tiene el alfabeto castellano, hay seis que, si están escritas en mayúsculas, se leen igual con la cabeza para arriba o para abajo: H, I, O, S, X y Z. Y solo dos de ellas son consecutivas en el orden del abecedario, la H y la I. Son vecinas.
La W es cuento aparte. Su origen está en los antiguos pueblos germánicos. No solo es extraña a nuestro idioma, en el que se usa poco, sino que, además, tiene una trágica historia de amor y dolor. Después de muchos años, por fin pude establecer la verdad.
Resulta que, en sus comienzos, la W era simplemente una M normal que tenía amores con una I que había sido modelo. Una relación tempestuosa porque la I, vanidosa como ha sido siempre por su delgadez, se burlaba de ella, la llamaba gorda, ancha, abierta de piernas. Hasta que, un día, la M descubrió que la I le ponía los cuernos con una Ñ aristócrata, orgullosa de su abolengo, que se la pasaba pregonando que ella es la única letra que el castellano ha aportado a la vida humana.
Abatida por la decepción, la pobre M resolvió suicidarse lanzándose a la calle desde la azotea del mismo edificio en el que, por macabra coincidencia, sesionaba la Academia de la Lengua. Cayó de cabeza sobre el pavimento, y vean ustedes como quedó, con las patas para arriba.
Ya no me queda duda: a mí me persigue el destino. Mientras estoy acabando de escribir esta crónica, voy al supermercado de la esquina a comprar una leche que me encargó mi mujer. Hago fila en la caja registradora. Entonces veo, al lado de la caja, un perrito de felpa, color café, con cara sonriente.
El perro lleva, colgado del cuello, un cartelito que dice: “Utilice bajo la supervisión de un adulto hecho en China”. Pensé comprárselo a mi nieta, pero dónde consigo yo un adulto hecho en China. (Miren ustedes la enorme importancia de un mísero puntico).
Falta tanto por decir sobre la diversión del lenguaje que un día de estos volveremos a hablar del tema. No se imaginan ustedes lo que le ocurrió al gran Ptolomeo por andar con ese nombre. Ni la historia fascinante de las palabras más feas, más bellas, más largas, más cortas, más extrañas del idioma español.
El juguete de las palabras es tan infinito y tan universal que puede mezclarse, incluso, en dos idiomas diferentes. Les voy a poner un ejemplo. Uno solo. Hay dos actrices, la una de cine y la otra de televisión, que pertenecen a la misma familia sin saberlo. Fui yo, en mis ratos de ocio dedicados al estudio de la genealogía universal, quien descubrió su parentesco.
La una es colombiana y la otra, estadounidense. Sus abuelos comunes fueron hoteleros, como lo demuestran sus apellidos. Son Fabiola Posada y Jane Fonda.
Lo cual me indica, ahora que caigo en la cuenta, que ni yo mismo me escapo de esa sentencia: con la edad que tengo, y lo desgastado que estoy, ya no debería llamarme Gossa-in sino Gossa-out.
Sófocles, el más grande escritor de tragedias griegas, aprendió a descifrar los enigmas del alma humana como nadie lo había hecho antes y como nadie podría hacerlo en el futuro, hasta que apareció Shakespeare, dos mil años después. Es el único que se le acerca.
Fue Sófocles el primero que dejó por escrito aquella frase luminosa, eterna, radiante como el Sol pero al mismo tiempo inquietante y de una desgarradora verdad: “Nadie escapa a su destino”.
Hoy, con el permiso de ese maestro incomparable, quiero revelarles a ustedes que yo también he hecho mi propio hallazgo: descubrí que nadie escapa a las bromas del destino. Ni siquiera los sabios más venerables de la historia humana.
Después de tanto buscar y rebuscar, rastrear, averiguar y desentrañar los pormenores de libros y leyendas, puedo afirmar que no existe un ejemplo mejor que el de Ptolomeo. Nació en Grecia y murió en Egipto. Fue astrólogo, geógrafo y matemático y vivió en el siglo segundo de la era cristiana. La verdad es que desde la cuna y hasta la tumba, la vida de Ptolomeo parece una cuchufleta inventada en Colombia.
Para empezar, nuestro hombre se llamaba así porque nació en Ptolemaida, que no era la gigantesca fortaleza militar colombiana que lleva el mismo nombre, a ciento diez kilómetros de Bogotá, en tierras del municipio de Nilo, jurisdicción de Cundinamarca. Cuando Ptolomeo vio la primera luz del mundo, Ptolemaida era una modesta población, vecina de Macedonia, en el occidente griego.
Pero, como la vida se complace en enredar aún las cosas, y para hacer aún más apasionante esta broma del destino, Nilo es el mismo nombre del río que pasa cerca de Tebaida, la ciudad del Alto Egipto donde murió Ptolomeo. Pero es que, además, esa Tebaida tampoco es el próspero municipio que existe con ese mismo nombre en nuestro departamento del Quindío, situado en el centro de la geografía colombiana, tirando un poco hacia el oeste
Pero eso no es todo. Si a ustedes les parece que Ptolomeo era un cochino que andaba haciendo sus necesidades en cualquier parte, sepan, además, que su segundo nombre era Simeón y que, de remate, su familia era oriunda del Orinoco. Los investigadores terminaron por descubrir que Ptolomeo era primo del alcalde de Zalamea, que tenía un bisabuelo arameo y que vivió en una casita situada en un meandro del río Nilo.
Pobre hombre.
Las palabras más bellas, más largas y más curiosas del castellano
¿Cuál es la palabra más bella del idioma español?
Haga usted esa pregunta, para darle un poco de animación a la fiestecita que se ha formado para celebrar el quinceañero de su sobrina Luchi, y verá que enseguida se desata una discusión ardiente. Cada quien tiene su palabra favorita y no hay dos que coincidan.
Eso no es nada: pregunte usted cuál es la palabra más fea o la más extraña, y verá que los agarra ahí, sin haber logrado ponerse de acuerdo, el matrimonio de la biznieta de Luchi.
La escena se repite a diario no solo en Colombia, sino en cualquier paraje de la corteza terrestre donde se encuentren más de dos hispanohablantes. Ni para qué le cuento si alguien pregunta por la palabra más larga. En ese punto la gente inventa vocablos que no existen sino en su propio caletre, con el propósito de demostrar que la razón está de su parte.
Según el Diccionario de la Real Academia Española, que es la única autoridad legítima en estas materias, nuestra lengua tiene hoy alrededor de ochenta mil palabras oficialmente registradas, las cuales llegarían a un poco más de cien mil si les agregamos los americanismos. Como dato curioso, les cuento que el inglés, según el célebre Diccionario Oxford, tiene 350 mil.
Nuestro diccionario dice que la palabra más larga del castellano es electroencefalografista, que tiene veintitrés letras y define a la persona especializada en tomar imágenes radiográficas del cerebro. La segunda, esternocleidomastoideo, tiene veintidós letras y es ese músculo del cuello que nos permite girar la cabeza. Miren la curiosidad: las dos palabras más extensas del idioma son ambas de origen médico. Y eso no es nada: también lo son las cinco primeras. Los desafío a que las busquen ustedes y lo confirmen.
Pero es mejor que, antes de seguir con palabras, vayamos a las letras, que son la