H. P. Lovecraft

En las montañas de la locura


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      En las montañas de la locura

      En las montañas de la locura (1936) H. P. Lovecraft

      Editorial Cõ

      Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

      [email protected]

      Traducción: Benito Romero

      Edición: Septiembre 2020

      Imagen de portada: Shutterstock

      Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

      Capítulo 1

      Me veo obligado a hablar, pues los hombres de ciencia se niegan a seguir mi consejo sin saber por qué. Si explico las razones por las que me opongo a esta planeada invasión de la Antártida —con su extensa búsqueda de fósiles y su minuciosa perforación y fundición del antiguo casquete glacial— es totalmente en contra de mi voluntad y mis reticencias son aún mayores porque es posible que sea en vano. Es inevitable que los hechos, tal como debo revelarlos, susciten dudas, pero si suprimiera todo lo que parece extravagante o increíble no quedaría nada. Las fotografías guardadas hasta ahora, tanto las aéreas como las normales, hablarán a mi favor, pues son tremendamente gráficas y elocuentes. Aun así las cuestionarán por los extremos a que puede llegar una hábil falsificación. Los bocetos a tinta, desde luego, los considerarán evidentes imposturas, pese a la extrañeza de una técnica en la que deberían reparar intrigados los expertos en arte.

      En último extremo tendré que confiar en el buen juicio y el prestigio de los pocos científicos que disponen, por un lado, de independencia suficiente para sopesar mis datos por sus horribles y convincentes méritos o a la luz de ciertos mitos primordiales y ciertamente desconcertantes, y, por el otro, de suficiente influencia para disuadir a los exploradores en general de llevar a cabo cualquier programa apresurado y ambicioso en la región de esas montañas de la locura. Es una lástima que hombres relativamente desconocidos como yo, vinculados a una universidad pequeña, tengamos pocas posibilidades de influir en asuntos de naturaleza tan descabellada, extraña y controvertida.

      También está en contra nuestra que no seamos, en sentido estricto, especialistas en las disciplinas directamente involucradas. Como geólogo, mi objetivo al dirigir la expedición de la Universidad Miskatonic era sólo obtener muestras de la roca y el subsuelo de diversos lugares del continente antártico, ayudado por el notable taladro diseñado por el profesor Frank H. Pabodie de nuestro departamento de ingeniería. No pretendía ser pionero en otro campo que éste, pero tenía la esperanza de que el uso de este nuevo artilugio mecánico en distintos puntos a lo largo de caminos ya explorados sacase a la luz materiales de un tipo nunca visto hasta el momento con los métodos de extracción habituales. La máquina perforadora de Pabodie, como se sabe ya por nuestros informes, era única e innovadora por su liviandad, su facilidad de transporte y su capacidad de combinar el principio de las perforadoras artesianas normales con el de los pequeños taladros de roca circulares para atravesar con facilidad estratos de diversa dureza. La barrena de acero, las barras articuladas, el motor de gasolina, la torre desmontable de perforación, el material de dinamitado, las cuerdas, la pala para recoger la escoria, las sondas de doce centímetros de diámetro y hasta trescientos metros de profundidad y todos los accesorios necesarios podían trasladarse en tres trineos de siete perros gracias a la ingeniosa aleación de aluminio con que estaban fabricadas casi todas las partes metálicas. Cuatro grandes aeroplanos Dornier, diseñados especialmente para las enormes altitudes de vuelo necesarias en la meseta antártica y dotados de sistemas de arranque rápido y para calentar el combustible ideados por Pabodie, podían transportar a toda la expedición desde una base en el borde de la gran barrera de hielo hasta diversos puntos del interior, y desde allí utilizaríamos los perros que fuesen necesarios.

      Planeábamos cubrir un área tan extensa como lo permitiera la temporada —o más, en caso de que fuese absolutamente necesario—, e íbamos a operar sobre todo en las cadenas montañosas y la meseta que hay al sur del mar de Ross; regiones exploradas en diversos grados por Shackleton, Amundsen, Scott y Byrd. Gracias a los frecuentes traslados en aeroplano de nuestro campamento a distancias lo bastante grandes para que tuviesen significación geológica, esperábamos extraer una cantidad de material sin precedentes, sobre todo en los estratos precámbricos de los que no se habían obtenido hasta entonces más que unas pocas muestras antárticas. También deseábamos obtener la mayor variedad posible de las rocas fosilíferas superiores, pues los ciclos biológicos primigenios en esta desolada región de hielo y muerte son de gran importancia para nuestro conocimiento del pasado de la Tierra. Es bien sabido que el continente antártico fue una vez templado e incluso tropical, con una abundancia de vida animal y vegetal de las que los líquenes, la fauna marina, los arácnidos y los pingüinos de la parte norte son los únicos supervivientes, y esperábamos aumentar la variedad, precisión y detalle de dicha información. Cuando una sonda revelase indicios fosilíferos, aumentaríamos la abertura mediante voladuras para conseguir especímenes de tamaño adecuado y en buen estado de conservación.

      Nuestras perforaciones, a diversas profundidades según los indicios proporcionados por la capa exterior de roca, se limitarían a superficies de tierra que estuviesen al aire o casi al aire, inevitablemente situadas en las cimas o las laderas de las montañas debido a la capa de hielo sólido de dos o tres kilómetros de espesor que cubre las zonas bajas. No podíamos permitirnos perder profundidad de perforación por culpa del hielo, aunque Pabodie había ideado un plan para introducir electrodos de cobre en las barrenas y fundir áreas limitadas con la corriente suministrada por una dinamo accionada por un motor de gasolina. Ése es el plan —que sólo pudimos poner en práctica experimentalmente en nuestra expedición— que se propone llevar a cabo la inminente expedición Starkweather-Moore a pesar de las advertencias que he publicado desde que regresamos de la Antártida.

      La gente tiene noticia de la expedición Miskatonic por las frecuentes crónicas que enviamos por radio al Arkham Advertiser y a Associated Press, y por los artículos que publicamos luego Pabodie y yo mismo. Estaba integrada por cuatro miembros de la universidad: Pabodie; Lake, del departamento de biología; Atwood, del departamento de física (también meteorólogo), y yo, que iba en representación del departamento de geología y teóricamente estaba al mando. Además, había dieciséis ayudantes: siete graduados de Miskatonik y nueve mecánicos especializados. De los dieciséis, doce eran pilotos expertos de aeroplano y todos menos dos eran excelentes operadores de radio. Ocho sabían navegar con brújula y sextante, igual que Pabodie, Atwood y yo. Y, por supuesto, nuestros dos barcos —antiguos balleneros con casco de madera reforzada para las condiciones polares y un sistema de vapor auxiliar— y sus tripulaciones completas. La Fundación Nathaniel Derby Pickman financió la expedición, ayudada por algunas contribuciones particulares. Los preparativos fueron extremadamente minuciosos, pese a la ausencia de publicidad. Los perros, los trineos, las máquinas, el material del campamento y las piezas sin montar de los cinco aeroplanos se entregaron en Boston, donde se cargaron en los barcos. Íbamos muy bien equipados para nuestro propósito, y en todo lo relativo a los suministros, el transporte y la instalación del campamento seguimos el excelente ejemplo de nuestros muchos y brillantes predecesores. El número y la fama de dichos predecesores fueron, de hecho, los motivos principales de que nuestra expedición —por grande que fuese— pasara tan desapercibida para casi todo el mundo.

      Tal como publicaron los periódicos, partimos del puerto de Boston el 2 de septiembre de 1930 y pusimos rumbo sur hacia el canal de Panamá; hicimos escala en Samoa y en Hobart (Tasmania), donde cargamos los últimos suministros. Ninguno de los exploradores había estado nunca en regiones polares, por lo que confiamos en los capitanes de los barcos —J. B. Douglas, al mando del bergantín Arkham y jefe de la flotilla, y George Thorfinnssen, al mando del bricbarca Miskatonic—, ambos balleneros veteranos en las aguas antárticas. A medida que el mundo habitado iba quedando atrás, el sol se hundía más en el norte y tardaba más en ocultarse tras el horizonte. A unos 62° de latitud sur avistamos los primeros icebergs —parecidos a una mesa de paredes verticales— y justo antes de llegar al Círculo Antártico, que atravesamos el 20 de octubre con las ceremonias oportunas, tuvimos dificultades con los bancos de hielo. El descenso de