amplia acerca de una región. La pretensión de este libro es periodística: entrevista, relato, crónica, retrato, hay mucho de todo ello, tiene un carácter híbrido; contiene textos que recurren al testimonio y que aspiran a describir la personalidad del entrevistado pero también el entorno y el contexto en el que se desarrolló su vida personal y profesional. En ese sentido, la intención es contribuir a la historia cultural de la región.
Quise indagar con curiosidad en lo que podían contarme algunas personas ligadas a la vida musical de Jalisco y, más específicamente, de la ciudad de Guadalajara. Aunque varios entrevistados nacieron en lugares distintos a la capital de este estado, ha sido ahí en donde desarrollaron preponderantemente su actividad profesional. Mi curiosidad inicial surgió a partir del cuestionamiento “¿es posible construir una panorámica de momentos en la vida musical de Guadalajara a partir de los testimonios de algunos de sus protagonistas?”. Aún con lo desmesurado que pueda sonar, creo que la respuesta es que sí, o en todo caso aspiro a que se pueda tener una aproximación a esa panorámica.
Claro que también me interesaba conocer más a fondo a aquellos elegidos para formar parte del libro, músicos a quienes he admirado y he visto en escena o de quienes he tenido noticias por otras bocas y a quienes considero parte importante de una historia regional que aún está por contarse. Estos textos también son una suerte de “historias de vida”.
Un antecedente de este libro es uno anterior titulado De memoria (2013), donde escribí acerca de personajes, lugares y movimientos culturales y artísticos de la Guadalajara de las décadas de los setenta y ochenta. Varios músicos relevantes para la historia cultural tapatía aparecieron ahí: Antonio Navarro, Austreberto Chaires, Eduardo Arámbula, Arturo Cipriano, Reynaldo Díaz, Gerardo Enciso, José Fors, Julio Haro y otros, quienes formaron parte del rock tapatío de los setenta. En aquella publicación también me referí a ciertos movimientos y lugares de la ciudad donde se desarrollaron proyectos interesantes no sólo vinculados con la música sino también con otras artes y que, según yo, contribuyeron a conformar la fisonomía cultural de Guadalajara.
Mi interés con esta obra es continuar con aquella exploración, pero ahora centrada más en la música y sin reiterar lo que ya había abordado con anterioridad. Por ello, algunos músicos importantes no aparecen en este nuevo libro, aunque ciertamente hay algunos que regresan –específicamente los rockeros setenteros– aunque con un tratamiento más enfocado a las historias de vida.
Una de las primeras disyuntivas fue a quiénes incluir. Estaba interesado en abarcar determinados temas: el ya citado rock de los setenta que de alguna manera puso a Guadalajara en el mapa musical del país de aquellos años; la escena jazzística de donde han surgido personajes relevantes aunque no suficientemente valorados; el blues que a lo largo de muchos años ha mantenido el interés de varias generaciones de músicos; los maestros que en la música académica han transitado lo mismo por la enseñanza que por la promoción o el concertismo; el modo en que han sido registrados los sonidos musicales de la ciudad en diversos estudios de grabación; las anécdotas que a veces forman parte de ciertas leyendas urbanas que circulan por ahí; las permanentes dificultades económicas con las que se han topado los músicos y que han determinado sus decisiones profesionales.
Estas ideas poco a poco fueron ayudando a conformar y depurar una lista de sujetos entrevistables. Toda lista es discutible y la mía no es, por supuesto, definitiva: no están todos los que son y acaso habrá quien levante la ceja para reclamar “¿por qué no incluiste a fulano o mengana?”, o “¿por qué no está más representado cierto género?”. De entrada debo admitir que hubo algo de caprichoso en mi selección y que respondí a ciertas intuiciones periodísticas, determinadas por los temas que me interesaban o por aquellos sobre quienes juzgué oportuno indagar. En mi descargo debo decir que me pareció una selección, si bien no exhaustiva, sí representativa.
En el área académica elegí a un par de maestras muy significativas en la enseñanza pianística: Leonor Montijo1 (1932-2018) y Carmen Peredo (1928-2017) –quien murió poco después de que charlé con ella–, quienes animaron la vida musical de la ciudad de modo muy destacado desde la década de los sesenta; aparecen también Ernesto Cano (1952) y Manuel Cerda (1949), académicos de la Universidad de Guadalajara pero que también han tenido una vida musical muy activa en otros territorios: la investigación, la composición y la interpretación de géneros diversos; junto a ellos hay pinceladas de otros maestros que los precedieron: Domingo Lobato (1920-2012), Hermilio Hernández, Arturo Xavier González (1923-1981), Francisco Orozco, todos inspiradores de muchos de quienes se acercaron a sus conocimientos; en el campo del jazz y el blues conversé con Javier Soto (1961), Genaro Palacios (1949) y Fernando Quintana (1963) quienes, además de contarme pormenores de sus vidas, me ayudaron a entender la importancia de otros personajes clave hoy ausentes como Carlos de la Torre (1940-2001) o Charly Jiménez; el rock acaso haya sido el más abundante en mi selección, con gente como Guillermo Brizio (1951), Javier Martín del Campo (1951), Tony Vierling (1951), José Pulido (1946), Carmen Ochoa (1959), Enrique Sánchez Ruiz (1948), todos vinculados a una escena que fue muy vital y que se las ha arreglado para mantener alguna vigencia; está también presente el compositor Carlos Sánchez Gutiérrez (1964); aparece también un personaje anfibio como Jorge Álvarez (1951), ligado lo mismo a la música que a las artes visuales; y también están algunos responsables de grabaciones importantes que se han hecho en la ciudad, como Raúl Cuevas (1968), Sergio Naranjo (1958) o Arturo Perales (1971).
Es una selección ecléctica, sin duda, pero como en toda lista hay ausencias o presencias oblicuas que se asoman aquí y allá: Áurea Corona, Servando Ayala, Ignacio Arriola, Ernesto Flores, Guillermo Olivera, Miguel Ochoa, René Alonso, José Luis Zúñiga, Guillermo Dávalos, Manuel Enríquez, Mario Arellano, Roberto González Vaca, Mario Pulido, Hipólito Ramírez, Beverly Moore son algunos que, si bien no tienen dedicado ningún capítulo completo, son mencionados como parte importante del periodo que comprende este trabajo, que va desde mediados de la década de los sesenta hasta el fin de los ochenta y con algunas referencias a temporalidades más cercanas, los noventa y, ocasionalmente, los dosmiles.
Es, pues, un libro centrado en la música y los músicos. La música ha sido motivo de mi interés toda la vida y he atestiguado algunas de las transformaciones que ha sufrido la vida musical de la ciudad, pero también me he percatado de los cambios en la ciudad misma: su fisonomía, su nomenclatura, sus dimensiones, su habitabilidad, son muy diferentes de lo que eran.
A partir de la segunda mitad del siglo xx la ciudad fue transformándose en diferentes ámbitos. El libro del escritor Emmanuel Carballo donde relata sus años de niñez y juventud en Guadalajara entre 1929 y 1953 se llama significativamente Ya nada es igual (2004), frase que se podría utilizar década tras década para definir a esta ciudad que cambia y no siempre para bien. No lo digo con el inútil ánimo nostálgico de quien piensa que todo pasado fue mejor, sino con la visión crítica que me hace reflexionar sobre lo irracional de muchas de las transformaciones que la urbe ha sufrido a través de los años.
Guadalajara es una ciudad fundada como lugar de tránsito, y gracias a ello ha conservado el rasgo de ciudad propicia para el comercio y el intercambio, pero no le han sido ajenas las transformaciones, a veces radicales. Recurro, casi de memoria, a una desordenada enumeración de cambios y modificaciones que ha sufrido la capital jaliciense:
El centro de la ciudad fue parcialmente destruido –el Templo de la Soledad y el Palacio Episcopal, como ejemplos de mártires caídos– para hacer lugar a las varias plazas que se construyeron en torno de la Catedral: la de la Liberación, la de Los Laureles –hoy rebautizada como Plaza Guadalajara– y la Rotonda de los Jaliscienses Ilustres. Cayó la plaza de toros El Progreso y brotó la cuestionable Plaza Tapatía. Las necesidades viales condujeron a la demolición de muchas fincas para que pudiera abrirse una gran avenida como Federalismo o se ampliaran otras como Juárez o Hidalgo –nombradas “par vial” en su momento–. Pasos a desnivel y puentes que antes no existían ahora son cosa corriente. La vida nocturna de la ciudad se restringió notablemente cuando fueron suprimidos, con criterios en buena medida moralistas, los locales cercanos al mercado de San Juan de Dios y con la prohibición a bares, cabarets y prostíbulos que proliferaban más allá de la Calzada Independencia: locales como El Sarape, el Luna de Miel, La Tarara, el