avances de la medicina contemporánea, los mejores conocimientos sobre la salud, la prevención y la vida sana han conseguido añadir, no solamente más años a la vida, sino también más vida a los años: la mejor y más extensa conciencia sobre la importancia del ejercicio; la prevención del tabaquismo; los desarrollos en tecnología de apoyo visual, auditivo y motor; la aparición de medicamentos, terapias y otras acciones que disminuyen el impacto de las condiciones invalidantes de antaño (por ejemplo, la artritis reumatoide o la osteoporosis), etc., etc., etc., han confluido para hacer de los abuelos unas personas mucho más vitales, de mejor humor, más capaces y mejor dispuestas a ayudar en la fascinante aventura que es la crianza de los niños.
La estrechez económica
de los abuelos
Una larga vida es también una larga oportunidad para llevar cicatrices: en el cuerpo, en el alma… y en el bolsillo. La mayoría (¿todos?) de los abuelos contemporáneos son sobrevivientes de grandes o pequeñas catástrofes financieras globales, locales o domésticas. Algunos lograron salvar algo del desastre —bien en capital acumulado o bien porque disfrutan de una pensión, con frecuencia magra—, pero, para muchos, el naufragio se lo llevó todo. En Colombia, por ejemplo, solo el 25 % de los ancianos tienen hoy derecho a pensión. Esta situación obliga al abuelo a buscar apoyo y refugio pecuniario, lo que con frecuencia implica regresar a casa de los hijos y los nietos. La consecuencia es obvia: el abuelo o la abuela están ahí, disponibles para apoyar en la crianza.
La viudez
Cuando el abuelo o la abuela, que ha construido una muralla invencible de vínculos, afectos y certezas en torno a su relación de pareja, sufre esa catástrofe telúrica que lo(la) deja en la mitad de ninguna parte, solo(a), desvalido(a), temeroso(a), frágil, es apenas natural que busque refugio en sus anclajes naturales: hijos y nietos, y ello trae al abuelo o la abuela de vuelta a la crianza. Por otro lado, es cada vez más frecuente la separación y el divorcio entre ancianos —hecho que antes era virtualmente desconocido—, lo que también trae al abuelo o la abuela de regreso a la crianza.
La estrechez económica
de los padres
Pero también pueden ser los padres quienes padecen apuros económicos y requieren el apoyo de los abuelos —si están estos en condiciones de ofrecerlo—, de modo que se juntan las familias y se pone de nuevo a los abuelos en situación de “disponibilidad obvia para apoyar en la crianza”.
La necesidad de cuidadores
Pero, sin duda, el principal factor que ha traído a los abuelos de vuelta a la crianza es la necesidad que tienen los padres de cuidadores para sus hijos. En la familia típica contemporánea, ambos padres trabajan, y su jornada laboral, sumada a los atascos de tránsito y otras arandelas de la vida cotidiana, obligan a disponer de adultos responsables que acompañen a los niños mientras sus padres no están en casa. A lo anterior se suma que el mundo de hoy ha añadido muchos frentes adicionales que deben ser atendidos: llevar al niño al odontólogo, a alguna actividad extracurricular, al parque o a la placita (las unidades de vivienda no tienen ya solares, jardines o espacios amplios para el disfrute de los niños y “jugar con los vecinos de la cuadra en la calle” ya no es una opción viable para la mayoría), atender las citaciones de la escuela, etc., etc. El panorama es aún más complejo cuando se recuerda que ese cuidador debe poseer altas cualidades académicas y culturales, pues debe ayudar a los niños a hacer sus tareas, a resolver sus interrogantes, además debe ser interlocutor válido de maestros, profesionales de la salud y autoridades, a tomar decisiones del día a día, etc. Finalmente, el panorama se hace aún más complejo cuando se recuerda que… ¡no hay presupuesto para atender estas necesidades! Por ello, ese cuidador debe ser… ¡gratuito! “¡Todos los caminos conducen a Roma!”. En efecto, la suma de las anteriores —y otras— consideraciones conducen a un solo desenlace: los cuidadores preferidos son los abuelos. Existen otras opciones, pero tanto desde el punto de vista “teórico” como desde lo que se observa en la cotidianidad, más allá del cuidado primario de los padres, los cuidadores por excelencia en el mundo contemporáneo y en el futuro previsible son —y serán— los abuelos.
La seguridad
¿Cuánta seguridad queremos para nuestros hijos? ¡TODA! Esto también conduce a elegir a los abuelos como la mejor opción, por encima de otras disponibles.
No obstante, creemos pertinente introducir aquí un llamado de atención.
Como bien han expuesto varios tratadistas —Steven Pinker entre ellos—, nunca antes en la historia había estado la humanidad más segura… y nunca antes se había sentido tan insegura. Dejamos a otros la explicación de este fenómeno, pero lo registramos con preocupación por las consecuencias nefastas que trae para todos. No obstante, en lo que aquí interesa, nos enfocaremos en los nietos y los abuelos.
Para los abuelos. ¡Pocas veces en la historia se ha registrado una víctima más frecuente de la espada de Damocles que los abuelos contemporáneos! “¡Cuidado le pasa algo a Marianita!”. En unos casos porque es una “advertencia explícita y real” con la que algunos padres amenazan y agreden constantemente a los abuelos, y en otros porque pertenece al imaginario de los abuelos (especialmente de las abuelas); el hecho concreto es que una enorme cantidad de abuelos contemporáneos truecan el enorme disfrute de la crianza de los nietos por la zozobra constante: “¡Es que si algo le pasa a Marianita, mi hija me mata!”. Cuando se contemplan los esfuerzos sobrehumanos, carentes de toda lógica y solo “justificados” por una irracional sobreprotección asumida, supuesta o impuesta, de una abuela con una condición dolorosa (artritis reumatoide, por ejemplo) para seguir el ritmo de su pequeña y muy activa nieta de cuatro años, se cae en la cuenta de cuán injusta y cuán sinsentido es esa esclavitud, esa devoción irracional al altar de la seguridad. ¡Por supuesto que todos queremos niños seguros! ¡Claro que los abuelos quieren a sus nietos seguros, se preocupan por ellos y los cuidan! ¡Desde luego que cuando esos abuelos fueron padres se preocuparon por la seguridad de sus hijos (de esos mismos que hoy a veces les reclaman tan injustamente por la seguridad de sus nietos) y con ello demostraron que lo saben hacer. Todos deberíamos ser capaces de entender eso a cabalidad!
Para los nietos. Con todo, la mayor víctima de ese pánico irracional por la seguridad son los niños mismos. Desde ese pequeño de catorce o quince meses a quien no se le suelta de la mano “porque se puede caer” (¡claro que se va a caer! ¿Conoce alguien a un niño que no se haya caído cuando está aprendiendo a caminar? ¡Todos los niños se han caído, todos se caen, todos se caerán!), pasando por ese de siete u ocho años a quien no se le deja subir al columpio o al pasamanos “porque se puede caer”, hasta el jovencito de trece o catorce años a quien su abuela debe acompañar a la esquina a comprar un cuaderno para hacer la tarea. Son ellos las mayores víctimas de esa angustia injustificada. Debe recordarse que la historia del desarrollo infantil tiene un eje cardinal: el viaje hacia la autonomía. Esa es la misión de los niños y una de sus mayores alegrías (“¿Viste, abuelo? ¡Ya soy un adulto de cuatro años!”). Ese viaje a la autonomía que se trunca dolorosamente cuando pretendemos cuidarlos en exceso y los convertimos, en cambio, en inválidos funcionales para la vida.
La transmisión de valores,
cultura y tradición
“¿Qué les legaremos a nuestros hijos? Alas y raíces” (Confucio).
En todas las culturas, a lo largo de los siglos, los abuelos han cumplido un papel central en la transmisión de cultura, tradición y raíces. Han alimentado la fantasía, despertado la admiración de sus nietos, generado, mantenido y perpetuado los sentidos de identidad y de pertenencia. En palabras de José Saramago, en su discurso de aceptación