el sol que Sofía interpreta recorriendo todo su registro vocal. “El otro día le contaba a mi maestra de canto que cada vez que terminaba de cantar esta canción me latía la garganta”, dice. “Yo creí que era una cuestión emocional, pero mi maestra me dijo: «Te estás exigiendo un montón porque ésta es tu última nota… o la bajas un tono o no la cantas más.» Así que le hago caso a mi maestra. Se llama Liliana Lecuona, tiene ochenta años y es amorosa. Siempre me felicita por más que nunca estudio nada: soy una vaga.” En la otra canción central Sofía canta como si estuviera en la cima de un cerro. Detrás de la marcación de candombe y el arreglo de cuerdas la letra esconde una fábula de redención que trata con cariño hasta a “las mosquitas”. Se llama “Respirar el alba” y, de alguna manera, cifra el espíritu del disco: los ancestros, la empatía, las formas del amor, la aventura. La tribu y la sal de la tierra. El hueso hondo y liviano de los pájaros. Cada hora ganada, perdida y recobrada del largo día de vivir.
Danza sagrada –la elegida– (
“Ahora, mi objetivo número uno es que la gente baile. Mi objetivo número dos es que la gente escuche mientras baila.” Así es: en este preciso momento, en algún sitio, Sofía Viola canta y el público hace vibrar la tierra bajo sus pies. Las napas subterráneas serpentean hacia el océano. Una ola acompasa su rompiente. La luna parpadea. Una constelación se precipita hacia su ocaso. No necesitamos el Hubble para ver el nacimiento de esta estrella.
© Orquesta Típica Fernández Fierro
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