de la presunción de inocencia?
–¿No acabas de decir que no hay que fiarse ni siquiera de los ancianos con pinta de bondadosos?
–Una cosa es la confianza provisional, o confianza por defecto; y otra, la confianza ciega. No puedes fiarte de un desconocido hasta el punto de quedar a su merced. La segunda razón es también la primera lección de la Multiversidad a Medida: nunca des por supuesto que no puedes hacer algo.
–Si caes en una trampa como esta, es lógico pensar que no va a haber una escalera para salir.
–Es comprensible, pero no lógico. Lo primero que tienes que hacer es mirar a tu alrededor y contemplar todas las posibilidades.
–Vale. ¿Y la tercera razón?
–La tercera razón es que ahora ya puedes confiar en mí.
–Claro –ironizó Eva–, no debo fiarme de un desconocido, a no ser que me haga caer en una trampa para osos.
–Para mapaches, como mucho –replicó Ray–. Y, sí, así es. Paradójico pero cierto: si quisiera secuestrarte, o si fuera un caníbal devorador de niños, no te habría dejado salir.
–Es verdad –tuvo que reconocer Eva–. Y ahora que sé que no eres un comeniños, ¿qué?
–La verdadera pregunta no es qué, sino cómo.
–Vale... ¿Cómo se come esto de la Multiversidad a Medida?
–Pasemos al aula y lo verás. Eh..., ¿eres mayor de edad?
–Es evidente que no. ¡Tengo doce años!
–Segunda lección: desconfía de las apariencias. Como dice el refrán, las apariencias engañan. Pinocho parece un niño y, sin embargo, es mayor que yo: nació en 1882.
–Pinocho es un personaje de ficción, y además es de madera.
–No es necesario que se lo restriegues en las narices... Y, si no eres mayor de edad, necesitas una autorización de tu madre o de tu padre para entrar en la Multiversidad a Medida.
PARA SORPRESA DE EVA, su madre conocía al tal Ray y le pareció muy bien lo de la Multiversidad a Medida.
–Me dio clases particulares cuando tenía tu edad –dijo mientras escribía la autorización–. Era muy buen profesor; yo no tenía ni idea de matemáticas, y después de un par de clases con él saqué un sobresaliente. Tenía una librería en el Callejón del Gato, pero la cerró hace mucho tiempo.
–¿Por qué?
–Oí decir que le habían ofrecido un puesto muy importante en una gran empresa. No sé qué es eso de la Multiversidad a Medida, pero seguro que te enseña algo interesante. Salúdalo de mi parte, aunque no creo que se acuerde de mí.
Pero sí que se acordaba. Tras leer la autorización, Ray dijo acariciándose la barba:
–Tu madre era muy lista, aunque un poco despistada, igual que tú.
–¿Cómo sabes que soy despistada?
–Porque esta mañana has venido hasta aquí detrás de una ardilla y ya no sigues su pista.
–No puedo seguir su pista sin entrar ahí –protestó Eva señalando la negra superficie de pizarra que llenaba el hueco de la puerta, en la que aún seguía escrita con tiza la palabra BIENVENIDA.
–Pues entra –dijo Ray chasqueando los dedos.
La pizarra, que en realidad era una segunda puerta, se abrió hacia dentro con un suave zumbido, mostrando una sala estrecha y alargada; tan estrecha y alargada que más bien parecía un pasillo ancho. En la pared del fondo había otra pizarra negra, y junto a ella un pequeño escritorio y una silla. Las paredes laterales estaban cubiertas de estanterías llenas de libros, cuerpos geométricos de madera y algunos objetos difíciles de identificar. Y en el centro de la sala, de cara a la pizarra, había un solitario pupitre.
A pesar de la escasa luz, Eva localizó rápidamente a la ardilla en lo alto de una estantería.
–¿Qué has hecho con el anillo? –le preguntó poniéndose de puntillas para acercarse más al roedor, que la miró con indiferencia.
–¿Esperas que te conteste? –preguntó Ray.
–Antes ha hablado –dijo Eva volviéndose hacia él.
–¿Ah, sí? ¿Y qué ha dicho?
–Ha dicho «mío»; se refería al anillo.
–¿Qué anillo?
–Uno que llevaba en la boca. Lo ha dejado sobre el banco en el que yo estaba sentada, me lo he puesto un momento en el dedo pulgar, y entonces ha dicho «mío».
–Qué interesante... Tal vez fuera el anillo de Salomón.
–¿El anillo de Salomón?
–Se cuenta que Salomón tenía un anillo que le permitía entender lo que decían los animales. Un día le oyó decir a un pajarillo que la esposa del rey, o sea, su esposa, pues el rey era él, ya no lo amaba, y se puso tan furioso que se quitó el anillo y lo tiró a un estanque. Desde entonces, nadie sabe dónde está. Excepto esta ardilla, tal vez. En el supuesto de que tú no estés loca y sea verdad lo que me has contado.
–¡Vamos a buscarlo y verás! –exclamó Eva–. ¡Tiene que estar aquí!
–Sería como buscar una aguja en un pajar –replicó Ray abriendo los brazos en un gesto de impotencia–. Las ardillas son expertas en esconder bellotas y avellanas, y aquí hay montones de sitios donde meter un anillo. Podría estar entre las páginas de cualquier libro, dentro de cualquier artefacto, debajo de cualquier poliedro... Ya aparecerá.
–¿Y ahora qué hacemos?
–Continuar con la clase –respondió Ray sentándose en el pupitre.
–¿Ya habíamos empezado?
–Claro.
–Pues no me había dado cuenta.
–Estupendo, esas son las mejores clases: las que no lo parecen.
–¿Y no debería sentarme yo ahí? –preguntó Eva señalando el pupitre.
–Este es el sitio del alumno –contestó Ray.
–¡Pero la alumna soy yo!
–Antes que nada, tienes que enseñarme tú a mí lo que no sabes, y luego tienes que decirme lo que quieres aprender; esta es una Multiversidad a Medida.
–¿Lo que no sé? Pues ni siquiera sé muy bien lo que no sé.
–Vale. Empecemos por el final... ¿Qué quieres ser de mayor?
–Uf... Muchas cosas.
–Apúntalas en la pizarra –dijo Ray lanzándole un trozo de tiza, que Eva cogió al vuelo.
La niña fue hasta la pizarra y, tras reflexionar, escribió en una columna con grandes letras mayúsculas:
ARQUITECTA
ASTRONAUTA
BAILARINA
BIÓLOGA
ESCRITORA
–Vale, vale, de momento ya es bastante –la interrumpió Ray–. Llevas cinco y solo vamos por la e. ¿Por qué quieres ser arquitecta?
–Me gustaría llenar de plantas las azoteas de las casas, y construir edificios ecológicos que no necesitaran calefacción ni aire acondicionado, y parques donde la gente pudiera hacer muchas cosas divertidas.