Heidi Rice

Una noche en Montecarlo


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prototipo de Camaro en el circuito de Barcelona para las pruebas de la nueva temporada.

      Yo estaba desesperado. El piloto reserva de Galanti, Carlo Poncelli, había sido diagnosticado de cáncer, algo que habíamos logrado silenciar durante unos días, pero en cuanto la noticia llegara al circuito, los precios que fijaban los agentes se dispararían, así que quería encontrar a alguien rápidamente, algún joven con talento aún por descubrir que se entusiasmaría con la idea de ser el piloto reserva en la Super League con el mejor equipo del circuito. Y que no tuviera agente. Era mucho pedir, pero si alguien sabía oler el talento era Freddie.

      –Baja la voz –dijo Graham mientras juntos estudiábamos la pista desde el final de la grada, lejos de las miradas de Camaro y su equipo–. Si Camaro se entera de que estás siguiendo a sus empleados, me vetará.

      El ruido del nuevo coche de Camaro ahogó la última parte de la frase al aparecer en la curva más próxima y acelerar a más de doscientos sesenta kilómetros por hora. Las ruedas traseras patinaron un poco, pero el piloto recuperó el control con una eficacia inmejorable. El chute de adrenalina que siempre sentía al ver por primera vez un nuevo talento me erizó el vello de la nuca.

      Tendría que ver las estadísticas e informarme un poco sobre él antes de hacerle una oferta, pero ya estaba convencido de que aquel era nuestro hombre. Tenía un sexto sentido para esas cosas. De hecho era lo que me había hecho famoso en el circuito. O, más que famoso, temido. Eso y llevar a una modelo o a una actriz diferente del brazo cada vez que asistía a un evento.

      –¿Quién es? ¿Ya ha firmado con Camaro? ¿Y por qué demonios no he oído hablar de él?

      Disparé todas aquellas preguntas mientras el coche entraba ya en el pit lane.

      Si tenía contrato firmado con cualquier equipo de las ligas menores, tendría que comprarlo, lo cual iba a costarme un dineral, pero ya estaba convencido de que lo quería. Si Camaro lo estaba usando solo para pruebas, es que estaba perdiendo olfato y yo tenía que actuar rápido. La temporada ya llevaba dos semanas empezada, y el chico tendría que familiarizarse con el coche antes de que llegase el invierno.

      –Relájate, tío –dijo Freddie con su espeso acento de Brooklyn–. Se dice por ahí que es de I+D. Ni siquiera es piloto. Que la tía es la amante de Renzo y que la trajo desde Londres para sustituir a su conductor que está con gripe. Necesitaba a alguien para probar el coche, y sabía que tenía talento, pero al verla conducir…

      Freddie dejó la frase sin terminar, pero daba igual, porque mi cabeza se había quedado colgada de una única palabra.

      Tía.

      ¿Una mujer? ¡Dios!

      Eso era… increíble. La mejor oportunidad para las Relaciones Públicas que me podía imaginar. Aunque yo no estuviera tan desesperado, y aunque ella no fuese ni la mitad de buena que parecía ser, habría querido contratarla.

      Había mujeres en las competiciones inferiores y en las listas de candidatos, mujeres buenas pilotos que, más tarde o más temprano, acabarían irrumpiendo en las mejores categorías del motor, pero ¿una mujer tan buena como aquella, que estaba sin descubrir y que no pertenecía a ningún equipo?

      Aunque con Renzo sí parecía tener algo que ver.

      –¿Dices que es la amante de Renzo?

      –Es lo que me dijo uno de los mecánicos. Yo los he visto juntos, y Renzo babeaba a su alrededor, aunque tengo que decir que no parece su tipo. Es más bien un marimacho.

      Fruncí el ceño. ¿Quién iba a imaginarse que Freddie era un cotilla? Pero en aquel momento, sus ganas de cotillear servían a mis propósitos. Quería saber más de esa chica antes de abordarla.

      –Sea cual sea la conexión que tenga con Camaro, estoy seguro de que puedo mejorar su oferta –dije con una sonrisa cínica.

      Se trataba de una mujer y, según mi experiencia, a las mujeres siempre se las podía comprar con dinero, con orgasmos o con ambas cosas, y si tenía que seducirla, lo haría. No salía con nadie en aquel momento y no tenía ningún problema en mezclar el placer con los negocios. Era una de las ventajas de ser un obseso del trabajo.

      –Pisa el freno, Casanova –me dijo Freddie–. Renzo no es tu único problema. Ese mismo mecánico me dijo que ella no quería ser piloto profesional. Al parecer, Renzo lleva tiempo intentando convencerla de que ingrese en su programa de jóvenes pilotos y no lo ha conseguido.

      –¿Qué? ¿Por qué?

      Quien tuviera semejante talento natural estaría loco si no quisiera ir a por el anillo. Y nadie podía llegar a ser tan bueno sin ser un apasionado del deporte.

      –No tengo ni idea, pero supongo que tendrá sus razones.

      Mi sorpresa era mayúscula, pero enseguida se vio aplastada por mi confianza. Ya encontraría el modo de superar las razones que pudiera tener. Sabía cómo manejar a las mujeres, del mismo modo que sabía cómo manejar a mis rivales.

      El encanto era fácil, y la seducción lo era todavía más, cosas ambas que había aprendido a utilizar a mi conveniencia desde la muerte de Remy.

      El recuerdo de mi hermano acabó con la sonrisa que se insinuaba en mis labios. Y no fue solo la evocación de mi hermano pequeño, tan inconsciente, tan confiado, tan joven, muerto sin necesidad, sino de la chica –de su chica–, que tantas veces había rondado mi pensamiento desde la muerte de Remy.

      Belle Simpson había desaparecido por completo tras el funeral, y me negaba a que me importase. Ya me había torturado bastante recordándola tan suave, tan fresca y tan seductora, a pesar de su torpeza, durante la única noche que habíamos compartido. Mera ilusión, porque no había sido más pura o más fresca que yo.

      Corté el pensamiento al sentir una nueva punzada de culpa. Remy estaba muerto, y yo no podía dar marcha atrás al reloj y deshacer lo que le hice aquella noche en que Belle me miró con sus ojos color esmeralda como si yo fuera lo único que podía desear. Aquella noche había sido un desastre de principio a fin. La mejilla me dolía de uno de los bofetones que me había dado mi padre con la mano vuelta y la cabeza me zumbaba por haberme pasado con los tequilas.

      Era asqueroso que, cada vez que pensaba en mi hermano, tuviese que pensar también en ella y en sus maravillosos ojos verdes cargados de angustia y lágrimas.

      Me despedí de Freddie con la promesa de una generosa propina por su ayuda si lograba que la chica firmase conmigo y me dirigí a la zona de descanso de los pilotos. Pilotar era un trabajo duro que hacía sudar, particularmente en la primavera barcelonesa, y la chica tendría que ducharse y cambiarse antes de nada. Con la gorra del equipo de Camaro bien calada, nadie reparó en mí cuando pasé junto a los mecánicos que estudiaban los neumáticos del coche nuevo.

      Estaba en lo cierto. No estaba por allí, de modo que debía haberse ido a la zona de descanso. Ahora solo me quedaba que la suerte me siguiera sonriendo y poder pillarla a solas cuando terminase de vestirse y hacerle una oferta que no pudiera rechazar.

      Perfecto. No había nadie. Me quité la gorra mientras oía caer el agua de la ducha y me dispuse a esperar.

      El agua cesó y oí una voz que cantaba una nana en francés, una voz que me produjo una extraña picazón. ¿Por qué me resultaba tan familiar?

      Antes de que hubiera tenido tiempo de analizar la pregunta, la chica apareció en la puerta, dibujada a contraluz por la brillante luz del sol que entraba por la ventana que quedaba detrás de ella. La vio dar un respingo y tomar aire de golpe, seguramente por la sorpresa de encontrarse allí a un desconocido. Me levanté para presentarme.

      –Hola, señorita… –no pude terminar. Freddie no me había dado su nombre–. Soy Alexi Galanti, dueño y director del equipo Galanti. Necesitamos un piloto reserva para el resto de la temporada y quiero ofrecerle el puesto. No sé lo que le paga Camaro, pero se lo doblo.

      No era normal en mí ofrecerle a alguien un trabajo sin hablar antes con el equipo legal, sin revisar las credenciales del candidato y acordar un periodo de prueba.