Cristian Mendoza

Empresa, persona y sociedad


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en algo legítimo especialmente cuando se entiende como algo necesario al hombre actual. Entre otros autores, Charles Taylor (2007, p. 578) ha establecido una serie de características de aquello que nos permite definirnos como hombres en la sociedad occidental. En Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna (1989, p. 438), el filósofo observa que la sociedad acepta como verdaderos los principios democráticos, lo que se puede promover con libertad personal y aquello que se ofrece en el libre mercado.

      En tanto institución, la Iglesia no es una democracia, y por tanto su tradición y su origen no son democráticos. Afirmar el papel de la fe frente a la democracia y sus instituciones no significa negar el concepto original y la misión espiritual de la Iglesia; supone buscar transmitir una realidad profundamente humana que desde hace 2,000 años ha procurado afirmar valores que desarrollan al hombre precisamente cuando intenta realizar una obra que lo excede por completo, algo que trasciende sus ­propias capacidades y límites, que nació antes que él y que permanecerá cuando él muera.

      Lejos de reducir al hombre a una simple parte de un gran mecanismo, estos valores perennes e inmutables lo elevan y le exigen alcanzar horizontes siempre mayores. El Massachusetts ­Institute of Technology (MIT) invitó a la clausura de su curso al Chief ­Executive Officer de una de las más grandes instituciones de tecnología de Silicon Valley, en California, la famosa compañía Apple de Steve Jobs.

      En su presentación, Tim Cook subrayó la importancia de la tecnología, pero también el hecho de que esta no basta en sí misma; su función debe ser para y con la humanidad, para quienes son ciegos o autistas, y por tanto requieren de la tecnología para relacionarse con el mundo. Debe tratarse de una tecnología relacionada con el ser humano, y no confundir la conectividad con la comunicación. En su conferencia, afirmaba que el encuentro que cambió profundamente su vida fue el que acababa de tener con el papa Francisco. Le resultaba sorprendente que el Pontífice estuviera tan informado sobre los cambios tecnológicos y le parecía que había reflexionado largamente sobre el impacto que pueden tener en nuestras vidas.

      Parece que también en nuestra sociedad democrática, donde se afirma que todos tenemos el derecho a informar sobre nuestra vida y a saber sobre la vida de los demás, la fe igualmente tiene un papel. La relación humana jamás es autor referencial, ­considera siempre a los demás. La auténtica comunicación humana no consiste solo en estar conectados mediante la tecnología, sino en su función respecto de la necesidad humana. La Iglesia católica y Apple están de acuerdo en este punto: el desarrollo tecnológico es bueno, pero no por sí solo, sino que debe considerar además las necesidades del hombre y no únicamente sus deseos.

      De acuerdo con Charles Taylor (2007, p. 573), los ciudadanos de Occidente buscan afirmar en toda ocasión su libertad personal; por tanto, «aquello que es promovido libremente por la sociedad civil es necesariamente positivo y bueno». No es una casualidad que grandes organizaciones internacionales tengan respeto, aprecio y medios económicos fruto de su acción solidaria en beneficio de la naturaleza y de los más desfavorecidos. Resulta difícil pensar que una organización como Greenpeace sea una institución fundamentada en un error. Si algún valor se promueve con éxito en la sociedad civil, significa que es bueno.

      Este principio está tan firmemente arraigado en nuestra sociedad contemporánea que con dificultad se puede criticar. Recuer­do hace algunos años, mientras caminaba por una avenida en Washington con el rector de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz, casualmente una joven voluntaria de esta institución —que busca proteger la naturaleza— nos abordó y con gran seguridad nos pidió que firmáramos en beneficio de su misión, porque finalmente en su opinión «ambos estamos tratando de salvar al mundo, solo que de distinta manera». En realidad, la Iglesia no tiene una finalidad estrictamente social, porque su misión es sobrenatural, espiritual y divina. Al mismo tiempo, la Iglesia ha afirmado de muchas formas su interés y preocupación por la justicia, la pobreza y la inequidad. La contribución de la fe a la sociedad civil no está en su promoción de una justicia social, más o menos vinculada con la acción del Estado. Por el contrario, la fe tiene un papel en la sociedad civil en la medida en que recuerda que aquello que es atractivo para el hombre y que lo hará ­realmente florecer es lo que respeta su verdad, como ser hecho a imagen y semejanza de Dios.

      De hecho, la sociedad actual promueve iniciativas que, con plena libertad, son erróneas porque niegan la unidad que el cuerpo y el alma tienen en el hombre. Al asegurar que el cuerpo es un instrumento que poseemos y que podemos cambiar a capricho, negamos una parte fundamental de nuestra humanidad. De ahí se deriva una concepción equivocada de la maternidad, del respeto al propio cuerpo, del ser hombre corpóreo y de la manipulación genética, del juicio que alcanza la corporeidad ajena y la vida humana. Sin embargo, tal vez un punto que se olvida —y que recientemente Daniel Miller puso de ­manifiesto— es que el uso que hacemos de la materia que alcanzamos es expresión de nuestra humanidad. Recordar que el orden exterior en que vivimos es reflejo del orden interior en que existimos puede llevarnos a recuperar un justo respeto por nuestro cuerpo, y nos permite relacionarnos con los demás de acuerdo con nuestra máxima capacidad humana de querer y respetar a los demás con el cuerpo. A las numerosas iniciativas que consideran la libertad humana se une la gran responsabilidad de quienes saben que la vida es un don divino, y que los otros tienen idéntica capacidad para vivirla al máximo o para desperdiciarla.

      Aparte de la democracia y sus instituciones, y de la sociedad civil y sus iniciativas, el tercer paradigma de pensamiento que me gustaría subrayar para referirme al ser humano que florece en nuestra sociedad contemporánea es el libre mercado. De hecho, para Taylor (2007, p. 575) el libre mercado caracteriza en gran medida nuestra afirmación de lo que es bueno y malo para cada uno de nosotros. «Aquello que se vende en el mercado, se vende sencillamente porque es bueno», si puedo venderlo es porque tengo una gran habilidad y capacidad de transmitir algo que desarrolla al hombre.

      Si por el contrario, algo no vende, «es simplemente porque es nocivo o poco atractivo y por tanto poco humano» (Taylor, 2007, p. 576). El libre mercado se puede entender de diferentes maneras: es un sistema económico o una categoría de pensamiento económico que en general se opone a la acción reguladora del Estado; pero también puede ser una fuente de organización social.

      Para los filósofos clásicos, nuestra concepción económica de la sociedad sería sorprendente. Para ellos, el mundo económico era fundamentalmente privado, lo cual no significa, como podemos pensar hoy, que se refería solo a la administración de la riqueza. La economía consistía en la administración de la propia casa, en particular la esposa, los hijos, los esclavos y también las propiedades personales. Para los griegos, la economía era una enseñanza social para quienes no estaban interesados en la política.

      El punto importante es que cada ciudadano del mundo clásico se preocupaba por la política, y la economía era la base necesaria para interesarse en aquello que era verdaderamente elevado, la persecución de una sociedad completa capaz de crear un ambiente donde el individuo pudiera florecer plenamente.

      Esto significaba que la esfera política estaba llamada a buscar, ante todo, el bien del hombre, en dos sentidos: un bien para el cuerpo, que era la salud; y un bien para el alma, que era la justicia. La economía debía procurar el bien material del hombre, la salud; de lo contrario, la polis tenía que intervenir y garantizar los medios necesarios para la salud de los ciudadanos, como eran los hospitales y los médicos.

      Los romanos adoptaron este concepto griego de bien común material y, en los primeros siglos de la era cristiana, los médicos ofrecían servicios gratuitos a los enfermos que no podían pagar un médico (Brown, 2012, p. 180). En cambio, el bien espiritual del hombre, la justicia, se obtenía gracias a la educación del individuo, fruto de una base económica mayoritariamente familiar, y después con la educación recibida en las academias. No obstante, si un individuo, por el motivo que fuera, no era capaz de vivir la justicia, el gobierno de la polis debía ayudarlo con la participación de la policía y el uso de las cárceles para garantizar que se mantuviese dentro del bien espiritual que le correspondía.

      Por tanto, hoy los pensadores clásicos se sorprenderían de ver que en nuestros días, altos representantes