Leonardo Boff

La casa común, la espiritualidad, el amor


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EL CORAZÓN

       Los derechos del corazón

       Cómo cuidar el corazón

       Amar a los semejantes más que a uno mismo

      En la vida hay momentos en los que tenemos que hacer un alto y formularnos las preguntas que siempre han estado presentes en nuestra mente: ¿hacia dónde se mueve el universo que nos rodea? ¿Cuál será el destino de nuestra Madre Tierra, la única Casa Común que tenemos y que estamos destruyendo? ¿Cuál es el sentido de mi vida, en este corto lapso de tiempo que me es dado vivir en el mundo? ¿Cómo está mi vida interior, cuáles son mis intereses y los valores inmateriales que otorgan un tinte especial a mi existencia? ¿Pongo el corazón en todas las cosas que hago?

      ¿Me esfuerzo por saber algo sobre Dios? Por último, ¿cuál fue el propósito que llevó a Jesús a vivir entre nosotros? ¿Qué puedo esperar después de esta vida?

      Los temas alrededor de los que gira este libro hacen referencia a estos cuestionamientos y los abordan con un lenguaje comprensible para todos. Detrás de ellos hay mucho estudio y un cuerpo de conocimientos acumulado a lo largo de más de 50 años de reflexión. Los mismos tópicos han sido analizados con detalle en innumerables libros que he escrito, y que contribuyen a profundizar en las preguntas antes planteadas, muchas de las cuales son complejas.

      No obstante, nada de lo anterior tendría importancia si estos textos no conducen a los lectores y lectoras a reflexionar de forma personal y tomando como base sus propias experiencias.

      Mi deseo es que los comentarios vertidos en este libro sean capaces de motivar un diálogo crítico y fecundo con sus mentes y corazones.

      Aprendamos la lección que nos dan las piedras. Cuando se friccionan entre sí, producen chispas, y de las chispas nace el fuego. Este, a su vez, genera luz y calor. Que la luz nos muestre el camino a seguir, y que el calor le confiera un sentido más amplio

      a nuestras vidas.

      CÓMO SURGIÓ DIOS EN EL PROCESO DE LA EVOLUCIÓN

      ¿Cómo surgió Dios en el proceso de la evolución? Lo que podemos decir al respecto, con toda sensatez, es: antes del big bang, hace 13,700 millones de años, cuando todo se originó, nada había de lo que hoy existe. Imperaba lo Incognoscible y reinaba el Misterio. Por definición, sobre el Misterio y lo Incognoscible es imposible decir algo. Debido a su propia naturaleza, anteceden a las palabras, las energías, la materia, el espacio y el tiempo.

      Ahora bien, el Misterio y lo Incognoscible son, precisamente, los nombres que las religiones —el cristianismo incluido— emplean para denominar aquello que conocemos, entre otros muchos nombres, como Dios. Ante Él vale más el silencio que la palabra. No obstante, puede ser percibido por la razón reverente, y sentido por el corazón sensible, como una Presencia que colma el universo y hace emerger en nosotros sentimientos de grandeza, majestad, respeto y veneración.

      Situados entre el cielo y la tierra, viendo las miríadas de estrellas, contenemos la respiración y nos llenamos de reverencia. Y, naturalmente, surgen preguntas: ¿quién hizo todo esto? ¿Quién se oculta detrás de la Vía Láctea?

      Casi espontáneamente, respondemos: una Inteligencia suprema, una Realidad inconcebible, en una palabra, fue Dios quien puso todo en marcha. Él es la Fuente Originaria de todos los seres y del Abismo Alimentador y Sustentador de todo, incluso de nuestra propia existencia.

      Él es un Misterio, pero no del tipo que deba darnos miedo; más bien es fascinante, omnipresente y amoroso.

      Dios no se ubica fuera del inconmensurable proceso de evolución que está en curso desde hace 13,700 millones de años. Él permea todo el desarrollo, atravesándolo y, al mismo tiempo, precediéndolo, puesto que nada puede contener a Dios.

      Dios emergió en nuestra conciencia porque antes estaba ya en el universo. Así pues, para ser coherentes debemos decir: Él le pertenece primero al universo, luego irrumpió en nuestra galaxia, después se configuró en nuestro sistema solar, se hizo presente en el planeta Tierra y, finalmente, se hizo consciente en el ser humano, hombre y mujer.

      El portador original de la presencia de Dios es el universo, y el sujeto concreto que lo expresa directamente es el ser humano, parte del universo; en él se gestó la conciencia, y a partir de ella se creó el lenguaje.

      Representamos la parte de la Tierra que siente, reflexiona y ama. Nuestra conciencia es, fundamentalmente, la conciencia de la Tierra y del mismo cosmos, porque la Tierra forma parte de él. A través de la conciencia podemos reconocer a Dios, alabarlo, darle gracias y dar saltos ante Él como si fuéramos niños celebrando delante de sus padres. El universo es el escenario de su gloria. Y nosotros los actores que encarnan sus infinitas cualidades.

      Igual que la célula constituye una parte de los órganos, y cada órgano contribuye a conformar un organismo, cada ser humano es parte de un ecosistema, y cada ecosistema es parte del sistema Tierra, que, a su vez, es una fracción del sistema solar y este del sistema cósmico. Todos estos sistemas —en particular el sistema Tierra— se revelan siempre interconectados y extremadamente complejos. Despiertan grandes cuestionamientos y desafían nuestra razón.

      Solo una Inteligencia ordenadora sería capaz de calibrar todos estos factores, que nos mantienen conectados unos con otros y en un equilibrio dinámico.

      Reconocer este hecho representa un acto de razón, y no implica renunciara nuestro propio pensamiento. Al contrario, significa rendirse humildemente a una Inteligencia más sabia y soberana que la nuestra. Dios puede ser aquello que somos incapaces de comprender con nuestra inteligencia.

      Cuando adoptamos esta actitud de reconocimiento de límites y de humildad, descubrimos que nuestra razón y nuestra inteligencia se encuentran dentro de esa suprema Inteligencia, y constituyen un espléndido reflejo de la misma.

      Nuestra inteligencia es reflejo de la Inteligencia divina. Reconocerlo representa su suprema dignidad. Es la más grande reverencia al Creador.

      La sabiduría oriental lo expresaba de esta manera: «La energía que hace pensar a la inteligencia, no puede ser pensada». Es ella la que posibilita el pensamiento.

      Así es Dios. Él está presente en todo lo que pensamos y hacemos, sin que nos demos cuenta de su presencia. Sin embargo, sin ella nada de lo que existe y acontece sería posible.

      Hay cuatro fuerzas inmutables, ordenadoras de todo el movimiento universal, del proceso de evolución y de nuestro propio equilibrio vital: la fuerza gravitacional (que atrae a todos los seres), la fuerza electromagnética (responsable de las combinaciones químicas), la fuerza nuclear fuerte (que mantiene los elementos primordiales alrededor del núcleo del átomo) y la fuerza nuclear débil (responsable de la lenta disminución de la radiación nuclear). Pero, ¿qué son, exactamente, esas fuerzas?

      No lo sabemos, porque las necesitamos incluso para responder esa pregunta. La ciencia guarda silencio, reverente. Sin embargo, la razón cordial sospecha y se atreve a suponer que ahí radica la presencia de la Energía Primordial, del Gran Espíritu y del Dios Creador, en permanente actividad.

      Estas energías expresan, cada una a su modo, la Majestad,