Cecilia Eudave

Al final del miedo


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de abatimiento, al contrario, se mostró aliviada.

      –Bueno, san Jorge.

      –No soy santo, soy Jorge a secas.

      Perdiendo la paciencia, añadió:

      –Como quieras, dime, ¿y ahora qué?

      –¿Qué de qué?

      –¿Cuál es el siguiente paso?

      –¿No sé a qué te refieres?

      –No eres Dios me quedó claro, ¿un ángel? ¿No? Da igual, me tienes que llevar hacia la luz.

      –¿Cuál luz?

      –La eterna.

      Silencio incómodo.

      –A ver. No pagué un dineral en un curso de tanatología para aceptar mi muerte temprana, porque ese era mi destino, dejar esta tierra, jodida, por cierto, para ir a un nuevo plano existencial. Llámalo cielo, paraíso o como quieras. Yo elegí nombrarlo «La Luz». Ahí estaría en paz y total armonía energética. Se me aseguró que alguien me esperaría del otro lado para guiarme. Es donde entras tú. Porque no veo a nadie más a mi alrededor.

      Jorge intentó recordar en medio de aquella conversación si había algún antecedente de esquizofrenia en su familia. No, padecían del colon y reumatismo, de la cabeza nada. El abuso de las drogas, tampoco, fue muy moderado en su juventud, un porrito de vez en vez, cuando la cosa era social y ya entrados en confianza. El alcohol, sí, bebe, no al grado de llegar a ver gente muerta. Suspiró. Con resignación trató de aceptar ese suceso sobrenatural –esas cosas pasan– y enfrentarlo con tranquilidad. Aunque esa aparición podría deberse a otra cosa:

      –Eres un virus, de esos tan evolucionados que hasta hablan. Hace poco leí un artículo sobre el tema.

      –Te aseguro que no lo soy.

      Sin contener más su angustia le gritó:

      –Y yo te aseguro que no soy ningún Dios, en todo caso un loser, y permíteme decirte que en ese rubro me destaco: nada extraordinario como fotógrafo, despreciable como marido, una peste de las que le piden prestado a los amigos porque nunca trae un peso en la bolsa, un egoísta que no tiene hijos porque el mundo le parece un asco, un huevón, no me busco un trabajo decente, y mantenido porque la que lleva las riendas de la casa es mi mujer, y debí decir Luisa. Para ser honestos, ya seguro perdí la cordura, la detesto desde hace un par de años. Ya no cogemos, ni hacemos nada juntos que no sea gritarnos o quedarnos callados con ese odio que nos hemos agenciado desde quién sabe cuándo. Pero como ella no me va a dejar, quién sabe por qué, y yo no quiero ser el malo de la película; además, no tengo ni en qué caerme muerto, por eso aquí estamos jugando a la casita y al matrimonio. Como puedes percibir, soy todo menos un dios. Si no te molesta llamarme Jorge y decirme qué haces en la computadora perturbando mi modesta rutina de zángano, te puedes ir esfumado de mi vida. Y me voy a servir un vodka, o lo que encuentre, y me vale madre que sean las –miró su reloj– 10:46 de la mañana.

      Se puso en pie –con cuidado de no pisar su vómito–, no sin antes observar cómo la cara de la mujer se ensombrecía. Fue en ese momento que le pareció muy bonita con esa bata de tafeta verde, se podía adivinar un lindo cuerpo, no más de treinta y cinco años, supuso. Si otras fueran las circunstancias y él no fuera Jorge, ni estuviera tan seguro de serlo, le habría invitado a salir. «¿Salir?» ¿Qué le pasa?, si es una aparición surgida de los anales de su más depravado inconsciente, porque ¿qué otra cosa podía ser?

      –Soy Raquel.

      –¿Y? –volvió a sentarse.

      –Quería que lo supieras.

      –Bueno, yo soy Jorge. Ni santo ni Dios, ¿de acuerdo?

      Intentó aproximar su enorme ojo a la pantalla lo suficiente para distinguir las facciones de Raquel, ella se dejó observar con cierto abatimiento, resignada.

      –¿Te puedo pedir un favor?

      –No, porque no existes y yo no hago favores.

      –Me queda menos de un minuto, segundos.

      –¿Cómo lo sabes?

      Perdiendo otra vez la paciencia:

      –Lo sé, simplemente lo sé. A lo mejor eso es la muerte.

      –¿Qué?

      –Certezas.

      –¿Certezas?

      –Quiero que me escuches. Ahora todo me parece tan claro: cuando llega la muerte te cubre de orfandad y lo único que ves es el rostro de un extraño. Ni luz ni cielo ni paraíso, solo un extraño con una vida insípida o inútil como la propia. No hay más, no habrá más.

      A él le dolió que Raquel hablara de su realidad con un convencimiento lapidario. Si bien era cierto, no tenía derecho esa mujer aparecida de la nada a restregarle en la cara su mediocre cotidianeidad. Eso pensaba, y en cómo argumentarle su situación de parásito, cuando ella comenzó a evaporarse. Quiso introducir su mano y detener el proceso, sus dedos chocaron contra la pantalla, solo alcanzó a retener las últimas palabras:

      –No hay más, no habrá más.

      Desapareció.

      –Basta. Me urge un trago y me vale que sean las 10:47 de la mañana.

      Abrió la primera botella que encontró, se sirvió y bebió de golpe el tequila. El alcohol lo revitalizó completamente, lo llenó de un deseo violento por descubrir si lo sucedido fue un fenómeno de su imaginación podrida. Escudriñó con sumo cuidado la fotografía, corrió por una lupa por si Raquel se hubiera internado en la habitación. Indagó hacia dentro, la imagen le devolvía una oscuridad plana. Puso su portátil en diversas posiciones para obtener un ángulo que le permitiera ver el interior de cualquiera de las ventanas. Nada.

      –Se ha marchado.

      Lo pronunció en voz alta mientras se le atoró un inmundo malestar que no sabía por qué le aprisionaba el pecho.

      –Ahora me voy a poner como un imbécil sentimental. ¿Qué podía hacer yo por una mujer imaginaria que me creía Dios? Qué.

      Se tomó otro tequila sin quitar la vista de la pantalla. Secretamente ansiaba verla de nuevo.

      II

      –¿Me puedes comunicar con Raquel?

      –¿Con quién?

      –Perdón, con Luisa.

      –Te traicionó el subconsciente ¿no?

      –¿Me la vas a pasar?

      La compañera de trabajo de su esposa demoró en contestar.

      –Me urge hablar con ella.

      –Está ocupada.

      –Es importante.

      Una risa insolente lo sacó de quicio.

      –¿De qué te ríes? Dile, cuando se desocupe, que me llame, porque su esposo ve gente muerta y, además, lo creen un Dios.

      Colgó enfurecido y se sirvió otro tequila, por fin comenzaba a marearse. El ordenador seguía inmóvil en la mesa, de vez en vez entraba en reposo, algo que él corrigió de inmediato modificando ese comando para que la imagen del salvapantallas no se desvaneciera y pudiera observar si Raquel se asomaba de nuevo. Reconoció que había sido muy grosero con ella, no quiso serlo. Si tuvieran otra oportunidad para conversar se daría cuenta de que Jorge no es ni tan loser ni tan mal fotógrafo. No es un excelente marido, sin embargo es una buena persona, sabe escuchar, aunque la haya mandado al carajo en medio de su angustia existencial. Él en el fondo es un buen hombre que necesita una razón para serlo.

      Sonó el teléfono. Seguro era su mujer alarmada porque ve gente muerta en el salvapantallas de su portátil. Por fin contestó. El tono de Luisa no ocultaba su enojo:

      –¿Me llamaste?

      Al