de atención mutua” (una bella imagen para pensar el encuentro escolar). Esta expresión la adoptan a partir de los trabajos de Clandinin y Connelly, autores que vienen trabajando estos asuntos desde hace décadas. Ellos toman, en uno de sus escritos, un bello pasaje del filósofo y antropólogo francés Paul Ricoeur que, me parece, sintetiza bastante bien esta idea de volver sobre la experiencia.
Mi experiencia no puede convertirse directamente en tu experiencia. Un evento que pertenece a una corriente de conciencia no puede transferirse como tal a otra corriente de conciencia. Sin embargo, aun así, algo se transfiere de ti a mí. Algo se transfiere de una esfera a otra. Este algo no es la experiencia como es vivida, sino su significado. Aquí está el milagro. La experiencia como cosa vivida permanece privada, pero su sentido, su significado, se hace público. La comunicación, de esta manera, es la superación de la no comunicabilidad radical de la experiencia vivida tal como se vive (Ricoeur, 1976).6
Ese resto, esa sensación que la experiencia nos deja, en el caso de los docentes es una fuente de ricos relatos, conversaciones, textos. Y tratar de recuperar, socializar, poner en diálogo todas estas huellas de la experiencia a través de la escritura es, tal vez, otra forma potente de mirar (y narrar) lo que sucede en la sala.
Notas
1. En este capítulo se retoman –y se releen desde el nivel inicial– categorías inicialmente trabajadas en Brailovsky, D. (2020). Siete vidas de la teoría pedagógica. En Reflexão e Ação. Revista do Programa de pos-graduaçao em Educaçao – Maestrado e Doutorado. S. Cruz do Sul, v. 28, N. 2, p. 224-234, junio. online.unisc.br
2. El Soneto desde la Torre de Juan Abad, de Francisco de Quevedo, dice: “Retirado en la paz de estos desiertos,/ con pocos, pero doctos libros juntos,/ vivo en conversación con los difuntos/y escucho con mis ojos a los muertos (…)”.
3. Puede añadirse que las teorías adoptadas con fanatismo también generan a veces cruzadas antiteóricas. Y entonces hay quienes terminan (o terminamos, pues debo reconocer que a veces paso por allí) escribiendo para criticar a los fanáticos de tal o cual teoría de una manera, a veces, igualmente fanática. Volveremos (unas páginas más adelante) sobre estas tensiones, cuando discutamos algunas seudoteorías muy populares en el nivel inicial, como aquellas de la “educación emocional” y las neurodidácticas.
4. Esta distinción fue planteada inicialmente en Brailovsky, D. (2019). Pedagogía entre paréntesis. Buenos Aires: Noveduc.
5. Esta idea se amplifica en el Capítulo 10 de este mismo volumen, “Pensar y conversar con niños”.
6. La traducción (del inglés) es del autor.
Capítulo 2
El tiempo escolar del jardín
¿El próximo instante está hecho por mí? ¿O se hace solo? Lo hacemos juntos con la respiración.
Clarice Lispector
En el jardín se brinda tiempo
El jardín es escuela. Es algo obvio. Ya lo sabemos. Sin embargo, aunque en el discurso pedagógico la palabra “escuela” sirve para referirse a todos los niveles de la escolaridad, desde el jardín maternal hasta la universidad, la resonancia más habitual de “escuela” es (admitámoslo), la de “escuela primaria”. La primaria es el paradigma de lo escolar, es lo escolar “por defecto”. Por eso tal vez vale la pena reafirmar la idea de que el jardín es escuela. Porque, al reafirmar esta idea, reafirmamos a la vez toda una serie de cosas que pasan (o pueden pasar, o sería deseable que pasaran) en el jardín. Esas cosas que hace la escuela –y que solo hace la escuela– como dar tiempo, abrir la experiencia, darle vida a ciertos objetos, contagiar cierto amor al mundo, invitar a “hacer juntos” reuniendo a los semejantes en el territorio de lo común, dar a balbucear distintas lenguas, jugar. De eso quisiera hablar en estas páginas: de algunas de las cosas que se hacen en la escuela y que convierten al jardín en una forma –especial, potente y singular– de escuela.
La primera y más notable significación de estar en la escuela es la de gozar de un tiempo separado del tiempo habitual, que abre la posibilidad de experiencias diferentes de las de la vida corriente. El jardín, porque es escuela, ofrece eso que ofrece la escuela y que es el sentido que se aloja en la misma etimología de la palabra escuela como “tiempo libre”. En la escuela, dicen Simons y Masschelein, “podemos decir que el tiempo escolar es un tiempo liberado” (2014, p. 33). Es decir, la escuela “libera” a los chicos (por unas horas) de todo lo que implica ser hijos, nietos, argentinos, ricos o pobres, nativos o inmigrantes, o lo que sea que les trace un camino –glorioso o penoso, atractivo o aterrador– y les indique un destino. Por eso se dice que el tiempo escolar iguala: la igualdad escolar no tiene que ver tanto con las cosas que la escuela enseña, sino con el tiempo que en ella se brinda.
Digámoslo de otro modo: la escuela no es importante solo porque enseñe cosas importantes (aunque además hace eso, claro) sino porque brinda la experiencia (cotidiana, constante, cuidada y enriquecida) de salir de la vida común, esa vida de todos los días donde uno es igual a uno mismo y no puede detenerse a pensar(se) desde otros lugares, a hablar otros lenguajes, a exponerse a otras miradas. Ese tiempo, el de estar en la escuela, es un tiempo en el que podemos descubrir qué nos gusta, qué podemos, qué nos conmueve, qué nos indigna, y qué sucede más allá de todo lo que nos gusta, podemos, nos conmueve y nos indigna. Por eso la escuela (en general, y el jardín en particular) es irreemplazable y no puede sustituirse por videos de YouTube u otros materiales informativos.
La escuela libera a los chicos y chicas de determinaciones, y les ofrece un tiempo y un lugar en el que nos preocupamos e interesamos especialmente en las cosas (…). La escuela focaliza y dirige nuestra atención hacia algo. La escuela (…) infunde en la nueva generación la atención hacia el mundo: las cosas empiezan a hablar(nos). La escuela nos hace atentos y permite que las cosas –desvinculadas de sus usos y posiciones privadas– se tornen “reales”. Provocan algo, son activas (Simons y Masschelein, 2014).
El acto de enseñar en el jardín apunta a la posibilidad de aprender, pero como (por suerte) no puede garantizar un efecto muy preciso (casi nadie regresa a casa muy seguro de haber aprendido en forma profunda o duradera algo en particular), su valor reside en algo que sí puede (por ahora) garantizar: el tiempo con las cosas, el tiempo del juego, del ejercicio, de la conversación, de la práctica. Tiempos para habitar.1
La cuestión del tiempo escolar, por otro lado, ha sido profusamente estudiada. Gimeno Sacristán, haciendo su propio abanico de tiempos escolares, afirma que en la escuela hay: un tiempo “físico-matemático” (el tiempo disponible, lo que dura, lo que se tiene cuando se “tiene tiempo”), un tiempo biológico (el del crecimiento y el desarrollo de la vida), un tiempo del discurrir (ligado a los procesos subjetivos, a la experiencia del tiempo) y hay, finalmente, una dimensión social del tiempo, que se ve, por ejemplo, en los rituales, la vida religiosa, en fin, los ritmos que la vida en común nos impone (Sacristán, 2008, p. 30). Dediquemos apenas unos párrafos a sintetizar algunas ideas de este tratado sobre el asunto.
En relación al tiempo físico, Gimeno observa que en la escuela (y en la vida) “el ciclo del tiempo