qué ha hecho eso? —susurró Malooney. Malooney tiene una singular manera de susurrar a pleno pulmón.
Dick y yo sacamos a las mujeres y los niños fuera de la habitación lo más rápido que pudimos pero, por supuesto, Verónica logró caerse sobre algo por el camino (Verónica sería capaz de encontrar algo con lo que tropezar en medio del desierto del Sahara) y, por casualidad, unos días más tarde oí a través de la puerta de la habitación de los niños expresiones que me pusieron los pelos de punta. Entré y encontré a Verónica de pie encima de la mesa. Jumbo estaba sentado en el taburete del piano. Incluso el pobre perro tenía en el hocico una expresión de miedo, a pesar de que en toda su vida debía de haber oído, por diversas razones, una buena cantidad de palabrotas.
—¡Verónica! —exclamé—, ¿no te da vergüenza? Descarada, ¿cómo te atreves a...?
—No pasa nada —dijo Verónica—. En realidad no intento ofender a nadie. Él es un marinero, y tengo que hablarle así, porque si no, no sabrá de qué estoy hablándole.
He pagado religiosamente a unas cuantas perseverantes y esforzadas institutrices para que le enseñen a esta cría a hacer las cosas bien y adecuadamente. Le explican las cosas inteligentes que dijo Julio César; las observaciones de Marco Aurelio que, tras reflexionar sobre ellas, bien podrían ayudarla a desarrollar un carácter noble y hermoso. Pero ella se queja de que todo eso le produce una extraña sensación, un zumbido en la cabeza; y su madre sostiene que tal vez su cerebro sea del tipo creativo, no destinado a recordar mucho, y cree que quizás ella esté destinada a ser alguien. Una buena docena de juramentos del capitán se extendió por la atmósfera de la sala antes de que Dick y yo lográramos sacarla rodando de allí. Ella solo los oyó una vez y, sin embargo, hasta donde puedo juzgar, los memorizó de cabo a rabo.
El capitán, que ya no sentía la necesidad de invertir toda la energía en reprimir sus instintos naturales, recuperó la compostura poco a poco y al cabo de un rato alcanzó los ciento cuarenta y nueve puntos; después le tocó jugar a Malooney. El capitán había dejado las bolas en una situación que habría descorazonado a cualquier oponente menos a Malooney. Y a cualquier otro oponente menos a Malooney, el capitán le hubiera ofrecido su simpatía más irritante. «Me temo que esta noche las bolas no están rodando bien para usted», habría dicho el capitán; o «lo siento, señor, pero me parece que con lo que le he dejado no va a poder hacer mucho». Sin embargo, aquella noche el capitán no se sentía juguetón.
—¡Bueno, como consiga anotar en esta jugada...! —empezó Dick.
—Como no apague las luces y mueva las bolas con las manos, no veo cómo va a conseguirlo —suspiró el capitán.
La bola del capitán impedía el paso. Malooney apuntó a la roja y la golpeó, o tal vez sería más correcto decir que la aterrorizó, y la bola entró en una tronera. La bola de Malooney, con la mesa entera por delante, hizo una gran actuación en solitario, salió disparada y acabó rompiendo una ventana. Fue eso que los abogados llaman un buen golpe. ¿Y cuál fue el efecto sobre la puntuación?
Malooney argumentó que como había metido la roja en la tronera antes de que su propia bola saliera volando de la mesa, debían contársele los tres puntos primero y que, por tanto, había ganado. Dick sostenía que una bola que había terminado en un parterre de flores no se puede considerar que haya marcado ningún punto. El capitán se negó a dar su opinión. Dijo que, a pesar de que llevaba jugando al billar más de cuarenta años, aquel incidente era nuevo para él. Mi sensación fue simplemente de agradecimiento, ya que habíamos conseguido acabar la partida sin que nadie saliera herido.
Estuvimos de acuerdo en que la persona idónea para decidir la controversia acerca de los puntos era el redactor jefe de The Field. Pero aún a día de hoy, dichos puntos siguen siendo dudosos.
El capitán entró en mi estudio a la mañana siguiente.
—Si aún no ha escrito esa carta a The Field, cuando lo haga no mencione mi nombre. Me conocen y preferiría que no supieran que he estado jugando con alguien que no es capaz de mantener su bola dentro de las cuatro paredes de una sala de billar.
—Bueno —le contesté—. Yo mismo conozco a la mayoría de los chicos de The Field. No suelen meter las narices en una historia como esta, aunque cuando lo hacen, tienden a insistir en ella. Mi idea también era mantener mi propio nombre alejado de todo esto.
—No es un problema que surja muy a menudo —dijo el capitán—. Yo en su lugar me olvidaría.
Pero yo quería resolver la cuestión. Al final, le escribí una sucinta carta al jefe de redacción, alterando la escritura y con nombre y dirección falsos. De todas maneras, si alguna vez publicaron una respuesta, me la perdí.
Personalmente, estoy convencido de que en algún lugar dentro de mí hay un buen jugador, pero si tan solo pudiera persuadirlo para que emergiera de mi interior... Debe de ser muy tímido, eso es todo. No parece capaz de jugar cuando la gente lo está mirando. Los tiros que falla cuando hay alguien pendiente provocarían una idea equivocada de él. Cuando no hay nadie alrededor, juega partidas perfectas y realiza jugadas redondas que no se ven muy a menudo. Si algunas personas que creen ser quién sabe qué pudieran verme cuando juego solo, perderían su vanidad. Solo una vez jugué como considero que es mi verdadera manera de jugar y dio lugar a un debate. Estaba en un hotel, en Suiza, y la segunda noche un joven de aspecto agradable, que dijo que se había leído todos mis libros (más tarde, pareció sorprenderse al saber que había escrito más de dos) me preguntó si quería jugar con él a cien puntos. Jugamos y yo pagué por la mesa. A la noche siguiente me dijo que pensaba que la partida sería mucho más interesante si me daba cuarenta puntos de ventaja; y me ganó. Acabamos enseguida y después me sugirió que me inscribiera en un torneo que estaban organizando.
—Me temo que no juego lo suficientemente bien —objeté—. Una partida tranquila con usted es una cosa...pero un torneo con una multitud mirando...
—No debería dejar que eso lo perturbe —dijo—. Aquí hay algunos que juegan peor que usted. Es una manera como otra cualquiera de pasar la noche.
Era un torneo amistoso. Pagué mis veinte marcos y recibí un hándicap de cien puntos. En la primera partida me tocó un tipo de esos que no paran de hablar y que comenzó con veinte puntos de desventaja. Durante los primeros cinco minutos ninguno de los dos hicimos nada especial; entonces me apunté cuarenta y cuatro puntos en una sola serie de tacadas.
De principio a fin, ninguno de mis tiros fue por casualidad. No había estado tan asombrado en toda mi vida. Me parecía que era el propio taco el que estaba jugando por su cuenta.
Menos Veinte estaba aún más asombrado. Lo escuché al pasar:
—¿Quién le ha dado el hándicap a este hombre? —preguntó.
—Yo —respondió el joven agradable.
—¡Ah! —dijo Menos Veinte—, amigo tuyo, supongo.
Hay noches en que la suerte parece estar de tu parte. Acabamos en menos de tres cuartos de hora y me anoté doscientos cincuenta puntos. Le expliqué a Menos Veinte (que al final se había convertido en Más Sesenta y Tres) que esa noche mi juego había sido algo excepcional. Él me dijo que había oído hablar de casos similares. Dejé que le hablara al comité con frivolidad. Estaba muy lejos de ser un hombre agradable.
Después ya no quería ganar; y eso, por supuesto, fue fatal. Cuanto más intentaba tirar mal, más imposible me resultaba fallar. Al final me tocó enfrentarme al huésped de otro hotel. Si no hubiera sido por eso, estoy convencido de que habría abandonado. Pero los jugadores de nuestro hotel no querían que renunciara de ninguna manera, más bien querían que ganara al jugador del otro hotel. Así que se reunieron en torno a mí, me ofrecieron buenos consejos y me rogaron que tuviera cuidado, con el resultado natural de que inmediatamente volví a mi forma habitual de jugar.
Nunca antes ni después he jugado como jugué aquella vez. Pero descubrí que podía hacerlo. Compraré una mesa nueva, esta vez con las troneras adecuadas. Hay algo raro en nuestras troneras. Las bolas entran y vuelven a salir. Se podría pensar que