José Manuel Bernal Llorente

Mi vida, sin recato


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ver el pasado con otro color.

      Hay que aclarar ahora por qué los años permiten contemplar el pasado con ojos nuevos, con una visión clarificadora y positiva, con una mirada complaciente y ajustada. Esto lo debo explicar. Pienso que en este caso ocurre algo parecido a lo que nos pasa cuando decimos que el misterio de Jesús lo desciframos e interpretamos desde la Pascua.

      Aquí ocurre lo mismo que pensamos cuando decimos que los árboles no nos dejan ver el bosque. Así es. Las cosas que nos pasan en la vida solo tienen sentido cuando las vemos en perspectiva, dentro de la cadena de avatares que la configuran. Cuando contemplamos los acontecimientos de nuestro pasado aisladamente los vemos chatos, insignificantes, sin sentido. Solo cuando los relacionamos con el conjunto adquieren su razón de ser, su sentido. El contexto y la relación dan sentido a las cosas, nos da la clave de interpretación; les quita el color desvaído de indefinición y de ambigüedad que les da el aislamiento.

      Dios escribe recto con renglones torcidos

      Esa es la conclusión a la que he llegado con el correr del tiempo. Hasta convertirse en una convicción personal. Lo sentí especialmente con el nacimiento de mis hijos. Dos, uno rubio y con ojos azules, por las raíces celtas de su madre; y otro moreno, como su padre, mesetario y de influencias andaluzas. Yo pensaba entonces: no es posible que Dios, Padre bueno y providente, esté enojado conmigo y, al mismo tiempo, me premie con estos dos hijos. Porque ellos son una bendición de Dios.

      Cuando abandonas el convento y dejas de ejercer el ministerio; cuando empiezas a compartir tu vida con una mujer y tienes hijos con ella; cuando te conviertes en un señor cualquiera y, cuando sales a la calle, nadie te saluda ni te conoce; cuando te ves obligado a abandonar tu actividad docente, dejas de ser catedrático y te conviertes en un don nadie; cuando encuentras un trabajo y, después de haber sido decano de Facultad, ahora te contratan en la categoría laboral de ordenanza; cuando los compañeros del trabajo te eligen como delegado sindical para defender sus derechos y tienes que asistir a las reuniones del comité y batirte como un sindicalista avezado y aguerrido; cuando todo esto ocurre, y otras cosas más que ahora no voy a contar, entonces uno piensa que está escribiendo su historia con renglones torcidos; comienzo a pensar que mi vida ha iniciado una deriva catastrófica, condenada al deshonor y al fracaso.

      Pero, poco a poco, los vaivenes de mi vida comienzan a cambiar de color. Mi mujer y yo nos incorporamos a la comunidad de la Esperanza. Una comunidad cristiana de base, sensible ante los problemas de la Iglesia del postconcilio, muy abierta a las nuevas corrientes de renovación eclesial, comprometida con los nuevos movimientos sociales, solidaria con los grupos de pobres y marginados. Muchos de sus miembros trabajan en Cáritas, Proyecto Hombre, Amnistía Internacional, Economía Solidaria, Comité de África y otro tipo de organizaciones y ONG. Otros están integrados en grupos y partidos políticos aportando, en muchos casos, una colaboración muy activa. La pertenencia a la Comunidad ha enriquecido nuestra vida, –la de la pareja–, nos ha permitido vivir y celebrar la fe desde una sensibilidad nueva, desde el pueblo llano, no desde el presbiterio. Hemos sentido los problemas de otra manera, con otros acentos y con otros colores. Todo esto indudablemente ha supuesto para mí un enriquecimiento.

      Siendo dominico había publicado yo un par de libros. Uno en Roma, en 1971, que llevaba como título Una liturgia viva para una Iglesia renovada (PPC, Madrid) haciéndome eco de los aires renovadores del Concilio; más tarde, en 1985, publiqué otro titulado Iniciación al año litúrgico (Cristiandad, Madrid), que venía a ser un tratado sobre el año litúrgico. Pero mi vocación de escritor se incrementó notablemente después de haber dejado a los dominicos, una vez que me hube jubilado. Ha sido en esta época cuando he publicado buena parte de mis libros. He experimentado una especie de fiebre por escribir. Primero en la Editorial San Esteban, de los dominicos de Salamanca. En esa editorial he publicado tres libros: Celebrar, un reto apasionante (2000), El Domingo, cara y cruz (2001), Cristianos en fiesta y en lucha por la justicia (2004). La editorial Verbo Divino, de Estella (Navarra), ha ido acogiendo durante estos años varias publicaciones mías: Para vivir el año litúrgico (1997), La Celebración. Bases para una comprensión de la liturgia (2010), Anáfora. Aproximación a la plegaria eucarística (2015). Además estas otras publicaciones; dos en Barcelona: La Pascua en la tradición y en sus fuentes (CPL 2012) y Eulogía y Eucaristía. Policromía de sentimientos en el alma del orante (CPL 2019); y otra en Madrid: Reflexiones incómodas sobre la celebración litúrgica (PPC 2014). Cuento esto porque no deja de ser sorprendente. Justamente, durante los años en los que estaba dedicado al estudio, a la investigación y a la docencia en la casa de estudios de los dominicos de Torrent, con una gran biblioteca especializada a mi disposición, con instrumentos de trabajo apropiados en mis manos; durante ese tiempo apenas si me aventuré a la tarea de escribir. Ha sido durante estos años de jubilado, en Logroño, ya secularizado, con escasos medios a mi disposición y envuelto además en las tareas de la casa y de la familia, cuando he podido desarrollar mi vocación de escritor. Volcado, además, a través de mis libros, en las más candentes preocupaciones de la Iglesia, inquieto por los problemas pastorales, percibidos ahora y experimentados desde la base. Quizás podría asegurar que ahora, desde mi situación de esposo y padre de familia, secularizado y todo, me he sentido más dominico, más predicador, más sensible a los problemas pastorales y teológicos de la Iglesia del postconcilio. Nunca hubiera podido pensar que, justamente ahora, al dejar de ejercer el ministerio sacerdotal, haya tenido la ocurrencia de escribir un libro sobre la Anáfora, la plegaria más sacerdotal que tenemos en la liturgia, en el cogollo mismo de la celebración eucarística. Y lo he hecho pensando en mis hermanos los sacerdotes, para transmitirles información doctrinal y sensibilidad litúrgica. Porque sigo sintiéndome solidario y comprometido con los problemas que preocupan a los presbíteros, volcados en el servicio pastoral del pueblo de Dios.

      Hay otro proceso muy significativo que ha marcado mis años durante largo tiempo. Comenzó ya en Roma, durante mis años de profesor en el Angelicum. Yo era entonces uno de los profesores más jóvenes de la Facultad de Teología. Circulaban con fuerza en aquel momento los aires refrescantes y renovadores del Vaticano II, recién estrenado, en la Roma de los años sesenta. Comenzaban las primeras experiencias litúrgicas, llevadas a cabo por atrevidos aventureros que no temían la intervención severa de los altos jerarcas romanos. En la zona del Gianicolo comenzó a ganar notoriedad la misa dominical de una iglesia en la que se tocaban las guitarras y se estrenaban cantos juveniles desenfadados. Una novedad inimaginable y escandalosa en la Roma eterna. Yo me apunté a estos nuevos aires de renovación y comencé a trasmitir a mis clases nuevos estilos de frescura y de juventud. Al volver a España en 1973 seguí manteniendo esta misma línea. Eran tiempos en los que las posturas anticonformistas y promotoras de nuevos cambios en las comunidades iban ganando la batalla a los planteamientos inmovilistas y servidores de la tradición. Fueron momentos difíciles, cargados de tensión y de duros enfrentamientos. También en estos casos yo me apunté a los grupos más abiertos y rupturistas. Reconozco que este talante daba color a todas mis actividades, incluso a mis tendencias políticas, apostando siempre por los posicionamientos e ideologías más abiertas y progresistas.

      Pero la madurez de las canas, o la sensatez de los años, o una providencial evolución operada en mi persona con el paso del tiempo, han ido transformando mi actitud de fondo, mi talante rupturista y renovador. Mi participación en las celebraciones eucarísticas, durante los años que llevo como secularizado, me ha permitido constatar los comportamientos desafortunados que se practican en las celebraciones. Lo he podido constatar en comunidades y parroquias diferentes. Me refiero a la forma de participar los fieles, a las homilías de los curas, a la costumbre de decir todos a coro la plegaria eucarística, a la forma de leer y de cantar, a las improvisaciones e inventos de los sacerdotes, y un sinfín de usos y costumbres difíciles de ajustar con un elemental sentido litúrgico. A veces pienso que esta actitud mía de rechazo es fruto de una especie de deformación profesional, o de un sentimiento exagerado de exquisitez y pureza litúrgica, o a una preocupación senil por la ortodoxia doctrinal y la limpieza del lenguaje. El hecho es que, al cabo de los años, he acabado convirtiéndome en un viejo cascarrabias y en un crítico empedernido, fustigador de errores y defensor de la disciplina.

      Yo sigo pensando que detrás de esta trama está la mano de Dios. En toda mi vida, a lo largo de los años, se ha vertebrado una línea de continuidad, aparentemente torcida, pero