Hernán M. Díaz

De Saint-Simon a Marx


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par de páginas a cada uno de ellos: su interés no era describir las ideas del socialismo originario (aunque figuraran en el título) sino dar paso a la exposición del “socialismo científico”. Sin ninguna duda, unas pocas líneas no pueden dar cuenta de la riqueza del pensamiento de los primeros socialistas de Francia y de Inglaterra. Por otra parte, en diversas partes de la obra de Engels y, sobre todo, en su correspondencia, exhibe una gran admiración por Fourier pero un desconocimiento bastante notorio de Saint-Simon. A este último apenas le dedicaba un párrafo en la edición original de Del socialismo utópico…, tal como reconoce en el prólogo a la cuarta edición alemana, a partir de la cual amplía la exposición unas líneas más (Engels, 1946 [1880]: 10).1 En un texto de 1843, “Progresos de la reforma social en el continente”, la exposición que realiza de la doctrina sansimoniana presenta serias equivocaciones y es reducida a una especie de “poesía social”, envuelta en el ropaje de un “misticismo ininteligible” (Engels, 1981: 146-147). En una carta a Marx del 7 de marzo de 1845, Engels le anuncia el plan de traducir a Fourier, “el mejor para comenzar” a publicar una biblioteca del socialismo francés (Engels, 1981: 732). En la carta siguiente, diez días después (p. 733), la biblioteca puede ampliarse a obras de “Fourier, Owen, los sansimonianos”, de lo que se desprende que Engels conoce más a los discípulos (los sansimonianos) que al propio Saint-Simon, pero siempre en primer lugar está el creador de los falansterios. Como afirma Gustav Mayer (1979: 145), el espíritu sarcástico de Fourier, sus críticas mordaces al comercio y su elogio del trabajo atractivo se acomodaban más a las ideas de Engels que una doctrina sansimoniana que sólo conocía, seguramente, en su versión religiosa.

      En definitiva, el texto de Engels no fue un incentivo sino, al contrario, un impedimento para el conocimiento de los orígenes del socialismo. Su texto, que servía a los fines de otorgar una base sólida para los nuevos partidos socialistas que estaban surgiendo, por esa misma lógica hundía en un cono de sombra un pasado al que apenas se aludía y que en parte se ridiculizaba. Los aspectos económicos del socialismo científico, que perfeccionó Marx, y los aspectos filosóficos, que Engels conocía de primera mano, estaban jerarquizados y, por provenir de otras tradiciones vinculadas al liberalismo y más desarrolladas en su especificidad, tenían una coherencia y un despliegue que superaban claramente los balbuceos iniciales de los aspectos políticos del pensamiento socialista. Pero, a su vez, esta fuente y parte constitutiva del pensamiento de Marx y Engels tenía una enorme importancia para calibrar el desarrollo de una faceta que todos los comentaristas posteriores coinciden en señalar como la laguna más evidente de las obras de los dos revolucionarios alemanes: la política, no sólo en el aspecto práctico que indica qué actitudes tomar frente al resto de los actores de su época, sino también en el aspecto más ideológico de saber cómo está conformada una visión del mundo que va mucho más allá de un método filosófico y una comprensión de los mecanismos económicos de la sociedad capitalista.

      Una elaboración más matizada, si se nos permite retroceder una vez más en el tiempo, la encontramos en el capítulo III del Manifiesto comunista, redactado sobre todo por Marx en 1848 (Marx y Engels, 2008: 63-67). Aquí estas corrientes son denominadas “socialismo crítico-utópico”, y el hecho de que se constate su carácter crítico, que desapareció en el posterior texto de Engels, ya permite anticipar que se reivindican ciertos aspectos del análisis social que realizaron los primeros socialistas. Un elemento clave de esta descripción es que Marx separa a los iniciadores de sus discípulos pero, por otra parte, no hay una distinción clara entre las diferentes corrientes “crítico-utópicas”. Esto lleva a asignar a cada una de ellas indistintamente características que sólo tienen las restantes y a realizar un balance injusto para todas. El Manifiesto comunista no fue un texto de historia del socialismo sino un manifiesto de batalla: su principal cometido era barrer con los restos de lo que quedaba de estas corrientes y enarbolar las nuevas ideas que por obra de Marx y de Engels habían encarnado en la Liga de los Justos, ahora Liga de los Comunistas. Es posible que a ese momento le correspondiera un texto político que extremara las diferencias con las ideologías rivales, pero ya hace mucho tiempo que esas confluencias pueden ser historizadas para balancear con mayor distancia los aportes y las dificultades de cada uno de los idearios con los que Marx y Engels se encontraron.

      Marx criticó a Hegel por concebir al Estado solamente como sujeto (es decir, en su esencia) pero sin tener en cuenta que el desarrollo se encontraba en el predicado (es decir, en su historicidad). Podríamos trasladar aquí la crítica y decir que hemos querido superar la imagen congelada del socialismo originario, que sólo lo analiza como resto, y darle carnadura, historia, presencia. Establecer un hiato entre los primeros socialistas y Marx es caer en un intelectualismo que concibe la teoría marxista como un puro producto de una mente genial, y no como un producto social en el que Marx se inscribió como eslabón de una cadena.

      Como ya se habrá podido sospechar, en este texto no nos satisface la denominación “socialismo utópico”. En primer lugar, porque es una denominación negativa (el no lugar) que trata de homogeneizar varias tendencias ideológicas disímiles, muchas de las cuales no tienen nada de utópicas. De algunas se podrá decir que son limitadas; de otras, que son unilaterales, y de algunas, como el sansimonismo, que muchos coinciden en señalar como el aporte fundamental en el pensamiento de Marx, que ni siquiera son socialistas. En todo caso las ideas de Saint-Simon podrían ser tildadas de “capitalismo utópico”, lo cual tampoco termina de aclarar las claves de su pensamiento.

      Se piensa en el utopismo en dos sentidos: cuando se comienza por imaginar en detalle una sociedad perfecta en un futuro indeterminado, o cuando se proponen soluciones demasiado simples para problemas sociales complejos. En ambos sentidos, Charles Fourier es el ejemplo acabado de utopismo: describió una sociedad futura ideal con el nombre de Armonía, y concibió que se llegaría a ese estadio a través de la constitución de colonias de cooperación agrícola-industriales. Pero no se puede decir lo mismo de los sansimonianos, que delinearon la realidad del régimen político y social nacido en la Revolución Francesa y sentaron las bases para la comprensión de la “explotación del hombre por el hombre”. ¿Y cómo considerar utópica a Flora Tristán, que concibió la idea de unir a la clase obrera de Francia y de toda Europa a través de organizaciones que prefiguraban a la vez los sindicatos y el partido obrero? ¿Qué decir incluso de aquellos que tomaron las armas para enfrentar la explotación sin frenos que caracterizó al siglo XIX, sin tener apenas idea de qué sociedad reemplazaría a la que ellos combatían, como Auguste Blanqui?

      A partir de esto, llamar a estas corrientes socialistas “utópicas” o “románticas” es una elección significativa, donde se privilegia un aspecto sobre otros. Aquí entendemos que las corrientes que dieron origen al socialismo maduro son un conjunto heterogéneo, y la tendencia que más profundizó