pueda experimentar un cristiano, un musulmán y un hindú –amor que trasciende el yo, éxtasis, iluminación interior– constituye una prueba que corrobore sus respectivas creencias tradicionales, puesto que estas son lógicamente incompatibles las unas con las otras. Tiene que operar un principio más profundo.
Dicho principio es el objeto de este libro: el sentimiento al que llamamos «yo» es una ilusión. No hay ningún yo o ego específico que viva como un minotauro en el laberinto del cerebro. Y el sentimiento de que existe –la sensación de que estamos posados en algún lugar detrás de nuestros ojos, mirando hacia un mundo que está separado de nosotros– puede alterarse o desaparecer completamente. Aunque se suele pensar en estas experiencias de «autotrascendencia» en términos religiosos, nada hay en ellas, en principio, de irracional. Tanto desde un punto de vista científico como filosófico representan una comprensión más clara de tal como son las cosas. La profundización en esta forma de entender y la eliminación de la ilusión del yo es a lo que nos referimos cuando en este libro hablamos de «espiritualidad».
Quizás la confusión y el sufrimiento sean derechos que tenemos por nacimiento, pero la sabiduría y la felicidad se pueden alcanzar. El paisaje de la experiencia humana incluye perspectivas profundamente transformadoras sobre la naturaleza de nuestra conciencia, pero es evidente que estos estados psicológicos tienen que entenderse en el contexto de la neurociencia, la psicología y los campos relacionados.
A menudo me preguntan qué es lo que sustituirá la religión. La respuesta, creo, es nada y todo. No hay que sustituir con nada sus ridículas y divisionistas doctrinas (como la idea de que Jesús volverá a la tierra y enviará a los no creyentes a un lago de fuego, o que la muerte en defensa del islam es el bien más preciado). Esto son ficciones aterradoras y menospreciables. Pero ¿y el amor, la compasión, la bondad moral y la autotrascendencia? Muchas personas todavía se imaginan que la religión es el verdadero repositorio de estas virtudes. Para cambiar esta idea tenemos que hablar de toda la gama de experiencias humanas de una forma tan libre de dogmas como lo está la mejor ciencia.
Este libro es a la vez las memorias de un buscador, una introducción al cerebro, un manual de instrucciones contemplativas y una aclaración filósofica sobre lo que la mayoría de la gente considera que es el centro de su vida interior: el sentimiento de uno mismo al que llamamos «yo». No me propongo describir todos los enfoques tradicionales de la espiritualidad ni valorar sus fortalezas y debilidades. Mi objetivo es recuperar el diamante del estercolero de la religión esotérica. Ahí hay un diamante, y he dedicado una gran parte de mi vida a contemplarlo, pero para alcanzarlo es imprescindible que nos mantengamos fieles a los más profundos principios del escepticismo científico y que no rindamos pleitesía a la tradición. Cuando hablo sobre enseñanzas concretas, como las del budismo o las del Vedanta Advaita, no es mi intención ofrecer una explicación completa sobre ellas. Puede que los lectores fieles a una de las muchas tradiciones espirituales o que estén especializados en el estudio académico de la religión consideren mi planteamiento como la quintaesencia de la arrogancia. Personalmente lo considero un síntoma de impaciencia. En un libro –o en toda una vida– apenas hay tiempo para entenderlo. Igual que un tratado moderno sobre armas omitiría los conjuros y seguramente ignoraría la honda y el búmeran, me centraré en lo que considero las líneas más prometedoras de la investigación espiritual.
Tengo la esperanza de que mi experiencia personal ayude a los lectores a ver la naturaleza de sus propias mentes bajo una luz nueva. Parece que un enfoque racional de la espiritualidad es lo que le falta al laicismo y a las vidas de la mayoría de las personas que conozco. El objetivo de este libro es ofrecer a los lectores una visión clara del problema, junto con algunas herramientas para ayudarles a resolverlo por sí mismos.
La búsqueda de la felicidad
«Un día te encontrarás fuera de este mundo, que es como el útero materno. Abandonarás esta tierra para entrar, todavía dentro de tu cuerpo, en una vasta extensión, y has de saber que las palabras “la tierra de Dios es vasta” nombran esta región de la que han venido los santos.»
Jalal-ud-Din-Rumi
Comparto la idea, expresada por muchas personas ateas, que los términos espiritual y místico se utilizan muchas veces para referirse no solamente a la cualidad de ciertas experiencias, sino a la realidad en general. Muy a menudo se invocan estas palabras para fundamentar creencias religiosas que son ridículas, moral e intelectualmente. Como consecuencia, muchos ateos como yo consideran todo discurso sobre la espiritualidad como un signo de enfermedad mental, fraude consciente o autoengaño, lo cual es un problema, puesto que millones de personas han tenido experiencias para las que, al parecer, solamente disponemos de los términos espirituales y místicas. Muchas de las creencias que la gente se forma basándose en dichas experiencias son falsas. Pero el hecho de que la mayoría de ateos consideren las palabras de Rumi citadas al principio como un síntoma de trastorno mental garantiza un núcleo de verdad en los desvaríos, incluso de nuestros adversarios menos racionales. Así es, la mente humana contiene vastas extensiones que pocos llegan a descubrir jamás.
Y hay algo de degradado y degradante en muchos de nuestros hábitos de atención mientras compramos, cotilleamos, discutimos y reflexionamos en nuestro camino hacia la tumba. Quizás solo debería hablar por mí: a mí me parece que, mientras estoy despierto, paso una gran parte de mi vida en un trance neurótico. Sin embargo, mi experiencia con la meditación me dice que existe una alternativa y que es posible liberarse del pesado monstruo del yo, aunque solo sea durante unos instantes cada vez.
La mayoría de culturas han dado hombres y mujeres que han descubierto que ciertos usos intencionales de la atención –meditación, yoga, oración– pueden transformar su percepción del mundo. El empeño de estas personas suele comenzar cuando se dan cuenta de que incluso en circunstancias óptimas la felicidad es huidiza. Perseguimos lo que nos resulta agradable: visiones, sonidos, sabores, sensaciones y estados de ánimo. Satisfacemos nuestra curiosidad intelectual. Nos convertimos en expertos en arte, música y gastronomía. Pero nuestros placeres son, por su propia y pura naturaleza, fugaces. Si alcanzamos un gran éxito profesional, la sensación de logro continuará viva y placentera una hora, quizás un año, pero luego se apagará. Y seguirá la búsqueda. El esfuerzo que hace falta para mantener a raya el aburrimiento y otras sensaciones desagradables tiene que ser ininterrumpido, nunca podemos bajar la guardia.
El cambio incesante es una base poco firme para lograr una satisfacción duradera. Muchas personas, al darse cuenta de ello, empiezan a preguntarse si existe una fuente de bienestar más profunda. ¿Existe una forma de felicidad más allá de la mera repetición de placer y evitación del dolor? ¿Existe una felicidad que no dependa de poder comer lo que más nos gusta, o de tener amigos y personas queridas cerca, o buenos libros para leer, o algo que nos haga ilusión para el fin de semana? ¿Es posible ser feliz antes de que pase algo, antes de que los deseos se cumplan, a pesar de las dificultades de la vida, rodeados de dolor físico, vejez, enfermedad y muerte?
En cierto modo, todos vivimos para respondernos esta pregunta, y la mayoría vivimos como si la respuesta fuera «no»: no, no hay nada más profundo que repetir los placeres y evitar el dolor; no hay nada más profundo que buscar la satisfacción –sensorial, emocional e intelectual– sin parar. No sueltes el acelerador hasta que te hayas salido de la carretera.
Sin embargo, algunas personas sospechan que la existencia humana consiste en algo más que esto. Muchas de ellas llegan a esta sospecha a través de la religión, de las palabras de Buda, de Jesús o de alguna otra figura célebre. Y estas personas a menudo empiezan a practicar diferentes disciplinas relacionadas con la atención para examinar su experiencia más de cerca y ver si existe una fuente más profunda de bienestar. A veces se recluyen en cuevas o monasterios durante meses o años seguidos para facilitar este proceso. ¿Por qué alguien hará esto? Sin duda hay múltiples motivos para retirarse del mundo y algunos de ellos son poco saludables desde un punto de vista psicológico. Sin embargo, este ejercicio, en su forma más sabia, no significa más que un simple experimento. Su lógica es la siguiente: si existe una fuente de bienestar psicológico que no dependa únicamente de la satisfacción de mis deseos, esa fuente debería estar presente