Arthur Conan Doyle

Sherlock Holmes: La colección completa


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la trágica conclusión de nuestra visita a Devonshire, mi amigo se había ocupado de dos asuntos de extraordinaria importancia; en el curso del primero puso de manifiesto la conducta atroz del coronel Upwood en relación con el famoso escándalo de los naipes del Club Nonpareil, mientras que con motivo del segundo defendió a la desgraciada Mme. Montpensier de la acusación de asesinato que pesaba sobre ella en relación con la muerte de su hijastra, Mlle. Carère, una joven que, como se recordará, apareció seis meses más tarde en Nueva York, después de haber contraído matrimonio. Mi amigo se hallaba de excelente humor debido a los éxitos conseguidos en una sucesión de casos difíciles a la vez que importantes, y no me fue difícil empujarle a que repasara conmigo los detalles del misterio de Baskerville. Yo había esperado pacientemente a que se presentara la oportunidad, porque sabía muy bien que Holmes no permitía nunca la superposición de casos, y que su mente, tan clara y tan lógica, no abandonaba nunca el trabajo presente para ocuparse de recuerdos. Pero Sir Henry y el doctor Mortimer se hallaban en Londres, a punto de emprender el largo viaje recomendado al baronet para restablecer sus nervios destrozados, y nos habían visitado aquella misma tarde, lo que me permitió sacar a relucir el tema con toda naturalidad.

      —Desde el punto de vista de la persona que se hacía llamar Stapleton —dijo Holmes—, el plan que había urdido era de una gran sencillez, si bien para nosotros, que al principio carecíamos de medios para averiguar el motivo de sus acciones y sólo disponíamos en parte de los hechos, resultara extraordinariamente complejo. Yo he tenido además la suerte de hablar en dos ocasiones con la señora Stapleton, por lo que el caso está totalmente aclarado y no queda ya secreto alguno. En el apartado Bertha de la lista de mis casos, que llevo por orden alfabético, encontrará algunas notas sobre este asunto.

      —Quizá sea usted tan amable como para esbozarme de memoria el curso de los acontecimientos.

      —Claro que sí, aunque no le garantizo que conserve todos los datos en la cabeza. Es curioso cómo la intensa concentración mental consigue borrar el pasado. El abogado que cuando conoce un caso con pelos y señales es capaz de discutir con los expertos en el tema, descubre que le bastan una semana o dos de un trabajo nuevo para que olvide todo lo que había aprendido. De la misma manera cada uno de mis casos desplaza al anterior y Mlle. Carère ha desdibujado mis recuerdos de la mansión de los Baskerville. Mañana quizá se me pida que me ocupe de otro problema insignificante que, a su vez, eliminará a la hermosa dama francesa y al infame Upwood.

      Por lo que se refiere al caso del sabueso, le expondré lo más exactamente que pueda los acontecimientos y siempre podrá usted interrogarme sobre cualquier punto que haya olvidado.

      Mis investigaciones han demostrado sin lugar a dudas que el retrato familiar no mentía y que nuestro hombre era efectivamente un Baskerville, hijo de Rodger, el hermano menor de Sir Charles, que escapó, ya con una siniestra reputación, a América del Sur, donde se dijo que había muerto soltero. La verdad es que contrajo matrimonio y que tuvo un único hijo, nuestro personaje, que recibió el nombre de su padre, y que a su vez se casó con Beryl García, una de las beldades de Costa Rica; luego de robar una considerable suma de dinero del Estado, pasó a apellidarse Vandeleur y huyó a Inglaterra, donde creó un colegio en la zona este de Yorkshire. Su interés por este tipo particular de ocupación obedecía a que durante el viaje de vuelta a Inglaterra conoció a un profesor, enfermo de tuberculosis, cuya gran competencia profesional utilizó para que la empresa tuviera éxito. Pero al morir Fraser, el profesor, el colegio se desprestigió primero para caer después en el descrédito más absoluto, por lo que los Vandeleur juzgaron conveniente cambiar de nuevo de apellido, y así el hijo de Rodger Baskerville se trasladó, como Jack Stapleton, al sur de Inglaterra con los restos de su fortuna, sus planes para el futuro y su afición a la entomología. En el Museo Británico he podido saber que se le consideraba una autoridad en ese campo y que el apellido Vandeleur ha quedado identificado con cierta mariposa nocturna que él describió por vez primera durante su estancia en Yorkshire.

      Llegamos ya a la parte de su vida que ha resultado de tan gran interés para nosotros. Stapleton hizo sin duda investigaciones y descubrió que sólo dos vidas le separaban de una cuantiosa herencia. Creo que cuando se trasladó a Devonshire sus planes eran aún extraordinariamente vagos, aunque el carácter delictivo de sus intenciones queda de manifiesto desde el principio por el hecho de que hiciera pasar a su esposa por su hermana. La idea de utilizarla como señuelo estaba ya en su mente, aunque quizá no supiera aún con claridad cómo iba a organizar todos los detalles del plan. Al final del camino se hallaba la herencia de los Baskerville, y estaba dispuesto a utilizar cualquier instrumento y correr cualquier riesgo para lograrla. El primer paso fue instalarse lo más cerca que pudo de su hogar ancestral y el segundo cultivar la amistad de Sir Charles Baskerville y de sus vecinos.

      El mismo baronet le contó la historia del sabueso, preparándose, sin saberlo, el camino hacia la tumba. Stapleton, como voy a seguir llamándolo, sabía que el anciano estaba enfermo del corazón y que cualquier emoción fuerte podía acabar con él, información que le había facilitado el doctor Mortimer. También llegó a sus oídos que Sir Charles era supersticioso y que se tomaba muy en serio la macabra leyenda del sabueso. Su ingenio le sugirió de inmediato una manera para acabar con la vida del baronet sin que existiera en la práctica la menor posibilidad de descubrir al culpable.

      Concebida la idea, Stapleton procedió a llevarla a la práctica con notable astucia. Un intrigante ordinario se habría dado por satisfecho con un animal suficientemente feroz. La utilización de medios artificiales para convertir al animal en diabólico fue un destello de genio por su parte. El perro lo adquirió en Londres, acudiendo a la firma Ross y Mangles, que tiene su establecimiento en Fulham Road. Era el más fuerte y el más feroz de que disponían. Para transportarlo hasta el páramo Stapleton utilizó la línea de ferrocarril del norte de Devon y recorrió luego a pie una gran distancia, con el fin de no despertar sospechas. Para entonces, y gracias a sus expediciones a la caza de insectos, ya se había adentrado en la ciénaga de Grimpen, lo que le permitió encontrar un escondite seguro para el animal. Después de instalarlo allí esperó a que se le presentara una oportunidad.

      La ocasión, sin embargo, tardó algún tiempo en aparecer. De noche no era posible sacar de sus propiedades al anciano caballero. A lo largo de los meses Stapleton acechó por los alrededores con su sabueso, pero sin éxito. Durante esos intentos infructuosos lo vieron, o vieron más bien a su acompañante, algunos campesinos, gracias a lo cual la leyenda del perro demoníaco recibió nueva confirmación. Stapleton confiaba en que su esposa arrastrase a Sir Charles a su ruina, pero en ese punto Beryl resultó inesperadamente independiente. No estaba dispuesta a provocar un enredo sentimental que pusiera al anciano baronet en manos de su enemigo. Ni las amenazas ni, siento decirlo, los golpes lograron convencerla. Se negó siempre de plano y durante algún tiempo Stapleton se encontró en un punto muerto.

      Finalmente halló la manera de superar sus dificultades por conducto del mismo Sir Charles, quien, por el afecto que le profesaba, delegó en él para todo lo relacionado con el caso de esa mujer tan desventurada que es la señora Laura Lyons. Al presentarse como soltero, adquirió muy pronto un gran ascendiente sobre ella, y le dio a entender que si conseguía divorciarse de Lyons se casaría con ella. La situación llegó a un punto crítico cuando Stapleton supo que Sir Charles se disponía a abandonar el páramo siguiendo el consejo del doctor Mortimer, con cuya opinión él mismo fingía estar de acuerdo. Era preciso actuar de inmediato, porque de lo contrario su víctima podía quedar para siempre fuera de su alcance. De manera que presionó a la señora Lyons para que escribiera la carta, pidiendo al anciano que le concediera una entrevista la noche antes de emprender viaje a Londres y luego, con falsas razones, le impidió acudir, logrando así la oportunidad que esperaba desde hacía tanto tiempo.

      Al regresar de Coombe Tracey a última hora de la tarde tuvo tiempo de ir en busca del sabueso, embadurnarlo con su pintura infernal y llevarlo hasta el portillo donde tenía buenas razones para confiar en que encontraría al anciano caballero. El perro, incitado por su amo, saltó el portillo y persiguió al desgraciado baronet que huyó dando alaridos por el paseo de los Tejos. En ese túnel tan sombrío tuvo que resultar especialmente horrible ver a aquella enorme criatura negra, de mandíbulas luminosas y ojos llameantes, persiguiendo a grandes saltos a su víctima. Sir Charles cayó