llena se derramaba sobre el paisaje, confiriéndole un extraño clima de cuento de hadas.
–¿Estás enojada conmigo?
–No, estoy enojada conmigo misma.
–¿Por qué? –preguntó él, conteniendo una sonrisa.
–Porque soy una cobarde.
Heath no pudo evitar soltar una carcajada. Ella le dirigió una mirada de reproche, como queriéndole decir que aquello no tenía ninguna gracia.
–Creo que también estás un poco enfadada conmigo, ¿verdad?
Ella no respondió.
Heath se acercó a ella un poco más y decidió aventurase en un territorio peligroso.
–¿Es porque yo estoy vivo y Roland no?
–¡No! Eso nunca –exclamó ella sorprendida.
Heath suspiró aliviado. No había ningún motivo de preocupación. Su hermano estaba muerto. Amy era suya. No lo amaba como a Roland, pero aprendería a amarlo. Él no era vanidoso pero sabía la pasión que despertaba en las mujeres.
Después de la boda, tendrían todo el tiempo del mundo. Ella acabaría amándolo.
–¿Por qué sigues viendo en mí al adolescente salvaje e inquieto? ¿Te sientes así más a gusto?
–¿Por qué piensas eso?
–Supongo que por esa manera que tienes de decir que soy un chico malo, que no tengo nada en común contigo, la chica buena.
–Eso no es cierto. Pero hiciste más de una locura cuando eras joven.
–No todas fueron obra mía. En algunas, me echaron la culpa injustamente. Yo era el más joven de todos. Era normal. A veces, incluso, hasta me halagaba que me echaran la culpa de cosas que no había hecho. Me hacía sentirme más hombre.
–Yo sabía que mi madre deseaba que saliera contigo –dijo ella con ojos soñadores–. Creo que habría sido feliz. Siempre soñó con verme casada con uno de los chicos de Kay.
–¿Es eso por lo que te enamoraste de Roland? ¿Para complacer a tu madre?
–No seas tonto. Nunca me habría casado con Roland por esa razón.
–¿Estás segura? ¿Pensaste alguna vez que podría ser yo al que realmente amabas y no a mi hermano?
–¡Heath! –exclamó ella con una leve sonrisa–. Sabes que estaba enamorada de Roland.
–¿Por qué? ¿Qué tenía él de especial?
–No lo sé… Pero cuando tenía diecisiete años y abrí su regalo de cumpleaños, supe que…
–¿Qué? –susurró él con gesto angustiado.
–Que él era el elegido. Me dio esto –dijo ella, acariciando el medallón relicario que llevaba colgado del cuello–. Fue un detalle tan romántico…
–¿Habría sido yo el elegido si te hubiera regalado ese medallón victoriano de brillantes tan romántico?
–No se trataba solo del oro y los brillantes.
–Lo sé. Era lo que ello representaba, ¿verdad?
–Sí. Tú nunca me diste nada igual –dijo ella con un brillo especial en la mirada.
–No, tienes razón. Pero ahora te vas casar conmigo –dijo el, poniéndole una mano en el vientre–. Piensa que este hijo podría haber sido mío.
Ella lo miró fijamente y, por un instante, el tiempo pareció detenerse. Sus ojos dorados se cubrieron de sombras. Se pasó la lengua por los labios con un gesto nervioso.
Heath, sin poder apartar la vista de ella, sintió que todo el deseo acumulado a lo largo de esos años, se concentraba entre sus muslos.
–No puedo esperar ya más. Deseo hacerte mía.
–Heath, me prometiste darme tiempo –dijo ella, cruzando los brazos sobre el pecho–. Hace algo de frío aquí afuera. Debemos entrar.
Heath ladeó la cabeza extrañado.
–Yo diría que hace una buena noche.
–No sé, pero yo siento frío.
Él pensó cómo se sentiría ella en sus brazos. Necesitaba abrazarla para asegurarse de que aquello que estaba viviendo era real y no un sueño. Tal vez estaba siendo demasiado optimista. Tal vez su hermano fuera siempre un muro infranqueable entre ellos y ella nunca llegara a amarlo. Pero valía la pena intentarlo.
–Déjame, yo te haré entrar en calor.
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