te ha pasado en la mano? –le preguntó Poppy a Nathan, mirándole la mano.
–¡Vaya! Es mejor que vaya a lavarme.
–Es demasiado tarde –replicó Isolda–. Es el jugo de una nuez –añadió, para explicárselo a Poppy.
–Volveré enseguida –dijo Nathan, subiendo los escalones de dos en dos.
–Un joven como ése me hace desear ser treinta años más joven –confesó Poppy, con un cierto brillo en los ojos–. Por cierto, estaba pensando en la manera de traerte aquí para que lo conocieras.
–¿Sí? ¿Por qué?
–No le digas nada, pero él te vio pasar y me preguntó quién eras. Tengo la impresión de que estaba ansioso por conocerte. No le digas que yo te lo he dicho.
–Te prometo que no lo haré. ¿Cuánto tiempo lleva aquí?
–Vino el jueves –respondió Poppy. Aquel día era sábado.
–¿Qué hace? ¿Está de vacaciones? Me ha dicho que tiene la intención de quedarse varias semanas, lo que no me sonó mucho como unas vacaciones.
–Se ha traído un ordenador portátil, así que supongo que debe tener algo que hacer.
Isolda se sintió muy halagada al saber que sólo una mirada había bastado para que él se interesara por ella. No era el primero, pero de todos modos le había agradado. Cuando estaba a punto de preguntarle a Poppy cómo él la había descrito, Nathan bajó por la escalera.
–¡Es increíble! No sale ni frotando. Me pregunto por qué alguien no lo ha patentado ya como bronceador instantáneo.
–Al final se quita. ¿Podrás soportarlo unos días?
–He soportado cosas peores. Vamos a darle las noticias a la perra. Si es una buena chica, tiene aseguradas casa y comida de ahora en adelante. Dios la bendiga –le dijo a Poppy, con una irresistible sonrisa–. Tiene un alma bondadosa y algún día recibirá su recompensa por ello.
–Nunca me hubiera creído que aceptara a un perro vagabundo en la casa –dijo Isolda, cuando salían por la puerta–. Es dura de pelar, pero tú has conseguido que te coma de la mano.
–Y tú también. Ella cree que eres una chica estupenda. Me lo dijo cuando le pregunté quién eras. Si ella no hubiera estado en la misma habitación habría tenido que salir a la calle a preguntártelo a ti.
–¿En vez de saltar por el muro?
–Ése fue un golpe de suerte. Yo estaba en el jardín y oí al como–se–llame ése llamar a Isolda. Así me ahorré esperar hasta que Poppy consiguiera presentarnos.
–Ella se creía que ésa iba a ser su sorpresa.
–Y así habría sido, pero yo no quería esperar un minuto más para conocerte –dijo él, mientras llegaban ya a los cobertizos. La perra empezó a lloriquear–. «Sólo la vi pasar…»
Con aquella cita, Nathan dejó a Isolda sin palabras, ya que ella conocía como seguía. «…Y podría amarla hasta la muerte…» Era imposible que aquello fuera lo que él había querido decir. Pero Nathan sonrió, y ella le devolvió la sonrisa.
–Espero que no arme este lío por la noche, o Poppy la echará a la calle –añadió él–. Llegaremos a un acuerdo, Baby y yo. Nos conformaremos con un gruñido y un ladrido en la privacidad del ático.
La perra respondió meneando la cola tan enérgicamente que Isolda dijo:
–Ten cuidado con todos los adornos de Poppy. Esa cola podría limpiar una mesa de una sola pasada.
–No hay mucho que tirar al suelo en el ático. Y guardaré lo poco que hay. ¿Quién es tu veterinario?
–Voy a llamar. ¿Te quedarás tú con ella?
–Claro –respondió él, rascando la cabeza y luego la espalda de la perra, de una manera que pareció relajar completamente al animal.
Isolda estuvo a punto de decirle que tenía un toque mágico, pero no lo hizo. Sin duda él sabía cómo apaciguar a un animal asustado, pero dudaba que el que le tocara a ella la espalda tuviera el mismo efecto hipnótico. Aquel hombre rezumaba sensualidad.
Cuando la recepcionista de la consulta del veterinario respondió el teléfono, Isolda le dio su nombre y explicó la historia de la perra y le dijo que quería llevarla para que la miraran. Después de agradecer que le hubieran dado una cita enseguida, colgó el teléfono.
–¿Qué perra? –preguntó una mujer detrás de ella.
–No te preocupes, ya le he conseguido casa –dijo Isolda, saliendo enseguida para ir al cobertizo y hablar con Nathan–. Nos atenderán ahora.
Ella tenía el coche al lado del garaje. La perra no se separaba de sus talones, pero al llegar al coche retrocedió.
–Cree que la vamos a abandonar de nuevo –dijo Isolda, poniendo al animal en el asiento de atrás.
–Tranquila, Baby –la tranquilizó Nathan, echándose enseguida a toser. El interior del coche apestaba a insecticida.
–Es polvo matapulgas. Es mejor prevenir que curar –replicó Isolda.
–Creo que preferiría haberme arriesgado. ¿Está lejos ese veterinario?
–A unos diez minutos de aquí. Hoy no ha sido un día muy bueno para ti, hasta ahora. Primero el jugo de las nueces y ahora el polvo matapulgas –bromeó ella, mientras arrancaba el coche.
–Ha sido el mejor de los días. Te he conocido. ¿Oyes eso, Baby? Éste es el día en que se consiguen los deseos. Yo estoy seguro de ello.
En aquel momento, una anciana, vestida de negro y con el pelo recogido, salió de la casa, dirigiéndose hacia el coche.
–¿Quién es? –preguntó Nathan.
–Es Annie.
–¿Tu vieja niñera? Poppy también me habló de ella.
–Annie es como de la familia. Me oyó llamar por teléfono y quiere saber con quién voy a dejar a la perra. Cuando le diga que va a estar en casa de Poppy, no se lo va a creer. Pero tendrá que esperar, tenemos que irnos al veterinario.
No eran horas de consulta, por eso la sala de espera estaba vacía. La rubia de la recepción saludó a Isolda y luego se le iluminaron los ojos al ver a Nathan. Él llevaba a la perra, por lo que la mujer salió de detrás del mostrador para hacerle mimitos al animal.
–¿Quién es éste precioso muchachote?
–Si estamos hablando del animal –dijo Isolda, mientras la joven se echaba a reír–, entonces es una preciosa perra.
–Claro que sí. El señor Simkins dijo que pasarais.
El veterinario miró al animal con menos admiración y dijo:
–Los centros de acogida de animales están llenos de perros abandonados como ésta. Tiene suerte de que la hayáis recogido.
Cuando la pusieron encima de la mesa, la perra se echó a temblar. Nathan le puso una mano encima, por lo que el animal no le apartó los ojos de encima. El veterinario era un hombre casado, pero tenía una debilidad con Isolda y normalmente le dedicaba toda su atención. Sin embargo, aquella tarde, se dirigió a Nathan. Isolda no estaba acostumbrada a ser ignorada, pero le sorprendía que el aire de autoridad de Nathan fuera lo suficientemente magnético como para atraer la atención del veterinario de aquella consulta.
La perra iba a tener el tratamiento completo. Necesitaba que le limpiaran los dientes, que demostraron que tenía aproximadamente dos años. Tuvieron que limpiarle la cera de los oídos, pero el corazón estaba fuerte y no tenía infecciones en el estómago. Estaba mal nutrida, pero no tenía síntomas de enfermedad, por lo que tras ponerle las vacunas, el veterinario le dio carta de libertad, insistiendo