crédito a sus ojos.

      En su interior había dos trozos de corteza de pino y una bellota.

      El comandante levantó la vista y vio que casi nadie comía. Los partisanos, culpables, evitaban su mirada. Algunos incluso fingían estar dormidos. Extra Nina seguía hurgando con la baqueta en el cañón de su carabina. Medved se sintió trágicamente solo, con el terrón de SAAE derritiéndose bajo su lengua.

      —¡Camarada kombrig!

      Una mano se alzó insegura.

      —Permítame que haga autocrítica.

      —¡Adelante!

      «Si no hay pan, os alimentaré con autocrítica», pensó Medved con malicia.

      —Yo —empezó Bótev con voz gangosa— he formado parte de una irresponsabilidad colectiva. En lugar de informar a la dirección de los peligrosos procesos que se desarrollaban delante de mis ojos, he preferido participar en ellos influido por factores naturales inconscientes como el hambre y la glotonería. No busqué apoyo en la teoría y la práctica de las grandes enseñanzas de Marx, Lenin y Stalin, no impulsé una discusión sobre los problemas…

      Las chicas volvieron a arrimarse a Extra Nina y se sentaron a su lado.

      —Tenemos