Arthur Conan Doyle

Las aventuras de Sherlock Holmes


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Después de escuchar todo lo que tenían que contarme, me puse otra vez a recorrer los alrededores de la residencia Briony, tramando mi plan de ataque.

      “Evidentemente, este Godfrey Norton era un factor importante en el asunto. Es abogado; esto me sonó mal. ¿Qué relación había entre ellos y cuál era el motivo de sus repetidas visitas? ¿Era ella su cliente, su amiga o su amante? De ser lo primero, probablemente habría puesto la fotografía bajo su custodia. De ser lo último, no era tan probable que lo hubiera hecho. De esta cuestión dependía el que yo continuara mi trabajo en Briony o dirigiera mi atención a los aposentos del caballero en el Temple. Se trataba de un aspecto delicado, que ampliaba el campo de mis investigaciones. Temo aburrirle con estos detalles, pero tengo que hacerle partícipe de mis pequeñas dificultades para que pueda usted comprender la situación.

      —Le sigo atentamente —respondí.

      —Estaba todavía dándole vueltas al asunto cuando llegó a Briony un coche muy elegante, del que se apeó un caballero. Se trataba de un hombre muy bien parecido, moreno, de nariz aguileña y con bigote. Evidentemente, el mismo hombre del que había oído hablar. Parecía tener mucha prisa, le gritó al cochero que esperara y pasó como una exhalación junto a la doncella, que le abrió la puerta, con el aire de quien se encuentra en su propia casa.

      “Permaneció en la casa una media hora, y pude verle un par de veces a través de las ventanas de la sala de estar, andando de un lado a otro, hablando con agitación y moviendo mucho los brazos. A ella no la vi. Por fin, el hombre salió, más excitado aún que cuando entró. Al subir al coche, sacó del bolsillo un reloj de oro y lo miró con preocupación. ‘¡Corra como un diablo! —ordenó—. Primero a Gross & Hankey, en Regent Street, y luego a la iglesia de Santa Mónica, en Edgware Road. ¡Media guinea si lo hace en veinte minutos!’

      “Allá se fueron, y yo me preguntaba si no convendría seguirlos, cuando por el callejón apareció un pequeño y bonito landó, cuyo cochero llevaba la levita a medio abrochar, la corbata debajo de la oreja y todas las correas del aparejo salidas de las hebillas. Todavía no se había parado cuando ella salió disparada por la puerta y se metió en el coche. Sólo pude echarle un vistazo, pero se trata de una mujer deliciosa, con una cara por la que un hombre se dejaría matar.

      “‘—A la iglesia de Santa Mónica, John —ordenó—. Y medio soberano si llegas en veinte minutos’. Aquello era demasiado bueno para perdérselo, Watson. Estaba dudando si hacer el camino corriendo o agarrarme a la trasera del landó, cuando apareció un coche por la calle. El cochero no parecía muy interesado en un pasajero tan andrajoso, pero yo me metí dentro antes de que pudiera poner objeciones. ‘A la iglesia de Santa Mónica —dije—, y medio soberano si llega en veinte minutos’. Eran las doce menos veinticinco y, desde luego, estaba clarísimo lo que se estaba cociendo.

      “Mi cochero se dio bastante prisa. No creo haber ido tan rápido en la vida, pero los otros habían llegado antes. El coche y el landó, con los caballos sudorosos, se encontraban ya delante de la puerta cuando nosotros llegamos. Pagué al cochero y me metí corriendo en la iglesia. No había ni un alma, con excepción de las dos personas que yo había seguido y de un clérigo con sobrepelliz que parecía estar amonestándolos. Los tres se encontraban de pie, formando un grupito delante del altar. Avancé despacio por el pasillo lateral, como cualquier desocupado que entra en una iglesia. De pronto, para mi sorpresa, los tres del altar se volvieron a mirarme y Godfrey Norton vino corriendo hacia mí, tan rápido como pudo.

      “—¡Gracias a Dios! —exclamó—. ¡Usted servirá! ¡Venga, venga! “—¿Qué pasa? —pregunté yo. “—¡Venga, hombre, venga, tres minutos más y no será legal! “Prácticamente me arrastraron al altar, y antes de darme cuenta de dónde estaba, me encontré murmurando respuestas que alguien me susurraba al oído, dando fe de cosas de las que no sabía nada y, en general, ayudando al enlace matrimonial de Irene Adler, soltera, con Godfrey Norton, soltero. Todo se hizo en un instante, y allí estaban el caballero dándome las gracias por un lado y la dama por el otro, mientras el clérigo me miraba resplandeciente por delante. Es la situación más ridícula en que me he encontrado en la vida, y pensar en ello es lo que me hacía reír hace un momento. Parece que había alguna irregularidad en su licencia, que el cura se negaba rotundamente a casarlos sin que hubiera algún testigo, y que mi feliz aparición libró al novio de tener que salir a la calle en busca de un padrino. La novia me dio un soberano, y pienso llevarlo en la cadena del reloj como recuerdo de esta ocasión.

      —Es un giro bastante inesperado de los acontecimientos —dije—. ¿Y qué pasó luego?

      —Bueno, me di cuenta de que mis planes estaban a punto de venirse abajo. Daba la impresión de que la parejita podía largarse inmediatamente, lo cual exigiría medidas instantáneas y enérgicas por mi parte. Sin embargo, en la puerta de la iglesia se separaron: él volvió al Temple y ella a su casa. ‘Saldré a pasear por el parque a las cinco, como de costumbre’, dijo ella al despedirse. No pude oír más. Se marcharon en diferentes direcciones, y yo fui a ocuparme de unos asuntillos propios.

      —¿Que eran...?

      —Un poco de carne fría y un vaso de cerveza —respondió, haciendo sonar la campanilla—. He estado demasiado ocupado para pensar en comer, y probablemente estaré aún más ocupado esta noche. Por cierto, doctor, voy a necesitar su cooperación.

      —Estaré encantado. —¿No le importa infringir la ley? —Ni lo más mínimo. —¿Y exponerse a ser detenido? —No, si es por una buena causa. —¡Oh, la causa es excelente! —Entonces, soy su hombre. —Estaba seguro de que podía contar con usted. —Pero ¿qué es lo que se propone? —Cuando la señora Turner haya traído la bandeja se lo explicaré claramente. Veamos —dijo, mientras se lanzaba vorazmente sobre el sencillo almuerzo que nuestra casera había traído—. Tengo que explicárselo mientras como, porque no tenemos mucho tiempo. Ahora son casi las cinco. Dentro de dos horas tenemos que estar en el escenario de la acción. La señorita Irene, o mejor dicho, la señora, vuelve de su paseo a las siete. Tenemos que estar en villa Briony cuando llegue.

      —Y entonces, ¿qué?

      —Déjeme eso a mí. Ya he arreglado lo que tiene que ocurrir. Hay una sola cosa en la que debo insistir. Usted no debe interferir, pase lo que pase. ¿Entendido?

      —¿He de permanecer al margen?

      —No debe hacer nada en absoluto. Probablemente se producirá algún pequeño alboroto. No intervenga. El resultado será que me harán entrar en la casa. Cuatro o cinco minutos después se abrirá la ventana de la sala de estar. Usted se situará cerca de esa ventana abierta.

      —Sí.

      —Tiene usted que fijarse en mí, que estaré al alcance de su vista.

      —Sí.

      —Y cuando yo levante la mano, así, arrojará usted al interior de la habitación una cosa que le voy a dar, y al mismo tiempo lanzará el grito de “¡Fuego!”. ¿Me sigue?

      —Perfectamente.

      —No es nada especialmente terrible —dijo, sacando del bolsillo un cilindro en forma de cigarro—. Es un cohete de humo corriente de los que usan los fontaneros, con una tapa en cada extremo para que se encienda solo. Su tarea se reduce a eso. Cuando empiece a gritar “¡fuego!”, mucha gente lo repetirá. Entonces, usted se dirigirá al extremo de la calle, donde yo me reuniré con usted al cabo de diez minutos. Espero haberme explicado bien.

      —Tengo que mantenerme al margen, acercarme a la ventana, fijarme en usted, aguardar la señal y arrojar este objeto, gritar “¡Fuego!”, y esperarle en la esquina de la calle.

      —Exactamente. —Entonces, puede usted confiar plenamente en mí. —Excelente. Creo que ya va siendo hora de que me prepare para el nuevo papel que he de representar. Desapareció en su dormitorio, para regresar a los cinco minutos con la apariencia de un afable y sencillo sacerdote disidente. Su sombrero negro de ala ancha, sus pantalones con rodilleras, su chalina blanca, su sonrisa simpática y su aire general de curiosidad inquisitiva y benévola, no podrían haber sido igualados más que por el mismísimo John Hare. Holmes no