Louisa May Alcott

Mujercitas


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cortos y si te presentan a alguien no le estreches la mano, no resulta nada apropiado.

      —¿Cómo sabes tanto sobre lo que es o no es apropiado? Yo no tengo ni idea. ¡Qué música tan alegre!

      Se dirigieron a la sala un tanto intimidadas, porque no solían acudir a fiestas y, por informal que fuese aquella reunión, para ellas era todo un acontecimiento. La señora Gardiner, una anciana muy elegante, las saludó afectuosamente y las dejó en compañía de la mayor de sus seis hijas. Meg ya conocía a Sallie y se sintió a gusto enseguida; pero Jo, a la que no le interesaban demasiado las chicas ni los cotillees, permaneció quieta, con la espalda pegada a la pared, sintiéndose tan fuera de lugar como un potro en un jardín con flores. En otra parte de la sala, media docena de muchachos joviales charlaban sobre patines, y a ella le hubiese encantado sumarse a la conversación porque el patinaje era una de sus pasiones. Cuando comunicó a Meg su deseo, ésta arqueó las cejas con tal vehemencia que la joven no osó moverse. Nadie iba a hablar con Jo, y las jóvenes que estaban a su lado se alejaron de ella poco a poco, hasta que se quedó totalmente sola. Como no podía ir a dar una vuelta por la sala para entretenerse sin que la quemadura de su vestido quedase al descubierto, se conformó con contemplar a los asistentes con cierta melancolía hasta que el baile dio comienzo. A Meg la invitaron a bailar enseguida; se movía con tal gracia a pesar de lo ajustado de sus zapatos que nadie hubiese sospechado el dolor que ocultaba su sonrisa. Jo vio que un joven alto y pelirrojo se acercaba a ella y, temerosa de que le pidiese un baile, se ocultó tras unas cortinas con la intención de observar la fiesta desde su escondite, a solas y en paz. Por desgracia, alguien igualmente tímido había escogido el mismo refugio antes, por lo que, al descorrer la cortina, se dio de bruces con el joven Laurence.

      —¡Dios mío, no sabía que hubiese alguien aquí! —exclamó Jo, dispuesta a salir tan rápido como había entrado.

      Aunque su sorpresa era evidente, el joven sonrió y dijo en tono afable:

      —No se preocupe por mí; puede quedarse si lo desea.

      —¿No le molestaré?

      —En absoluto. Me he escondido porque no conozco a casi nadie y no me siento cómodo entre desconocidos.

      —A mí me ocurre lo mismo. Por favor, si no pensaba irse, no lo haga por mí.

      El joven volvió a sentarse y bajó la mirada al suelo, hasta que Jo, en un intento de mostrarse amable y educada, reanudó la conversación:

      —Creo que he tenido el placer de verle antes, vive cerca de nuestra casa, ¿verdad?

      —Somos vecinos. —El joven levantó los ojos y rió abiertamente al ver el aire remilgado que Jo había adoptado, pues recordaba la vez que habían hablado sobre críquet cuando él le llevó el gato perdido a casa.

      Su reacción tranquilizó a Jo, que se echó a reír también y dijo con todo el corazón:

      —Pasamos una tarde estupenda gracias a su regalo de Navidad.

      —Fue mi abuelo quien lo envió.

      —Pero seguro que usted se lo propuso, ¿no es así?

      —¿Qué tal está su gato, señorita March? —preguntó el joven tratando de ponerse serio, mientras el brillo de sus ojos negros delataba lo bien que lo estaba pasando.

      —Muy bien, señor Laurence, gracias. Pero le ruego que no me llame señorita March, soy Jo —dijo la joven.

      —Y yo no soy el señor Laurence, soy simplemente Laurie.

      —Laurie Laurence, vaya nombre más raro.

      —Me llamo Theodore, pero, como mis compañeros me llamaban Dora y no me gustaba, decidí usar Laurie.

      —Yo también detesto mi nombre, es muy romanticón. Me encantaría que todos me llamasen Jo en lugar de Josephine. ¿Cómo convenció a los muchachos de que dejasen de llamarle Dora?

      —Dándoles una paliza.

      —No puedo dar una paliza a mi tía March, así que supongo que tendré que aguantarme —dijo Jo, resignada, con un suspiro.

      —¿No le gusta bailar, señorita Jo? —preguntó Laurie, que pensaba que el nombre iba perfectamente con ella.

      —Me gusta cuando hay espacio de sobra y la gente está animada. En un lugar como éste, seguro que chocaría con algo, le pisaría el pie a alguien o haría algo terrible, así que para evitar un mal mayor, dejo que Meg se luzca. ¿Usted no baila?

      —A veces. Verá, he vivido en el extranjero bastantes años y todavía no estoy muy hecho a las costumbres de aquí.

      —¡En el extranjero! —exclamó Jo—. ¡Por favor, cuénteme! Me encanta oír relatos de viajes.

      Laurie no parecía saber por dónde empezar, pero las ávidas preguntas de Jo le pusieron de inmediato sobre la pista. Así, el joven le contó que había estudiado en una escuela de Vevey en la que los niños no usaban sombrero, que contaba con una flota de barcos atracados en el lago y que, en vacaciones, organizaban excursiones por Suiza con sus profesores.

      —¡Cómo me hubiese gustado estar ahí! —exclamó Jo—. ¿Conoce París?

      —Estuve allí el invierno pasado.

      —¿Habla francés?

      —En Vevey no se puede hablar otra cosa.

      —Dígame algo en francés. Yo lo entiendo si lo veo escrito, pero mi pronunciación es muy mala.

      —Quel nom a la jeune demoiselle en jolies pantoufles? —dijo Laurie de buen grado.

      —¡Qué bien suena! Déjeme pensar… Ha dicho «¿Cómo se llama la joven de los zapatos bonitos?», ¿verdad?

      —Oui, mademoiselle.

      —Es mi hermana Margaret, pero ¡eso ya lo sabía! ¿Le parece guapa?

      —Sí, me recuerda a las jóvenes alemanas. Su aspecto es juvenil y sereno, y baila como una dama.

      Jo resplandecía de felicidad al oír a un joven alabar de ese modo a su hermana y trató de memorizar cada palabra para transmitírselas a Meg. Desde su escondite, contemplaron la fiesta, hicieron comentarios y críticas y charlaron como dos viejos amigos. Laurie no tardó en superar su timidez, porque la actitud masculina de Jo le divertía y le hacía sentirse cómodo, y ella volvía a ser la alegre criatura de siempre ahora que se había olvidado de su vestido y nadie le arqueaba las cejas. El joven Laurence le caía cada vez mejor. Lo estudió bien para poder describírselo a sus hermanas; como no tenían ningún hermano, y muy pocos primos, los muchachos eran criaturas prácticamente desconocidas para ellas.

      Cabello negro y rizado, piel canela, ojos grandes y negros, nariz larga, buena dentadura, manos y pies pequeños, tan alto como yo; muy amable para ser un chico y realmente divertido. ¿Qué edad tendrá?

      Jo tenía la pregunta en la punta de la lengua, pero se contuvo a tiempo y con un tacto poco habitual en ella optó por buscar la respuesta de forma indirecta.

      —Supongo que no tardará en ir a la universidad. Ya le veo empollando los libros… Quiero decir estudiando mucho. —Jo se ruborizó por el vulgar «empollar» que se le había escapado.

      Laurie sonrió, no pareció escandalizado, y respondió encogiéndose de hombros:

      —Todavía faltan dos o tres años; en cualquier caso, no iré antes de cumplir los diecisiete.

      —¿No tiene más que quince años? —inquirió Jo mirando al joven alto, al que echaba unos diecisiete.

      —Cumpliré dieciséis el mes que viene.

      —¡Cómo me gustaría ir a la universidad! En cambio a usted no parece que le haga mucha