Rafael Hidalgo Navarro

Bresca. El guardia suizo


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de algún apodo. Sonaba italiano, aunque no reconocía su significado.

      El piloto se volvió hacia nosotros levantando con la mano uno de los auriculares de su casco.

      – Estamos llegando. Esa es la costa –dijo señalando hacia abajo.

      Un contorno de arrecifes y playas se dibujaba ante nosotros.

      En el aeropuerto tomamos un coche alquilado que condujo el comandante. Después de cerca de una hora circulando por carreteras cada vez más estrechas y zigzagueantes llegamos hasta a un elevado secarral de pinos y tomillos desde donde no se divisaba costa.

      Daba una penosa impresión de abandono. Aceras inacabadas, fachadas descascarilladas y ausencia de presencia humana. Sí había una docena de coches aparcados, la mayor parte con matrículas alemanas. Sin duda era un refugio de desahuciados donde habitaban centroeuropeos que en sus países vivirían en la miseria y que allí podían subsistir gracias a alguna raquítica pensión.

      – Hemos llegado –indicó Efe Efe quitando la llave del contacto.

      Aferró el volante con ambas manos y giró la cabeza hacia mí antes de suspirar profundamente.

      – ¡Vamos allá!

      Bajamos del coche y nos dirigimos hasta el apartamento de Wetter, idéntico al contiguo, y al siguiente, y al de más allá. Timbramos insistentemente pero nadie abría, pese a que se podía escuchar música sonando a un notable volumen.

      – Quizá ha salido, mi comandante.

      Ignorando mi comentario, Efe Efe me dijo.

      – Ayúdeme. Cuando le indique mueva la manilla.

      Y sacando una tarjeta de la cartera comenzó a manipular con ella la cerradura. Nunca me hubiera imaginado al comandante haciendo una cosa así. En menos de un minuto consiguió rendir la puerta que se abrió dócilmente.

      En el interior había algún desorden, pero no suciedad. En un lado del salón un tendedero desplegable exhibía varios pares de calcetines y mudas.

      Entonces pude ver a Bresca desparramado sobre el sofá. Junto a él, tirada en el suelo, una botella de whisky vacía delataba la razón de aquel estado.

      El coronel apagó la radio y una aparente quietud se impuso súbitamente. Bresca debió sentirlo porque, tambaleante, incorporó el cuerpo. Quise ayudarle a levantarse, así que me acerqué a él y mientras le echaba una mano sobre el hombro oí que Frisch me gritaba.

      – ¡No lo haga!

      Demasiado tarde. En una fracción de segundo me vi tumbado en el suelo a punto de morir ahogado. El hombre a quien habíamos acudido para pedir ayuda me tenía inmovilizado boca abajo mientras con sus nervudos brazos me realizaba una estrangulación. Yo podía contemplar la escena de mi propia muerte en un gran espejo que adornaba la pared, incrementando mi sensación de pavor.

      – ¡Bresca, suéltalo! –le gritó el comandante.

      Jadeando, levantó la cabeza y miró a quien le acababa de dirigir aquella orden.

      – ¿Efe Efe? –masculló.

      Entonces aflojó los brazos y el aire retornó a mis pulmones. Como pudo se levantó mientras yo permanecía en el suelo tosiendo. Me dolía la tráquea y me ardía el tórax.

      El comandante me sujetó de las axilas para que pudiera sentarme en el mismo sofá que hasta un momento antes había ocupado nuestro particular anfitrión. Resolutivo, fue a la cocina y después de rebuscar por los armarios, se puso a calentar café. A mí me trajo un vaso de agua.

      – ¡Beba!

      Yo me había repuesto casi por completo, pero obedecí.

      – Ayúdeme a quitarle la ropa.

      Temí acercarme después de lo que acababa de pasar, pero Bresca se dejó hacer. Creo que en el fondo estaba avergonzado, aunque no lo pusiera de manifiesto. Eso sí, en cuanto lo metimos bajo el chorro frío de la ducha comenzó a rugir.

      – ¡Efe Efe, estarás disfrutando! –clamó.

      Pero no, no disfrutaba, el gesto del comandante reflejaba una mezcla de tristeza y determinación.

      Frisch y yo acabamos con la ropa completamente calada. Al ver al comandante olvidado de sí mismo, con su elegante traje echado a perder mientras trataba de sacar a flote a su antiguo compañero de armas, tomé conciencia de la talla de aquel hombre a quien hasta entonces yo había tenido por un burócrata con refinados modales. La preocupación de Efe Efe por sus hombres no era una pose. Velaba porque todo fuera bien, porque cumpliéramos con los cometidos que teníamos asignados, hacía de puente entre la diplomacia vaticana y la milicia que representábamos, pero por encima de todo estábamos sus soldados, demasiado jóvenes, demasiado ingenuos, siempre entregados. El tiempo iría confirmando en mí esa impresión de desvelo callado y abnegado.

      Mientras envuelto en un albornoz Franziskus Wetter bebía el cuenco de café que le habían preparado, detuve mi atención en él. De joven tuvo que ser un hombre muy atractivo; alto, corpulento, con una espesa mata de pelo ondulado ahora encanecido, las manos grandes pero no toscas, y la nariz severa y proporcionada. Donde asomaba el huracán que albergaba en su interior era en los ojos. Tenía la mirada con una fuerza tal que costaba sostenérsela, era como la de un tigre o un profeta, en pie de guerra, presta a la batalla. Incluso en los momentos en que se mostraba más apacible era como si dijera: no te creas que he bajado la guardia, estoy alerta.

      Sentados los tres en torno a la mesa de la cocina, guardábamos silencio. Frisch con la mirada perdida en el tablero, Bresca en la taza, y yo paseándola expectante de uno a otro.

      – ¿Has venido a redimirme? –preguntó Bresca con su ronca voz.

      El comandante se lo quedó mirando un segundo antes de contestar.

      – ¿Acaso te habrías dejado?

      Volvió el mutismo. Frisch estaba al corriente del estado en que se encontraba su antiguo compañero, pero una cosa es estar informado y otra constatarlo por uno mismo. Yo creo que en aquellos dos tensos minutos estuvo valorando si debía abortar su plan o seguir adelante pasara lo que pasase. Finalmente se decidió.

      – Bresca, he venido porque necesito tu ayuda.

      – Y yo necesito un trago.

      Efe Efe hizo caso omiso del desplante.

      – Supongo que habrás tenido noticia del asesinato de un guardia. El cabo Jean-Louis Vallotton. Su familia no solo está abatida por la pérdida, sino que cada día que pasa se sienten más indignados. De todas partes les azuzan hablándoles de negligencia, incompetencia o, lo que es peor, complicidad. La gendarmería va dando palos de ciego y los miembros de la Guardia Suiza somos los principales sospechosos.

      – Lo sé. ¿Quién no lo sabe?

      – Aún hay algo más.

      Por primera vez desde que comenzara aquella conversación Bresca apartó la mirada del tazón y se giró hacia el comandante.

      – Yo también creo que el asesino está dentro de la Guardia Suiza.

      En aquel instante se me heló la sangre. El oficial que había dado la cara por sus hombres y quien mayor información poseía en torno a los sucesos de aquella noche, sostenía que el asesino era uno de nosotros.

      – ¿Quién? –preguntó Bresca lacónico.

      – No lo sé. Si lo supiera no estaría aquí. Ya te he dicho que necesito tu ayuda. Solo tú tienes la preparación y los contactos para hacer frente a una situación así. Necesitamos esclarecer este caso lo antes posible, llevar ante los tribunales al asesino o asesinos, demostrar que somos capaces de resolver nuestros asuntos con presteza y sin injerencias, y limpiar el buen nombre de la Guardia Pontificia y de la Santa Sede.

      – Les dará igual. No tienes más que leer la prensa o ver las noticias para darte cuenta de lo que buscan. Si no es por esto, será por otra cosa,