G. K. Chesterton

El hombre que fue jueves


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de eso, porque se da la coincidencia de que esta misma noche que usted, por decirlo así, nos ha caído del cielo, la sección de Londres, que se reúne en esta sala, debe elegir su diputado para llenar una vacante del Consejo. Ha muerto súbitamente el que desempeñó, por algún tiempo, con aplauso general, las funciones de Jueves, y hemos convocado un mitin para esta noche, con el fin de nombrarle sucesor.

      Se levantó y se puso a pasear por la estancia con una sonrisa de inquietud; después prosiguió, como al acaso:

      —Syme: siento como si fuera usted mi madre. Siento que puedo confiarme a usted, puesto que usted me ha prometido callar. Quiero decirle a usted una cosa que no lo diría yo a los anarquistas que estarán aquí dentro de diez minutos. Ya sabe usted que vamos a hacer una elección, en cuanto a la forma al menos; pero inútil añadir que el resultado está ya previsto.

      Y bajando modestamente los ojos:

      —Es casi seguro que yo voy a ser el Jueves.

      —¡Mi querido amigo! —exclamó Syme efusivamente—. ¡Mi enhorabuena más cordial!

      ¡Qué brillante carrera!

      Gregory declinó las cortesías con una sonrisa. Atravesando a grandes pasos la estancia, dijo con precipitación:

      —Mire usted: todo está preparado para mí en esta mesa, y la ceremonia será brevísima.

      Acercóse Syme a la mesa, y vio una bastón de verduguillo, un gran revólver Colt, una lata de sandwich y una formidable botella de Brandy. Sobre la silla próxima había una capa.

      —No tengo más que esperar el fin del escrutinio —continuó Gregory animándose—, y entonces me cuelgo la capa, empuño la estaca, me guardo todo lo demás en los bolsillos, y salgo de esta catacumba por una puerta que da sobre el río. Allí estará una lanchita de vapor esperándome, y después... después... ¡Oh loca alegría de sentirse Jueves!

      Y palmeteaba de entusiasmo.

      Syme, que se había sentado, reasumiendo su insolente languidez habitual, se levantó con cierta inquietud.

      —¿Por qué será —preguntó después con tono divagador—, por qué será, Gregory; que me parece usted un excelente muchacho? ¿Por qué sentiré tanta simpatía por usted?

      Una pausa, y luego, con ingenua curiosidad:

      —¿Será porque es usted un formidable asno? Enmudeció, pensativo. Y a poco:

      —¡Demonio! —exclamó—. En mi vida me he visto en una situación más absurda, y no hay más remedio que afrontarla con recursos adecuados. Oiga usted, Gregory: yo le he hecho a usted una promesa antes de entrar aquí, y estoy dispuesto a mantenerla aun bajo el tormento de las tenazas al rojo blanco. ¿Quiere usted, para mi propia seguridad, hacerme la misma promesa?

      —¿Una promesa? —preguntó Gregory asombrado.

      —Sí, hombre, una promesa —dijo Syme muy serio—. Yo juré por Dios no revelar sus secretos a la policía. ¿Quiere usted jurarme, en nombre de la Humanidad, o en nombre de cualquier necedad en que usted crea, que usted no revelará mi secreto a los anarquistas?

      —¿El secreto de usted? —dijo Gregory cada vez más asombrado— Pero ¿usted tiene un secreto?

      —Sí, tengo un secreto. ¿Quiere usted jurar, sí o no? Gregory lo contempló gravemente, y luego exclamó:

      —Yo creo que usted me ha embrujado. ¡Qué manera irresistible de excitar mi curiosidad! Y bien, sí: juro a usted no decir a los anarquistas una palabra de lo que usted me confíe. Pero ¡andando! Porque ellos estarán aquí antes de dos minutos.

      Syme, que se había vuelto a sentar, se levantó lentamente, hundió sus largas manos blancas en los bolsillos del pantalón. Al mismo tiempo, cinco golpes en la mirilla de la puerta anunciaron la llegada del primer conspirador.

      —Bien —dijo Syme conservando su parsimonia—. Se lo diré a usted todo en pocas palabras: sepa usted que su recurso de disfrazarse de poeta anarquista no es exclusivo de usted o de su Presidente. También lo conocemos y practicamos desde hace algún tiempo en Scotland Yard, en el Palacio de la Policía.

      Tres veces quiso saltar Gregory, y tres veces desfalleció.

      —¿Qué dice usted? —preguntó con una voz que no era humana.

      —Lo que usted ha oído —repuso Syme—. Que soy un policía, un detective. Pero chitón que sus compañeros se acercan.

      Por la galería llegaba un vago murmullo de “Mr. Joseph Chamberlain, Mr. Joseph Chamberlain”, dos, tres, treinta veces repetido. A lo largo del corredor subterráneo, se dejaban ya oír los pasos, cada vez más próximos —¡oh solemne imagen!—, de aquella multitud de Joseph Chamberlains.

      Capítulo tercero · El hombre que fue jueves

      Antes de que penetrase en la estancia ninguno de los recién llegados, Gregory se había repuesto de su sorpresa. De un salto, y con un rugido de fiera, se acercó a la mesa, cogió el revólver y apuntó a Syme.

      Syme, sin conmoverse, levantó su mano pálida y elegante.

      —No sea usted ridículo, Gregory —dijo con una dignidad afeminada de eclesiástico—.

      ¿No ve usted que es inútil? ¿No ve usted que nos hemos embarcado juntos y juntos hemos de aguantar el mareo?

      Nada pudo responderle Gregory, pero tampoco acertó a disparar; sólo interrogaba con los ojos.

      —¿No ve usted que los dos estamos en jaque? —continuó Syme—. Yo no puedo decir a la policía que usted es anarquista, y usted no puede decir a los anarquistas que yo soy policía. Lo único que puedo hacer, ya conociéndolo, es vigilarlo. Y usted, conociéndome, tampoco puede hacer conmigo otra cosa. Aquí se trata de un duelo intelectual y singular: mi cabeza contra la de usted. Yo soy un policía desprovisto del auxilio de la policía, y usted, pobre amigo mío, un anarquista desprovisto de toda esa complicada organización tan esencial para la buena marcha de la anarquía. Aquí, si alguno lleva ventaja, es usted: a usted no le rodea la mirada inquisitiva de los guardias, y yo voy a estar rodeado de la desconfiada muchedumbre anarquista. No puedo traicionarlo a usted, pero puedo traicionarme a mí mismo al menor descuido. Paciencia, pues: espere usted a ver cómo me traiciono. Ya verá usted qué bien lo hago.

      Gregory dejó la pistola, y miraba con asombrados ojos a Syme, como si fuera un monstruo marino.

      —No creo en la inmortalidad —dijo al fin—. Pero si, después de todo esto, falta usted a su palabra, creo que Dios haría un infierno para usted solo, para hacerle aullar eternamente.

      —¡Oh! —dijo Syme, orgulloso— yo no falto nunca a mi palabra. Haga usted como yo.

      Aquí están sus amigotes.

      La multitud de anarquistas entró en el cuarto pesadamente, con aire fatigoso. Un hombrecillo de gafas y barbilla negra, que llevaba unos papeles en la mano —un tipo parecido a Mr. Tim Healy— se desprendió del grupo, y acercándose, dijo:

      —Camarada Gregory, supongo que este señor es un delegado foráneo.

      Cogido de repente, Gregory bajó los ojos y balbuceó el nombre de Syme, pero Syme, con un tono casi impertinente, respondió:

      —Me complazco en reconocer que esta puerta está lo bastante bien custodiada, para que sea imposible a un extraño entrar hasta aquí, si no es delegado foráneo.

      Pero el hombrecillo arrugaba el entrecejo con cierta desconfianza.

      —¿Qué sección representa usted? —preguntó—. ¿Qué rama?

      —¡Hombre! Tanto como rama... —dijo Syme riendo—. Más bien la llamaría yo raíz.

      —¿Qué