Julián Gutiérrez Conde

El manuscrito Ochtagán


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muy confuso. Aquella situación había logrado ponerme nervioso. Todo aquello no era nada fácil de entender. Ver a mi amigo en aquella situación y con esas perspectivas resultaba muy doloroso.

      Muchas más batas blancas entraron en la habitación agitadas y con prisas. Se llevaron a Waltcie en una camilla cargado de tubos.

      Tres horas más tarde la cara de aquella doctora pelirroja volvió a aparecer, esta vez cabizbaja y desconcertada. No hizo falta que las palabras se cruzaran entre nosotros, simplemente las miradas se hablaron.

      Fue lo último que supe de aquel entrañable amigo. Sus recuerdos se me agolparon descontrolados. Y una honda tristeza me invadió.

      Aquella noche sus misteriosas palabras no dejaron de acompañarme.

      ¿Qué sería el manuscrito Ochtagán? ¿Y aquel Ecdon Point en el que tanto insistía? Lo del punto blanco ya lo tenía claro; sabía perfectamente que significaba que nos iba a dejar.

      No solía beber casi nunca, pero esa noche pedí un whisky. Me senté a una mesa del acogedor pub perteneciente al hotel en el que había tomado una habitación. Puse aquella carpeta, que había extraído de la mochila de Waltcie, sobre la mesa. Era antigua y estaba cerrada con unas cintas como me habían dicho. La miré una y otra vez pero no me atreví a abrirla. No era el mejor momento.

      Los recuerdos de mi amigo me ocupaban la mente. Todos ellos reflejaban su optimismo, actividad y energía. Esas cualidades eran inseparables de Waltcie. Fui yo, recordé, quien comenzó a llamarle así. Era una abreviatura afectuosa de su apellido, que es como se nos llamaba e identificaba en el college. Solo yo fui una excepción. Lo inusual de mi nombre y lo impronunciable de mi apellido me llevaron a ser conocido por mi nombre, Julián, aunque en ocasiones algún profesor más formal me llamaba Mr. Conde.

      Había prometido que a la mañana siguiente volvería al hospital para entrevistarme de nuevo con la doctora O´Sullivan y así lo hice. La encontré algo abatida.

      –Buenos días, doctora –saludé al entrar después de que su voz me diera permiso para acceder a su despacho.

      –Buenos días, Mr. Conde –me respondió.

      No pude evitar sonreír al recordar que me llamaba del mismo modo formal que aquel profesor del college. Le conté la anécdota y se la tomó con buen humor.

      –La noto preocupada –le dije.

      –Lo estoy –afirmó.

      –¿Por alguna razón especial? Quiero decir que ustedes los médicos que trabajan en hospitales deben estar acostumbrados al fallecimiento de alguno de sus pacientes.

      –Sí, pero no crea que es algo tan fácil. Y menos en este caso.

      –Mmmmm. ¿Quiere contarme algo?

      –Si le soy sincera no tengo muy claro qué poner en el acta de defunción. Entiéndame –me explicó ante mi cara de sorpresa–, técnicamente sé exactamente lo que escribiré, «fallo cardíaco», pero en el fondo…

      –¿Qué sucede en el fondo?

      –Mire, en el caso de Mr. Walterson todo ha sido muy confuso. Desde el modo en que llegó a St. John hasta su sintomatología, evolución y desenlace. No hemos sabido ninguno qué enfermedad tenía. Incluso su interés en que le contactáramos a usted es un misterio. Nunca mencionó a nadie de su familia. Por cierto, ¿tenía padres, hermanos, esposa, hijos, novia o alguien más con quien considere que debiéramos hablar?

      –Francamente no lo sé. Fuimos muy amigos y manteníamos la amistad. Él era inglés y nunca conocí a su familia. No hablaba de ella. Últimamente tenía novia pero solo sé que se llamaba Caitlin. Sobre sus padres creo recordar que habían fallecido los dos y era hijo único. Procedía de una familia muy reducida pues tampoco sus padres tenían hermanos. Siempre contaba que le hubiera gustado pertenecer a una familia numerosa.

      –Me gustaría poder localizar a alguien. Mire, no quiero crear ninguna complicación en torno a este asunto, pero…

      –¿Pero?

      –Pero me gustaría conseguir una autorización pactada para poder hacerle la autopsia a su amigo. Desde el punto de vista médico sería muy importante para poder investigar más a fondo las causas de la enfermedad que se lo llevó.

      –Bueno, yo solo puedo ayudarle con lo que hemos comentado y así lo haré. Me temo que no podré servirle de mucho más. Ni siquiera llegué a conocer a Caitlin. Pero tal vez la Policía pueda hacerlo si abren una investigación.

      –¡Ufff! –suspiró–, no sé si vale la pena abrir una investigación policial por tan solo una corazonada.

      Y así quedó todo aquel asunto.

      ***

      The Caoirigh history

      (la historia del carnero)

      En que Waltcie descubre las aristas y los peajes

      del sosiego en la vida

      Entender la vida de los caoirigh resulta muy revelador para entender todo lo que viene después.

      El caoirigh es una especie ovina. Un carnero. Dado su origen y vida en tierras de altas latitudes y frías, es capaz de producir en corto plazo de tiempo una espesa capa de lana con la que se envuelve. Es realmente valiosa y apreciada por su suavidad y tersura.

      El rebaño agrupado puede dar sensación de poder tanto por lo numeroso como por la riqueza de su ampulosa vestimenta, pero es tan solo una falsa apariencia porque su verdadero ser es débil y acomodaticio. Únicamente le interesa la vida placentera; esa es su razón principal de ser. Por eso cuando se siente atacado se refugia en lo voluminoso conjunto del grupo. Pero sus enemigos han aprendido que es una falacia. Y también lo saben sus guardianes y propietarios.

      Su avance es grupal y los ejemplares de caoirigh siempre se mueven por imitación, con la cabeza gacha y siguiendo las huellas de otro. Cuando dos toman un rumbo, siempre y cuando sea aceptable para sus vigilantes, los demás los siguen sin más. Así crean hábitos. Nadie se rebela, y si alguno se desvía o retrasa, más por pérdida que por rebeldía, sus guardianes se ocupan de advertírselo para que se reincorpore y siga con el resto.

      Desde su nacimiento, los caoirigh son educados en la docilidad:

      –Si te comportas bien, no creas problemas y sigues al rebaño, tendrás buena comida, cuidado y serás feliz –los aleccionan sus madres. Y enseguida comprueban por sí mismos que lo que les aconsejan es cierto.

      –El amo es bueno y generoso –continúan diciéndoles–. Sabe lo que necesitamos y nos lo proporciona. Él nos ofrece además protección; pero la mayor seguridad consiste en caminar siempre agrupados por el camino indicado.

      –¿Y por qué no puedo ir con esos cachorros de cabra montés, que saltan de roca en roca y exploran las montañas? –le pregunta una cría a su madre.

      –Qué cosas dices –le responde sorprendida y sonriente la progenitora ante la ingenuidad–. Nosotros somos diferentes. Somos más inteligentes y por eso llevamos una vida más confortable.

      La cría lo acepta con ovina expresión y pasa a otra cosa:

      –¿Y quiénes son esos que gritan con aterradores sonidos, mami?

      –Eso que hacen se llama ladrar. Ellos son los mastines y son nuestros guardianes. Son amigos y nos protegen frente a los enemigos y otros riesgos. Debes cuidarlos y obedecerlos siempre.

      El mastín cercano, que escucha orgulloso aquella explicación hecha con la ternura con la que una madre se dirige a su cría para hacerle entender su propio ser y el sentido de su existencia, esboza un prudente y apacible rugido que tanto al hijo como a la madre caoirigh les suena amistoso.

      –Cuando escuches que nos ladran con fiereza y vigor es que algo estamos haciendo mal o que algún peligro nos acecha. Sigue sus indicaciones; son buenas para ti. Y recuerda que un día deberás enseñar esto mismo que te digo a tus propias crías. Tenemos