serían rescatados. Se trataba de resistir hasta que eso sucediera.
Cuando escucharon por radio (aparato que les permitía oír, pero no transmitir) que las acciones de búsqueda habían sido abandonadas, el líder perdió fuerza porque ni él mismo ni nadie creía ya en el rescate como alternativa. Ahora, no se trataba primordialmente de mantener el orden y la cohesión a la espera de un inminente rescate, sino de resolver cómo se proveerían de agua y comida por un plazo que imaginaban sería prolongado: dado que el accidente había ocurrido durante octubre, estimaron que recién podrían intentar salir de allí por sus medios cuando estuviera más avanzada la primavera. En esa encrucijada, y viendo que la comida se terminaría pronto, empezaron a comprender que la única –y terrible– forma de sobrevivir sería alimentarse de quienes habían muerto. En las conversaciones, se fueron articulando dos ideas cruciales. La primera fue que deberían encarar un plan para salir de allí y pedir ayuda; no podían simplemente esperar. La segunda, que deberían tomar el único recurso disponible para mantenerse vivos: los cuerpos de los fallecidos. Estos dos nuevos desafíos (buscar ayuda y alimentarse) impulsaron el surgimiento de otra estructura social donde convivían tres grupos: quienes aceptaron la idea de comer carne humana; quienes sentían que no podían hacerlo; y quienes se debatían entre las dos posiciones anteriores. Estos últimos encontraron en la comunión religiosa una metáfora que les permitía conciliar sus principios con las urgencias impuestas por las circunstancias, absolutamente dramáticas.
Cuando se producen cambios imprevistos y extremos, cuando el contexto ejerce una altísima presión, nadie puede establecer con claridad qué respuestas adaptativas encontrarán más eco o resultarán más adecuadas. Lo que un individuo pueda hacer personalmente para liderar a los demás no es evidente sino pura especulación. Solo cuando el sistema vuelve a adquirir equilibrio, dice Smith, es posible descubrir qué conductas fueron las que lo llevaron hasta allí: el liderazgo, como la estrategia, aparece más claramente cuando miramos hacia el pasado que al intentar adivinar el futuro. En otras palabras, los actos de liderazgo son respuestas –a veces deliberadas, y en muchos casos espontáneas e inconscientes– a situaciones percibidas como críticas. Esos actos no se proponen tanto liderar como contribuir a la supervivencia. Y aunque en muchos casos existe la intención de encontrar seguidores, en otros se trata simplemente de que toda conducta humana es un modelo susceptible de ser imitado.
El liderazgo, como la estrategia, aparece más claramente cuando miramos hacia el pasado que al intentar adivinar el futuro. En otras palabras, los actos de liderazgo son respuestas –a veces deliberadas, y en muchos casos espontáneas e inconscientes– a situaciones percibidas como críticas.
El intento sistemático de búsqueda de ayuda por parte de los sobrevivientes de los Andes se inició unos sesenta días después del accidente, con la elección de unos pocos, tres, expedicionarios a los que se les dieron todos los privilegios (principalmente, el mejor abrigo y comida). Tenían una misión definida: abandonar el lugar e ir a buscar ayuda. ¿Qué nos dice, entonces, esta mirada del liderazgo? Que el liderazgo no depende solamente de quiénes y cómo son las personas; es una función que se va desplazando de acuerdo a cómo se modifican las redes vinculares para adaptarse a las circunstancias a las que la organización debe responder. Recuerdo que cuando le pregunté a Pedro Algorta, uno de los sobrevivientes, si estos elegidos para cruzar los Andes a pie buscando ayuda eran los líderes, contestó con absoluta seguridad: “No, ellos eran los héroes, porque hacían lo que ningún otro podía hacer. El liderazgo pasaba por otro lado”.
Es necesario aprender a pensar el liderazgo menos como un “estado” o un “don” de las personas y más como una actividad que está en manos de quien pueda responder a un desafío imprevisto.
¿Cómo se conjuga la idea de que el ejercicio del liderazgo rota según los desafíos adaptativos que plantea el contexto con la necesidad de orden y previsibilidad que toda organización requiere? Mal, se conjuga mal. Sin embargo, la salud de la organización depende de que pueda soportar y (más importante) aprovechar la tensión entre el proceso rutinario y la búsqueda permanente de la mejor respuesta adaptativa a su entorno, aprendiendo a enfrentar lo inesperado. En suma, es necesario aprender a pensar el liderazgo menos como un “estado” o un “don” de las personas y más como una actividad que está en manos de quien pueda responder a un desafío imprevisto.
¿Quiénes serán los próximos líderes en nuestra organización, en nuestra sociedad, en el mundo? La respuesta es tan difícil de anticipar como cuáles serán los próximos desafíos (sobre todo, post-pandemia). De la misma manera, entender quiénes lideran en una situación determinada no es fácil. A pesar de que nuestros modelos confunden al líder con el héroe, el liderazgo no es siempre un hecho evidente. Cada uno aprende de los demás y ni el que enseña ni el que aprende son siempre conscientes de lo que están haciendo. El siglo XXI nos demanda abandonar la antinomia taylorista entre “los que piensan y los que hacen” para ir hacia una formación generalista de las personas en la organización, central para generar respuestas adaptativas creativas, que luego darán origen a estrategias emergentes o aumentarán las probabilidades de generarlas.
Sucede lo inesperado
Como sostenía J.M. Keynes, aunque nos disponemos para enfrentar lo inevitable, lo que sucede es lo inesperado. ¿Cómo prepararnos para afrontar esa incertidumbre? ¿Cuál es el rol del management en una época en que cada vez es más frecuente lo que no hemos podido prever?
A fines del siglo XIX y principios del XX, en un mundo donde la producción era mucho más compleja que la venta y las empresas eran “fábricas”, el desafío era hacer bien y barato aquello que ya se sabía hacer bajo la dirección del supervisor, el jefe, el gerente. La organización piramidal taylorista –donde el hacer y el pensar estaban cuidadosamente divorciados según un diseño técnico, y la obediencia constituía un valor central– proveía el formato más congruente con ese contexto de trabajo. Hoy, en cambio, decirle a la gente qué, cómo y cuándo debe hacer su tarea es cada vez más difícil, como ya explicamos, por dos razones: la primera, porque en algunos casos las personas saben mejor que sus jefes qué deben hacer; la segunda, porque raramente los gerentes saben de antemano qué es lo que hay que hacer.
La figura taylorista del gerente como fuente del saber sobre la tarea se encuentra migrando hacia un estilo de management más centrado en construir sentido junto con su gente, acercando las distintas prácticas que pueblan la organización.
Generar bienes o servicios en un mundo hipercompetitivo exige grados muy elevados de especialización y, consecuentemente, de integración. Eso obliga a que la función de supervisión esté centrada en lograr la arquitectura de grupos que –por su especialización– tenderían naturalmente a dispersarse. Reunir distintas prácticas para enfrentar problemas nuevos genera conocimientos tan recientes para las personas como para quien las supervisa. En consecuencia, la figura taylorista del gerente como fuente del saber respecto de la tarea se encuentra migrando hacia un estilo de management más centrado en construir sentido junto con la gente, acercando las distintas prácticas que pueblan la organización.
Con respecto al liderazgo, debemos acostumbrarnos a dejar de pensarlo como la confluencia permanente de poder en ciertos vértices (que coinciden con el organigrama) para verlo más como una constelación de respuestas improvisadas e imprevistas a los problemas que surgen. Si prestamos atención, veremos el liderazgo distribuido en la organización: una cantidad inesperada de líderes momentáneos, que aparecen y desaparecen como luciérnagas en la noche, solucionando problemas que nadie había pensado que iban a ocurrir ni que ellos iban a resolver. Algunas pocas de esas respuestas espontáneas resultan exitosas, se afincan, se convierten en líneas de trabajo y, en algún momento, son instituidas y pasan a ser una estrategia. Como la mayor parte de los intentos son eliminados por ser inadecuados o por mudanzas del contexto, la organización necesita mucha iniciativa y muchos destellos de liderazgo para poder enfrentar las circunstancias cambiantes que caracterizan al siglo XXI.
El liderazgo siempre existe. El desafío hoy es que la autoridad (el supervisor, el jefe, el gerente) desempeñe las funciones que el contexto demanda: guiar, contener y fijar reglas de juego claras. Luego, si la organización