hiciese lo que ahora me está pesando. Pero dile quién fuiste, a fin de que, en compensación, renueve tu fama en el mundo, donde le es lícito volver.
El tronco respondió:
—Me halagas tanto con tus dulces palabras, que no puedo callar: no llevéis a mal que me entretenga un poco hablando con vosotros. Yo soy aquél[12] que tuvo las dos llaves del corazón de Federico, manejándolas tan suavemente para cerrar y abrir, que a casi todos aparté de su confianza, habiéndome dedicado con tanta fe a aquel glorioso cargo, que perdí el sueño y la vida. La cortesana que no ha separado nunca del palacio de César sus impúdicos ojos, peste común y vicio de las cortes, inflamó contra mí todos los ánimos, y los inflamados inflamaron a su vez y de tal modo a Augusto, que mis dichosos honores se trocaron en triste duelo. Mi alma, en un arranque de indignación, creyendo librarse del oprobio por medio de la muerte, me hizo injusto contra mí mismo, siendo justo. Os juro, por las tiernas raíces de este leño, que jamás fuí desleal a mi señor, tan digno de ser honrado. Y si uno de vosotros vuelve al mundo, restaure en él mi memoria, que yace aún bajo el golpe que le asestó la envidia.
El poeta esperó un momento, y después me dijo:
—Pues que calla, no pierdas el tiempo: habla y pregúntale, si quieres saber más.
Yo le contesté:
—Interrógale tú mismo lo que creas que me interese, pues yo no podría: tanto es lo que me aflige la compasión.
Por lo cual volvió él a empezar de este modo:
—A fin de que este hombre haga generosamente lo que tu súplica reclama, espíritu encarcelado, dígnate aún decirnos cómo se encierra el alma en esos nudosos troncos, y dime además, si puedes, si hay alguna que se desprenda de tales miembros.
Entonces el tronco suspiró, y aquel resoplido se convirtió en esta voz:
—Os contestaré brevemente: cuando el alma feroz sale del cuerpo de donde se ha arrancado ella misma, Minos la envía al séptimo círculo. Cae en la selva, sin que tenga designado sitio fijo, y allí donde la lanza la fortuna, germina cual grano de espelta. Brota primero como un retoño, y luego se convierte en planta silvestre: las Arpías, al devorar sus hojas, le causan dolor, y abren paso por donde ese dolor se exhale. Como las demás almas, iremos a recoger nuestros despojos; pero sin que ninguna de nosotras pueda revestirse con ellos, porque no sería justo volver a tener lo que uno se ha quitado voluntariamente. Los arrastraremos hasta aquí; y en este lúgubre bosque estará cada uno de nuestros cuerpos suspendido en el mismo endrino donde sufre tal tormento su alma.
Prestábamos aún atención a aquel tronco, creyendo que añadiría algo más, cuando fuimos sorprendidos por un rumor, a la manera del que siente venir el jabalí y los perros hacia el sitio donde está apostado, que juntamente oye el ruido de las fieras y el fragor del ramaje. Y he aquí que aparecen a nuestra izquierda dos infelices, desnudos y lacerados, huyendo tan precipitadamente, que rompían todas las ramas de la selva. El de delante: "¡Acude, acude, muerte!," decía; y el otro, que no corría tanto: "Lano, tus piernas no eran tan ágiles en el combate del Toppo." Y sin duda, faltándole el aliento, hizo un grupo de sí y de un arbusto.
Detrás de ellos estaba la selva llena de perras negras, ávidas y corriendo cual lebreles a quienes quitan su cadena. Empezaron a dar terribles dentelladas a aquél que se ocultó, y después de despedazarle, se llevaron sus miembros palpitantes. Mi Guía me tomó entonces de la mano, y llevóme hacia el arbusto, que en vano se quejaba por sus sangrientas heridas:
—¡Oh, Jacobo de San Andrés!—decía—. ¿De qué te ha servido tomarme por refugio? ¿Tengo yo la culpa de tu vida criminal?
Cuando mi Maestro se detuvo delante de aquel arbusto, dijo:
—¿Quién fuiste tú que por tantas ramas rotas exhalas con tu sangre tan quejumbrosas palabras?
A lo que contestó:
—¡Oh, almas, que habéis venido a contemplar el lamentable estrago que me ha separado así de mis hojas!, recogedlas al pie del triste arbusto. Yo fuí de la ciudad que cambió su primer patrón por San Juan Bautista;[13] por cuya razón aquél la contristará siempre con su terrible arte: y a no ser porque en el puente del Arno se conserva todavía alguna imagen suya, fuera en vano todo el trabajo de aquellos ciudadanos que la reedificaron sobre las cenizas que de ella dejó Atila. Yo de mi casa hice mi propia horca.
CANTO DECIMOCUARTO
ENTERNECIDO por el amor patrio, reuní las hojas dispersas, y las devolví a aquel que ya se había callado. Desde allí nos dirigimos al punto en que se divide el segundo recinto del tercero, y donde se ve el terrible poder de la justicia divina. Para explicar mejor las cosas nuevas que allí vi, diré que llegamos a un arenal, que rechaza toda planta de su superficie.
La dolorosa selva lo rodeaba cual guirnalda, así como el sangriento foso circundaba a aquélla. Nuestros pies quedaron fijos en el mismo lindero de la selva y la llanura. El espacio estaba cubierto de una arena tan árida y espesa, como la que oprimieron los pies de Catón en otro tiempo. ¡Oh venganza de Dios! ¡Cuánto debe temerte todo aquél que lea lo que se presentó a mis ojos! Vi numerosos grupos de almas desnudas, que lloraban miserablemente, y parecían cumplir sentencias diversas. Unas yacían de espaldas sobre el suelo; otras estaban sentadas en confuso montón; otras andaban continuamente. Las que daban la vuelta al círculo eran más numerosas, y en menor número las que yacían para sufrir algún tormento; pero éstas tenían la lengua más suelta para quejarse. Llovían lentamente en el arenal grandes copos de fuego, semejantes a los de nieve que en los Alpes caen cuando no sopla el viento. Así como Alejandro vió en las ardientes comarcas de la India caer sobre sus soldados llamas, que quedaban en el suelo sin extinguirse, lo que le obligó a ordenar a las tropas que las pisaran, porque el incendio se apagaba mejor cuanto más aislado estaba, así descendía el fuego eterno, abrasando la arena, como abrasa a la yesca el pedernal, para redoblar el dolor de las almas. Sus míseras manos se agitaban sin reposo, apartando a uno y otro lado las brasas continuamente renovadas. Yo empecé a decir:
—Maestro, tú que has vencido todos los obstáculos, a excepción del que nos opusieron los demonios inflexibles a la puerta de la ciudad, dime, ¿quién es aquella gran sombra, que no parece cuidarse del incendio, y yace tan feroz y altanera, como si no la martirizara esa lluvia?
Y la sombra, observando que yo hablaba de ella a mi Guía, gritó:
—Tal cual fuí en vida, soy después de muerto. Aun cuando Júpiter cansara a su herrero, de quien tomó en su cólera el agudo rayo que me hirió el último día de mi vida; aun cuando fatigara uno tras otro a todos los negros obreros del Mongibelo, gritando: "Ayúdame, ayúdame, buen Vulcano," según hizo en el combate de Flegra, y me asaeteara con todas sus fuerzas, no lograría vengarse de mí cumplidamente.
Entonces mi Guía habló con tanta vehemencia, que nunca yo lo había oído expresarse de aquel modo:
—¡Oh! Capaneo, si no se modera tu orgullo, él será tu mayor castigo. No hay martirio comparable al dolor que te hace sufrir tu rabia.
Después se dirigió a mí, diciendo con acento más apacible:
—Ese fué uno de los siete reyes que sitiaron a Tebas; despreció a Dios, y aun parece seguir despreciándole, sin que se note que le ruegue; pero, como le he dicho, su mismo despecho es el más digno premio debido a su corazón. Ahora, sígueme, y cuida de no poner tus pies sobre la abrasada arena; camina siempre arrimado al bosque.
Llegamos en silencio al sitio donde desemboca fuera de la selva un riachuelo, cuyo rojo color aún me horripila. Cual sale del Bulicame[14] el arroyo, cuyas aguas se reparten las pecadoras, así corría aquel riachuelo por la arena. Las orillas y el fondo estaban petrificados, por lo que pensé que por ellas debía andar.
—Entre todas las cosas que te he enseñado, desde que entramos por la puerta en cuyo umbral puede detenerse cualquiera, tus ojos no han visto otra tan notable como esa corriente, que amortigua todas las llamas.
Tales fueron las palabras de mi Guía; por lo que le supliqué se explicase