recobrar el aliento. El que subía se detuvo una o dos veces, como si aquel esfuerzo le resultase excesivo, pero al fin llegó hasta nuestra puerta y entró en la habitación. Su aspecto correspondía a los ruidos que habíamos escuchado. Era un anciano, con atuendo completo de marinero y un viejo chaquetón, de lana gruesa, abrochado hasta el cuello. Era cargado de espalda, le temblaban las rodillas y su respiración era dolorosamente asmática. Al apoyarse en un grueso bastón de roble, sus hombros se alzaron en un gran esfuerzo por inspirar el aire en sus pulmones. Llevaba alrededor de la barbilla una bufanda de colores, y yo pude ver muy poco su cara, fuera de un par de ojos negros, de mirada penetrante, sombreados por unas tupidas cejas blancas, y largas patillas, también blancas. En conjunto, me produjo la impresión de un respetable y avezado marino cargado ya de años y venido a menos.
—¿Qué le trae, buen hombre? —le pregunté.
El visitante miró alrededor de sí de la manera lenta y metódica propia de los ancianos.
—¿Está aquí el señor Sherlock Holmes? —dijo.
—No; pero yo actúo en nombre suyo. Puedo darle cualquier mensaje que traiga para él.
—Es a él a quien yo tenía que dárselo —dijo.
—Ya le digo que actúo en nombre suyo. ¿Se trata de algo relacionado con la lancha de Mordecai Smith?
—Sí. Yo sé muy bien dónde se encuentra. Y sé dónde se hallan los hombres que persigue. Y sé dónde está el tesoro. Lo sé todo sobre el caso.
—Dígamelo entonces, y se lo comunicaré a él.
—Es a él a quien yo tenía que decírselo —repitió con la obstinación impertinente propia de toda persona muy anciana.
—Bueno, tendrá usted que esperarle.
—No, no; no voy a perder todo el día por dar gusto a nadie. Si el señor Holmes no está aquí, entonces el señor Holmes tendrá que descubrirlo todo por sí mismo. A mí no me convence el aspecto de ninguno de ustedes dos, y no les diré ni una palabra.
El viejo caminó arrastrando los pies hacia la puerta, pero Athelney Jones se le plantó delante, y le dijo:
—Espere un poco, amigo. Usted posee datos importantes y no debe marcharse de aquí. Le guste o no le guste, se quedará aquí hasta que regrese nuestro amigo.
El anciano dio una carrerita hacia la puerta, pero viendo que Athelney Jones apoyaba contra ella su ancha espalda, se convenció de que era inútil la resistencia, y gritó golpeando el suelo con su bastón: —¡Bonita manera de tratarme es ésta! Vengo aquí para ver a un caballero, y ustedes dos, a quienes no he visto nunca en mi vida, me sujetan y me tratan de esta manera.
—No perderá usted nada con ello —le dije—. Le recompensaremos por el tiempo que haya perdido. Siéntese en aquel sofá, y no tendrá que esperar mucho.
El viejo se dirigió con semblante malhumorado hasta el sofá, tomó asiento en el mismo apoyando la cara en sus manos. Jones y yo volvimos a nuestros cigarros y a nuestra charla. Pero súbitamente nos interrumpió la voz de Holmes, que decía:
—Creo que podrían ustedes ofrecerme a mí también un cigarro.
Los dos pegamos un salto en nuestros asientos. Holmes estaba sentado junto a nosotros, con expresión tranquilamente divertida.
—¡Holmes! —exclamé yo—. ¡Usted aquí! Pero ¿dónde está el viejo?
—Aquí está el viejo —dijo, enseñándonos un montón de cabellos blancos que tenía en la mano—. Aquí está...: peluca, patillas, cejas y todo lo demás. Yo creía que mi disfraz era bastante bueno, pero no llegué a imaginarme que pudiera superar esta prueba.
—¡Ah bribón! —exclamó Jones, divertido—. Hubiera usted podido ser actor, y actor extraordinario. Ha imitado con exactitud la tos de los asilos de viejos, y esas piernas temblorosas bien valen diez libras por semana. Yo creí, sin embargo, reconocer el brillo de sus ojos. Ya ve que no se nos escapó tan fácilmente.
—He trabajado todo el día con este disfraz —dijo, encendiendo su cigarro—. Es que una buena cantidad de los criminales empiezan a conocerme..., en especial desde que a nuestro amigo aquí presente le dio por publicar algunos de mis casos; por eso ya no circulo por terreno peligroso sino bajo un sencillo disfraz como éste. Recibiría mi telegrama, ¿verdad?
—Sí; eso es lo que me ha traído aquí.
—Y qué, ¿ha adelantado su caso?
—Se quedó todo reducido a la nada. Tuve que dejar en libertad a dos de mis detenidos y no hay pruebas contra los otros dos.
—No importa. Le proporcionaremos otros dos, en lugar de éstos. Pero es preciso que usted se ponga bajo mis órdenes. Le dejo con mucho gusto todo el mérito oficial, pero tiene usted que actuar siguiendo las líneas que yo trazaré. ¿Convenido?
—Por completo, si usted me ayuda a atrapar a esos hombres.
—Pues bien: necesitaré, en primer lugar, una lancha rápida de la policía, una lancha a vapor, que deberá encontrarse en Westminster Stairs a las siete.
—Eso se arregla con facilidad. Siempre anda por allí alguna; pero para estar seguros voy a cruzar la calle y telefonear.
—Necesitaré, además, dos hombres valerosos, por si se nos ofrece resistencia.
—Habrá dos o tres en la lancha. ¿Algo más?
—Cuando cojamos los hombres nos apoderaremos también del tesoro. Yo creo que para este amigo mío aquí presente sería una satisfacción llevar el cofre a la joven a quien, en justicia, pertenece la mitad. Que sea ella la primera en abrirlo... ¿Qué le parece, Watson?
—Tendría un grandísimo placer en ello.
—El procedimiento es irregular —dijo Jones, sacudiendo la cabeza—. Sin embargo, todo el negocio es irregular, y supongo que podemos acceder a ello. El tesoro deberá ser entregado después a las autoridades hasta que termine la investigación oficial.
—Desde luego. Así es como debe ser. Otro punto más. Me agradaría escuchar de boca del propio Jonathan Small algunos detalles relativos a este asunto. Ya sabe usted que en todos mis casos me gusta perfilar los detalles. ¿No habrá, pues, obstáculo para que yo mantenga con él una entrevista en privado, ya sea aquí, en mis habitaciones, o en cualquier otro lugar, siempre que ese hombre se encuentre bien custodiado?
—Bueno, usted es el dueño de la situación. Yo no tengo todavía pruebas de la existencia del tal Jonathan Small. Sin embargo, si usted es capaz de echarle el guante, no veo modo de rehusarle una entrevista con él.
—¿Entendido, pues?
—Por completo. ¿Algo más?
—Únicamente que insisto en que usted cene con nosotros. La comida estará preparada antes de media hora. Tengo ostras y un par de perdices, con un buen surtido de vinos blancos. Watson, usted no ha sabido apreciar nunca mis méritos como ama de casa.
10. El final de un isleño
Nuestra cena discurrió felizmente. Cuando quería, Holmes era un extraordinario conversador, y aquella noche quiso serlo. Parecía encontrarse en un estado de exaltación nerviosa. Nunca le he visto tan brillante. Habló sobre una rápida sucesión de temas; desde autos sacramentales hasta la vajilla medieval, los violines Stradivarius, el budismo en Ceilán y sobre los barcos de guerra del futuro. Trató todos y cada uno de los temas como si hubiese hecho un estudio especial de cada uno. Su humor alegre indicaba una reacción al sombrío abatimiento de los días anteriores. Athelney Jones resultó ser, en sus horas de asueto, un compañero agradable, e hizo frente a la comida con el aire de un bon vivant. En cuanto a mí, me sentía eufórico al pensar que nos aproximábamos al final de nuestra tarea, y me contagié en parte de la alegría de Holmes. Ninguno de los tres aludimos en el transcurso de la comida a la causa que nos había