Ким Лоренс

Hijo secreto


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No se haga usted la puritana, doctora. El modo en que me mirabas hace escasos minutos en el baño tenía muy poco de profesional. Estoy acostumbrado a que me traten como un objeto sexual. Y cierra la boca. Te van a entrar moscas –le dijo él–. Sólo estaba dando una opinión honesta. La verdad es que me creía bueno en eso de evaluar a la gente a primera vista, pero contigo me he equivocado. Por cierto, te favorece mucho lo de enfadarte.

      Lindy no pudo evitar sentir una especie de vuelco en el estómago. Tenía algo que ver con la química sexual que ya había sentido en otras ocasiones con consecuencias realmente desastrosas.

      –Te escondes detrás de esa imagen falsa de frialdad y distancia. Pero siento decirte que ya no me creo nada. Y, por cierto, te prefiero cuando eres más humana.

      Lejos de enfurecerse, Lindy sintió un calor agradable y reconfortante.

      –Deberías ponerte el hielo en la nariz, antes de que se inflame.

      Sin saber cómo había llegado hasta allí, se encontró, de pronto, en el regazo de Sam, con la falda indecentemente subida y los brazos alrededor de su cuello. Los labios de Sam Rourke eran firmes, deliciosos y provocadores.

      Cuando por fin se separaron, Sam no pudo por menos que exclamar complacido.

      –¡Vaya con la doctora! –dijo él.

      –¡Lindy, hemos llegado! –la voz de su hermana sonó instantes antes de que la puerta de la cocina se abriera.

      –¡Un momento muy oportuno para llegar! –dijo Sam.

      –Ya veo que os habéis conocido –dijo Hope.

      «La voy a estrangular», pensó Lindy. «Después me ahorcaré». Miró al suelo indignada. ¿Cómo no se había abierto y la había tragado? ¡Que lo hiciera cuanto antes, por favor!

      –¿Lo habéis pasado bien? –preguntó Sam.

      –No tan bien como tú –dijo el hombre que estaba junto a Hope.

      Lindy se apresuró a levantarse y se estiró la ropa, tratando de recuperar la compostura.

      –Ha sido un accidente –trató de recuperar un tono de voz normal–. El señor Rourke…

      Sam rápidamente puntualizó con la misma formalidad.

      –La doctora Lacy ha tratado de partirme la cara.

      Lloyd, el acompañante de Hope, cambió repentinamente la sonrisa burlona por un gesto de angustiada preocupación.

      –¡Por todos los diablos, Sam! ¿Sabes lo que va a pasar si no podemos seguir rodando? Eso va a costar una fortuna.

      Sam miró a Lindy.

      –La doctora asegura que mi belleza no sufrirá daño alguno.

      –Pero… pero yo veo un cardenal ahí, juro que lo veo –insistió Lloyd–. Ponte hielo ahora mismo, Sam.

      –En eso estábamos cuando… –dijo Sam.

      –Creo que voy a cambiarme de ropa –dijo Lindy.

      –Voy contigo –respondió Hope, con una pregunta latente en los ojos.

      –No me interrogues, Hope –le advirtió Lindy, cuando ya habían salido de la cocina.

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