Emma Richmond

Un amante difícil


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puede saber?

      –Yo… nada en absoluto –repuso rápidamente, ya que su réplica la había tomado por sorpresa–. Usted no me interesa lo más mínimo. Pero veamos… Helen y Laura llegaron aquí cuando tenían seis años. Ahora tienen treinta y cuatro, lo que quiere decir…

      –¿«Llegaron aquí»?

      –… que han pasado veintiocho años desde entonces –continuó, como si él no la hubiera interrumpido–. Y mis padres ya llevaban dos años casados…

      –¿«Llegaron aquí»?

      –Todas fuimos adoptadas, señor Turner –al ver que seguía mirándola fijamente, le preguntó con ligera impaciencia–: ¿Contesta eso a su pregunta?

      –Sí –afirmó, y se irguió casi bruscamente–. Será mejor que continúe.

      –¿Con qué? –le preguntó Abby–. ¿A qué aspecto en particular se está dedicando?

      –Específicamente a ninguno –y se fue con su taza de café en la mano.

      A Abby le extrañó aquella reacción, en la que la tensión había pasado a sustituir a la burla. Pero tuvo que olvidarse de eso, ya que tenía problemas más urgentes que analizar que la personalidad de Sam Turner. Salió para recoger su maleta del coche, y la subió a su habitación. Después de quitarse la chaqueta, sacó el anillo de compromiso del bolsillo y se sentó en la cama a examinarlo. Era un bonito anillo, muy caro, pero no le había sido regalado con amor. Peter se había comprometido con ella por la misma razón que ella con él: por conveniencia. Con su presencia, Abby habría podido adornar su hogar, mantener conversaciones inteligentes con sus clientes e invitados… y él habría constituido una excelente pareja para ella. Para ambas familias, aquella unión había sido excelente. Y quizá lo fuera, pero Abby quería algo más que simple interés compartido y razonado.

      «Es un comienzo», se aseguró a sí misma. Definitivamente, era un comienzo. Abrió el bolso y guardó dentro el anillo, con la carta que su padre le había dejado… y con la que tendría que hacer algo. No podía desentenderse de ella con la excusa de que no tenía tiempo… Irritada e inquieta, se acercó a la ventana para contemplar los jardines. Era finales de octubre, pero aun así hacía tanto calor como en un día de verano. Deberían vender la casa. ¿Pero cómo podría persuadir de ello a su madre? No quería hacerle más daño. No era una mujer malintencionada, a pesar de la impresión que pudiera dar. Sobre todo a Sam Turner. Pero no le importaba lo que él pudiera pensar de ella. Sam Turner no era relevante.

      ¿Pero entonces por qué no podía dejar de pensar en él?

      A la mañana siguiente se puso unos elegantes pantalones y una preciosa camisa de manga corta. Se dijo que no lo hacía por intentar impresionar a Sam Turner. Simplemente no tenía ropa más informal. La imagen que presentaba al mundo no se lo permitía, y ese aspecto, pensó mientras lo hacía entrar en la casa, era uno de los más absurdos de toda aquella farsa. «Has ido demasiado lejos, Abby», se repitió una vez más. «Demasiado lejos».

      –¿Pasa algo malo? –le preguntó Sam con tono suave al entrar en la casa.

      –No –negó de manera automática, y luego se interrumpió, porque pensó que habría sido divertido reírse de aquellas absurdeces suyas con él, contarle lo que había estado pensando…–. ¿Café? –le ofreció cuando él pasó al despacho.

      Sam Turner se volvió, mirándola con una expresión de burlona sorpresa.

      –Bueno, ¿quiere o no quiere café? –le preguntó, volviendo a su arisca actitud.

      –Sí. Solo, por favor.

      Y se fue para preparárselo. Minutos después regresó al despacho con su taza. Cerca de la mitad de los libros estaban fuera de sus estantes, amontonados sin orden ni concierto sobre el escritorio, y Sam estaba contemplando un mapa que había desplegado sobre ellos.

      –Espero que tenga intención de volverlos a colocar donde estaban –lo recriminó mientras encontraba un hueco en la mesa para dejarle el café.

      Él no se molestó en contestarle, algo por lo que Abby no lo habría culpado en otras circunstancias. Pero por alguna razón necesitaba aguijonearlo, provocarlo, porque se encontraba ante el escritorio de su padre, porque era un intruso… y porque tenía esos maravillosos ojos azules. Así que señaló un lugar en el mapa con su dedo índice mientras pronunciaba:

      –Sebastopol. El lugar del famoso sitio.

      Sam Tuner levantó la mirada hacia ella, sorprendido, y una extraña tensión empezó a vibrar en el ambiente.

      –Siempre he pensado que era una pena –añadió apresurada– que todo el mundo se centrara en la carga de la caballería ligera y no en las razones que se ocultaban detrás de todo ello. Con el pretexto de una disputa entre Rusia y Francia por la custodia de los Santos Lugares de Palestina, dio comienzo una guerra.

      –Y el hecho –señaló él con tono suave– de que Turquía invadiera Moldavia.

      –Sí –la tensión entre ellos era tan grande que Abby necesitaba salir de allí a toda costa.

      –Se está usted mostrando inhabitualmente comunicativa.

      –Oh, yo siempre soy muy comunicativa –replicó sin pensar–, sólo que no de la manera habitual que espera la gente. Espero que le guste el café –y se marchó sin añadir una sola palabra. Pero él la siguió.

      Con el corazón acelerado, Abby apresuró el paso.

      –¿Tiene un amante?

      Se detuvo por un instante, impresionada; luego aspiró profundamente y continuó su camino.

      –No. ¿Y usted?

      –Tampoco. Se ha olvidado de las pastas.

      –¿Perdón? –se detuvo de nuevo.

      –Pastas –repitió él–. Su madre siempre me ofrecía pastas.

      –¿Ah, sí? –inquirió, distraída. Percibiendo su presencia detrás, muy cerca, se apresuró a entrar en la cocina–. Muy amable de su parte.

      –Mmm.

      Se volvió para ver que abría el armario y sacaba un paquete de pastas de chocolate. Abrió el paquete y se lo ofreció a ella. Abby negó con la cabeza.

      Con la mirada fija en sus ojos, Sam sacó una pasta y empezó comérsela lentamente. Abby se sentía incapaz de apartar la vista de su boca. Vio que una miga diminuta permanecía adherida a su labio inferior y, no pudiendo evitar un estremecimiento, se volvió rápidamente.

      –Eso se puede arreglar –le comentó él con tono suave.

      –No, gracias –respondió. El corazón le latía acelerado y una marea de excitación había barrido sus nervios. Ni siquiera fingió malinterpretarlo.

      –¿Por qué? Se siente atraída, ¿verdad?

      –Usted es un hombre atractivo –reconoció. Jamás hombre alguno le había hablado de esa forma. Los hombres siempre la habían evitado, siempre se habían retraído ante ella. Excepto Peter, cuyo carácter se parecía mucho al suyo.

      Aspirando profundamente, se volvió… y descubrió que se había marchado. Recordó lo que le había dicho acerca de que el hecho de que no tuviera amante podría arreglarse. ¿Cómo…? Quizá con un beso suyo… No. Desechando ese pensamiento, salió a ver si la correspondencia había llegado. Pero durante el resto del día estuvo muy inquieta y agitada, estremecida por sentimientos de nostalgia e incertidumbre…

      El día siguiente fue peor. Para ella, en todo caso. Probablemente porque se había pasado la mitad de la noche pensando en él, pensó disgustada. ¿Y por qué tenía que sentirse como si estuviera haciendo un enorme y valiente esfuerzo simplemente para llevarle un café con pastas? Al abrir la puerta del despacho, lo encontró examinando los libros de la estantería. Lanzó una rápida mirada a su ancha espalda,