de oro o les daban martillazos para reducirlos a un formato más fácil y manuable… Arrojaban al crisol, para convertir el metal en barras, todo el tesoro del templo: las placas que habían cubierto los muros, los asombrosos árboles forjados, pájaros y otros objetos del jardín».[18]
Hoy día, en el Zócalo, la inmensa plaza desnuda del centro de la capital de México, la catedral católica se alza sobre las ruinas del templo más importante de Tenochtitlán, y el palacio de gobierno está emplazado sobre la residencia de Cuauhtémoc, el jefe azteca ahorcado por Cortés. Tenochtitlán fue arrasada. El Cuzco corrió, en el Perú, suerte semejante, pero los conquistadores no pudieron abatir del todo sus muros gigantescos y hoy puede verse, al pie de los edificios coloniales, el testimonio de piedra de la colosal arquitectura incaica.
Esplendores del Potosí: el ciclo de la plata
Dicen que hasta las herraduras de los caballos eran de plata en la época del auge de la ciudad de Potosí.[19] De plata eran los altares de las iglesias y las alas de los querubines en las procesiones: en 1658, para la celebración del Corpus Christi, las calles de la ciudad fueron desempedradas, desde la matriz hasta la iglesia de Recoletos, y totalmente cubiertas con barras de plata. En Potosí la plata levantó templos y palacios, monasterios y garitos, ofreció motivo a la tragedia y a la fiesta, derramó la sangre y el vino, encendió la codicia y desató el despilfarro y la aventura. La espada y la cruz marchaban juntas en la conquista y en el despojo colonial. Para arrancar la plata de América, se dieron cita en Potosí los capitanes y los ascetas, los caballeros de lidia y los apóstoles, los soldados y los frailes. Convertidas en piñas y lingotes, las vísceras del cerro rico alimentaron sustancialmente el desarrollo de Europa. «Vale un Perú» fue el elogio máximo a las personas o a las cosas desde que Pizarro se hizo dueño del Cuzco, pero a partir del descubrimiento del cerro, Don Quijote de la Mancha habla con otras palabras: «Vale un Potosí», advierte a Sancho. Vena yugular del Virreinato, manantial de la plata de América, Potosí contaba con 120.000 habitantes según el censo de 1573. Solo veintiocho años habían transcurrido desde que la ciudad brotara entre los páramos andinos y ya tenía, como por arte de magia, la misma población que Londres y más habitantes que Sevilla, Madrid, Roma o París. Hacia 1650, un nuevo censo adjudicaba a Potosí 160.000 habitantes. Era una de las ciudades más grandes y más ricas del mundo, diez veces más habitada que Boston, en tiempos en que Nueva York ni siquiera había empezado a llamarse así.
La historia de Potosí no había nacido con los españoles. Tiempo antes de la conquista, el inca Huayna Cápac había oído hablar a sus vasallos del Sumaj Orcko, el cerro hermoso, y por fin pudo verlo cuando se hizo llevar, enfermo, a las termas de Tarapaya. Desde las chozas pajizas del pueblo de Cantumarca, los ojos del inca contemplaron por primera vez aquel cono perfecto que se alzaba, orgulloso, por entre las altas cumbres de las serranías. Quedó estupefacto. Las infinitas tonalidades rojizas, la forma esbelta y el tamaño gigantesco del cerro siguieron siendo motivo de admiración y asombro en los tiempos siguientes. Pero el inca había sospechado que en sus entrañas debía albergar piedras preciosas y ricos metales, y había querido sumar nuevos adornos al Templo del Sol en el Cuzco. El oro y la plata que los incas arrancaban de las minas de Colque Porco y Andacaba no salían de los límites del reino: no servían para comerciar sino para adorar a los dioses. No bien los mineros indígenas clavaron sus pedernales en los filones de plata del cerro hermoso una voz cavernosa los derribó. Era una voz fuerte como el trueno, que salía de las profundidades de aquellas breñas y decía, en quechua: «No es para ustedes; Dios reserva estas riquezas para los que vienen de más allá». Los indios huyeron despavoridos y el inca abandonó el cerro. Antes, le cambió el nombre. El cerro pasó a llamarse Potojsi, que significa: «Truena, revienta, hace explosión».
«Los que vienen de más allá» no demoraron mucho en aparecer. Los capitanes de la conquista se abrían paso. Huayna Cápac ya había muerto cuando llegaron. En 1545, el indio Huallpa corría tras las huellas de una llama fugitiva y se vio obligado a pasar la noche en el cerro. Para no morirse de frío, hizo fuego. La fogata alumbró una hebra blanca y brillante. Era plata pura. Se desencadenó la avalancha española.
Fluyó la riqueza. El emperador Carlos V dio prontas señales de gratitud otorgando a Potosí el título de Villa Imperial y un escudo con esta inscripción: «Soy el rico Potosí, del mundo soy el tesoro, soy el rey de los montes y envidia soy de los reyes». Apenas once años después del hallazgo de Huallpa, ya la recién nacida Villa Imperial celebraba la coronación de Felipe II con festejos que duraron veinticuatro días y costaron ocho millones de pesos fuertes. Llovían los buscadores de tesoros sobre el inhóspito paraje. El cerro, a casi cinco mil metros de altura, era el más poderoso de los imanes, pero a sus pies la vida resultaba dura, inclemente: se pagaba el frío como si fuera un impuesto y en un abrir y cerrar de ojos una sociedad rica y desordenada brotó, en Potosí, junto con la plata. Auge y turbulencia del metal: Potosí pasó a ser «el nervio principal del reino», según lo definiera el virrey Hurtado de Mendoza. A comienzos del siglo XVII, ya la ciudad contaba con treinta y seis iglesias espléndidamente ornamentadas, otras tantas casas de juego y catorce escuelas de baile. Los salones, los teatros y los tablados para las fiestas lucían riquísimos tapices, cortinajes, blasones y obras de orfebrería; de los balcones de las casas colgaban damascos coloridos y lamas de oro y plata. Las sedas y los tejidos venían de Granada, Flandes y Calabria; los sombreros de París y Londres; los diamantes de Ceilán; las piedras preciosas de la India; las perlas de Panamá; las medias de Nápoles; los cristales de Venecia; las alfombras de Persia; los perfumes de Arabia, y la porcelana de China. Las damas brillaban de pedrería, diamantes y rubíes y perlas, y los caballeros ostentaban finísimos paños bordados de Holanda. A la lidia de toros seguían los juegos de sortija y nunca faltaban los duelos al estilo medieval, lances del amor y del orgullo, con cascos de hierro empedrados de esmeraldas y de vistosos plumajes, sillas y estribos de filigrana de oro, espadas de Toledo y potros chilenos enjaezados a todo lujo.
En 1579, se quejaba el oidor Matienzo: «Nunca faltan –decía– novedades, desvergüenzas y atrevimientos». Por entonces ya había en Potosí ochocientos tahúres profesionales y ciento veinte prostitutas célebres, a cuyos resplandecientes salones concurrían los mineros ricos. En 1608, Potosí festejaba las fiestas del Santísimo Sacramento con seis días de comedias y seis noches de máscaras, ocho días de toros y tres de saraos, dos de torneos y otras fiestas.
España tenía la vaca, pero otros tomaban la leche
Entre 1545 y 1558 se descubrieron las fértiles minas de plata de Potosí, en la actual Bolivia, y las de Zacatecas y Guanajuato en México; el proceso de amalgama con mercurio, que hizo posible la explotación de plata de ley más baja, empezó a aplicarse en ese mismo período. El rush de la plata eclipsó rápidamente a la minería de oro. A mediados del siglo XVII la plata abarcaba más del 99% de las exportaciones minerales de la América hispánica.[20]
América era, por entonces, una vasta bocamina centrada, sobre todo, en Potosí. Algunos escritores bolivianos, inflamados de excesivo entusiasmo, afirman que en tres siglos España recibió suficiente metal de Potosí como para tender un puente de plata desde la cumbre del cerro hasta la puerta del Palacio Real al otro lado del océano. La imagen es, sin duda, obra de fantasía, pero de cualquier manera alude a una realidad que, en efecto, parece inventada: el flujo de la plata alcanzó dimensiones gigantescas. La cuantiosa exportación clandestina de plata americana, que se evadía de contrabando rumbo a las Filipinas, a la China y a la propia España, no figura en los cálculos de Earl J. Hamilton,[21] quien a partir de los datos obtenidos en la Casa de Contratación ofrece, de todos modos, en su conocida obra sobre el tema, cifras asombrosas. Entre 1503 y 1660, llegaron al puerto de Sevilla ciento ochenta y cinco mil kilos de oro y dieciséis millones de kilos de plata. La plata transportada a España en poco más de un siglo y medio excedía tres veces el total de las reservas europeas. Y estas cifras, cortas, no incluyen el contrabando.
Los metales arrebatados a los nuevos dominios coloniales estimularon el desarrollo económico europeo y hasta puede decirse que lo hicieron posible. Ni siquiera los efectos de la conquista de los tesoros persas que Alejandro Magno volcó sobre