gobernador de La Española, Nicolás de Ovando, hacia 1504, al pretender hacer por primera vez de la factoría una colonia gobernada por cabildos municipales, fundó ciudades y villas conforme al modelo del municipio castellano, (Salcedo, 1996, p. 24). Nicolás de Ovando, como militar comendador de la Orden de Alcántara, había sido testigo de la toma cristiana de Granada, hecho que explica, aparte del establecimiento del régimen de la encomienda, precisamente su intención de organizar colonias basadas en la fundación de ciudades a la manera castellana, para las cuales aplicó, como era de esperarse, la traza regular (Salcedo, 1996, p. 40). De ahí en adelante,
todo territorio que, una vez explorado, prometiera ser adecuado para establecer una colonia, era ocupado y poblado, por capitulación o por comisión, de manera similar: la conquista culminaba con la fundación de ciudades, la elección de cabildos, las adjudicaciones de tierras y solares y de indios en encomienda entre los vecinos propietarios más destacados en la jornada. (Salcedo, 1996, p. 24)
Es importante también establecer cómo las fundaciones españolas atendieron a esa fuerte segregación y discriminación social y económica imperante. No solo trasladaron a América las jerarquías urbanas de “villas” y “ciudades” existentes en la península, sino que agregaron nuevas diferenciaciones correspondientes con el territorio al que dominaban como, el establecimiento de “repúblicas de los blancos” para contraponerlas a la “república de los indios”, que invariablemente eran el resultado de nuclear y concentrar los asentamientos dispersos de los nativos, para poder controlarlos y dominarlos: “La jerarquización del espacio en función del poder” (Zambrano, 1993, p. 26). Pero los pueblos de indios no eran “fundados” como las ciudades o villas, sino “entablados”, “reducidos” o “agregados”, dado que sus habitantes eran naturales que pasaban a residir en poblados geométricamente organizados (Salcedo, 2000, p. 67). Desde este punto de vista, la categoría de “villa”, que en España era correspondiente al “villano”, es decir, al rústico desposeído de nobleza e hidalguía, en el continente americano estaba asociada al poblado indígena. Entonces, la segregación social de la sociedad colonial, “jerarquizada por estamentos, concentró a la población en núcleos urbanos igualmente jerarquizados en su autonomía relativa política y jurisdiccional” (Salcedo, 2000, p. 66). Y en la cúspide está la “ciudad”, el hábitat de los supuestos nobles –en América, cualquier ibérico se convertía en aristócrata–, que tiene antecedentes históricos que le dan el significado del que se apropia la hidalguía española: la ciudad como símbolo de la libertad y del privilegio. En el medioevo europeo la ciudad era la manera de escapar a la servidumbre feudal; “el aire de la ciudad nos hace libres”, nos recuerda Carlos Fuentes al respecto, regla de la cual España no fue la excepción (Fuentes, 1992, p. 75). Y si nos remontamos más atrás, los romanos hicieron valer su condición de tales mediante la adopción del concepto de “ciudadanía” o de “ciudadanos” para contraponerlo al mundo bárbaro. Ese concepto de ciudad o civitas le concedía desde esa época un fuero especial a los núcleos urbanos preeminentes, que se diferenciaban de los habitados por los villanos en las aldeas sumidas en la ruralidad. Eran los privilegios que proporcionaba la condición de “ciudadanos” a quienes las leyes, como aquella de Alfonso el Sabio, establecían que el monarca debía de “amar, e honrar [...] porque ellos son como tesoros y rrayz de los Reinos” (Partida II, 10,3) (Fuentes, 1992, pp. 74-75). Pero allí la ciudad libre era disputada por las monarquías emergentes en su lucha por el control feudal, al mismo tiempo que emprendían la reconquista del territorio ocupado por los árabes ocho siglos atrás. En esa tácita alianza entre las nacientes burguesías y el rey surgen los primeros gérmenes de democracia de la Edad Moderna: las asambleas, llamadas cortes (ayuntamientos o cabildos) y los alcaldes electos, instancias que constituyeron tempranamente la municipalidad que había adquirido el derecho político del autogobierno5; y esos fueron los inicios de la incipiente democracia urbana en América (Fuentes, 1992, pp. 75-76). Una vez derrotados los “moros”, expulsados los judíos de la península y emprendida la conquista de América, se prolongó el papel de España por medio de esas instituciones ciudadanas que garantizaron el poder real y la defensa de la fe católica. Entonces, los primeros signos de democracia burguesa de occidente, las municipalidades libres, se constituyeron, en nuestros territorios, en los instrumentos del vasallaje y la opresión; y las ciudades –expresiones del naciente mercantilismo universal–, en núcleos jerárquicos del poder semifeudal.
El sentido práctico de la traza de ciudades
Un aspecto que es necesario considerar es el que corresponde al pragmatismo que estuvo presente en los trazados fundacionales y que fue la constante en la historia de la ‘planificación’ de ciudades y, particularmente, en los procesos urbanos españoles. En verdad, a pesar de las teorías, las Ordenanzas y los rituales que concretaban ideales políticos y religiosos, el acto de trazar una población era un hecho eminentemente práctico6, realizado la mayoría de las veces por comandantes sin instrucción ni cultura urbana, aventureros, forajidos e incluso muchos analfabetos. Había que demarcar el “espacio” civilizador, la futura área urbana.
Marcación del territorio americano, pues es eso, ‘marcación’ más que ‘fundación de ciudades’: acotamiento del espacio geométrico (plaza, calle), y la localización de un punto tangible de orientación, formando un ‘accidente geográfico’, un signo legible dentro de la extensión ilimitada. (Arango, 1989, p. 41)
Y para trazar o marcar el área no hacía falta sino un cordel, a veces una regla de vara y algún instrumento para ‘trazar’ en un papel o en la tierra un esquema, y alguna perspicacia para definir la localización y la orientación del poblado. Porque, además, era una cosa sabida: estaba en la memoria de quienes poblaban, porque habían vivido o conocían ciudades regulares y había alguien en la expedición colonizadora que tenía alguna experiencia fundadora en aquella red de poblados. Ese era el saber que requería cualquier oficio en la premodernidad: saber que no variaba en lo fundamental, que era trasmitido de maestro a aprendiz y de generación a generación. Por eso, así las Ordenanzas en la letra fueran muy precisas y rigurosas en muchos aspectos, en la práctica, y específicamente en lo que tenía que ver con el trazado, se aplicaba lo que se conocía –las Ordenanzas daban por sentada la traza regular–, y si se introducían variaciones, estas respondían más a las particularidades físicas del lugar que a intenciones del fundador, que de todas maneras algunas veces se produjeron. Al respecto, es importante puntualizar que los españoles eligieron para la fundación generalmente los lugares llanos: en litorales, valles y altiplanos. Las ciudades sobre terrenos inclinados o de ladera fueron la excepción.
La cuadrícula se debía imponer, además, para facilitar la delimitación equitativa de solares entre los diferentes estamentos y rangos de los fundadores. Por eso el rectángulo era propicio para concretar lo que Jacques Aprile-Gniset, el historiador de la ciudad colombiana, describe como el “traslado a América de la propiedad privada”; y puntualiza:
A un nuevo contenido social, en este caso caracterizado por la exaltación de la propiedad privada del suelo, corresponde una forma que la debe respaldar y garantizar [...] el diseño urbano basado en la geometría del ángulo recto se convierte en la negación y contrario del diseño americano