Antonio Vélez

Del big bang al Homo sapiens


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seguridad fueron incapaces de enfrentar los drásticos cambios presentados en el entorno a finales del periodo Cretácico y eso significó su extinción. Y lo mismo pudo ocurrirles a los cientos de especies desaparecidas en esa misma época.

      No puede menospreciarse, una vez establecida la reproducción sexual sobre la Tierra, la gran ventaja evolutiva adicional representada por la lucha masculina para hacer valer su derecho a la reproducción. El efecto principal ha sido el acelerar considerablemente el proceso evolutivo, dada la alta selección impuesta. Todos los descendientes de los leones marinos pertenecientes a una generación, por ejemplo, lo son del 12 % de los machos; los restantes no dejan descendencia. Y esta historia de desigualdad de derechos, injusta dentro de sanos criterios humanos, se repite con frecuencia en muchas otras especies animales.

      El desarrollo vertiginoso de la genética en el último decenio ha arrojado nuevas luces sobre el proceso reproductivo. En efecto, algunas investigaciones realizadas en 1983 (Michod, 1989) han revelado que durante la meiosis todo defecto presente en el adn —defecto no significa mutación— es reparado automáticamente. En la meiosis, antes de que las parejas de cromosomas homólogos se separen, justo durante el entrecruzamiento, se corrigen mutuamente las secciones defectuosas —algo análogo a desparasitarse a escala microscópica—. En consecuencia, las células hijas resultantes quedan libres de los defectos que por envejecimiento hubiesen aparecido en la célula original. Los autores de la citada investigación consideran tan importante esta función de mantener joven y en buen estado el material genético que no dudan en proponerla como explicación única de la génesis y consolidación de la reproducción sexual. La creación de variabilidad pasaría, en consecuencia, a ser una función importante pero complementaria. Un subproducto casual que apareció más tarde y sirvió de refuerzo.

      Es conveniente destacar, asimismo, que al combinarse el óvulo con el espermatozoide se crea la posibilidad de que los genes defectuosos y recesivos sean enmascarados funcionalmente por sus alelos dominantes normales. En resumen, la reproducción sexual acumula tres ventajas biológicas importantes: creación de variabilidad, mantenimiento del adn y suplantación de genes defectuosos.

      Las especies que poseen reproducción mixta, es decir, sexual y asexual, parecen desacreditar la última propuesta. Cuando hay prosperidad en el ambiente, o cuando la descendencia va a ocupar con seguridad el mismo nicho, utilizan el método asexual, de lo que resultan descendientes idénticos. La partenogénesis o desarrollo de los huevos sin el concurso masculino, la yemación y la reproducción por acodos son algunos de los artificios asexuales empleados. En estos casos las especies implicadas parecen no necesitar ningún tipo de reparación de su adn; pero si las condiciones del entorno se vuelven difíciles, o si se intenta colonizar otros nichos distantes y desconocidos, los individuos prefieren la reproducción sexual, en consonancia con las necesidades de variabilidad. Persiste, entonces, la incógnita acerca de la función primigenia del sexo.

      Asimetrías en la reproducción sexual

      Al descubrirse la reproducción sexual como eficiente mecanismo creador de diversidad genética y, por tanto, de variabilidad de individuos —germen de la futura desigualdad humana—, se presenta automáticamente una molesta asimetría, además de la ya señalada en la meiosis, y es la relacionada con el aporte de los dos sexos al proceso reproductivo. Una verdadera injusticia de la naturaleza. Mientras que las hembras aportan una célula casi completa, el óvulo, a la cual solo le falta la mitad del adn, los machos aportan únicamente la mitad complementaria. Y es que el espermatozoide, en esencia, no es más que una delgada película que encierra en su interior la mitad de los cromosomas, la fuente de energía para sus desplazamientos y algunas enzimas para penetrar el óvulo. En la especie humana, el óvulo pesa ochenta y cinco mil veces más que el espermatozoide (véase figura 1.6), y no es la especie en la cual esta desproporción alcanza su valor máximo. Por eso puede afirmarse, sin exagerar en absoluto, que siempre heredamos un poco más de la madre que del padre.

      Figura 1.6 Óvulo rodeado de espermatozoides

      Fuente: Bloom y Lazerson (1988).

      Esta diferencia, pequeñísima al comienzo, fue amplificándose con el correr del tiempo hasta hacerse significativa en las especies superiores. En aves y reptiles, el óvulo se convirtió en un huevo de alto costo energético, dotado de todo el material biológico necesario para construir un nuevo organismo. Los huevos del epiornis, ave gigante de Madagascar (lastimosamente exterminada por los hombres durante la Edad Media), podían llegar a pesar el equivalente a ciento cuarenta huevos de nuestras gallinas actuales. No es la única vez que el hombre mata la gallina de los huevos de oro. Los huevos del avestruz alcanzan en muchas ocasiones 1,5 kilogramos de peso, y los del megapodio de Australia están cercanos a la nada despreciable cifra de 250 gramos.

      En los mamíferos placentarios el aporte energético de las hembras es aún mayor, y la injusticia peor: además de patrocinar completamente la vida parasitaria del feto, después deben alimentar, transportar, proteger y educar a sus crías durante la infancia. El espermatozoide, empero, fiel a su inicial principio de economía, sigue siendo microscópico y barato. La asimetría reproductiva se trasladó al costo energético y castigó unilateralmente al sexo femenino. La evolución, siempre oportunista, no tardó en aprovechar tan rico filón. Con el fin de aumentar las probabilidades de fecundación del óvulo, los machos, que seguían aportando cómodamente el recurso barato, evolucionaron aumentando de manera astronómica la producción de espermatozoides, hasta alcanzar una proporción de millones de ellos por cada óvulo o huevo de las hembras. Recordemos que una mujer normal puede llegar a producir unos cuatrocientos óvulos maduros en toda su vida, contra una multitud de doscientos millones de espermatozoides por cada eyaculación. Un hombre puede producir unos trescientos millones de espermatozoides por día (Small, 1991), cantidad suficiente para repoblar el mundo en menos de tres semanas y media. En suma: la mujer, uno por mes; el hombre, millones cada vez y varias veces por mes.

      A partir de ese momento histórico, un solo macho fue capaz de fecundar a varias hembras, sin ningún costo biológico significativo. Un comercio sexual que de momento pareció sonreírle al sexo masculino. Pero en la naturaleza no hay desayunos gratuitos: por ser tan barata la reproducción para los machos, de inmediato se presentó exceso de oferta y escasez de demanda. La hembra se convirtió en artículo de lujo y se desencadenó la lucha despiadada que conocemos, situación que hace que solo los mejores machos —en sentido biológico— logren dejar descendencia.

      El beneficio final fue para la especie, pues el proceso evolutivo se vio considerablemente acelerado. Piénsese, a manera de ejemplo, que un par de machos exitosos pueden ser los padres de todos los hijos de un grupo dado, con la consecuencia benéfica de que todos heredan las cualidades de los dos padres. Vale la pena señalar que la velocidad evolutiva producida por la lucha masculina para tener acceso a la reproducción es otra ventaja destacada de la reproducción sexual sobre la asexual. El dimorfismo sexual, esto es, una marcada y visible diferencia entre machos y hembras, fue reforzado por la exigente selección masculina, lo que hace probable que de esas remotas épocas puedan provenir algunos de los residuos arcaicos y dimórficos del hombre moderno: barba, abundancia de vellos y mayores talla y peso corporal.

      La asimetría de aportes reproductivos introduce un cambio importante en las estrategias sexuales óptimas. Para los machos, la mejor política será buscar el mayor número de apareamientos con el mayor número de hembras —poliginia múltiple—; para las hembras, la hipergamia, esto es, seleccionar la pareja de mayor calidad. Se explica así por qué los retrasados mentales, los enanos, los deformes y los tarados de sexo masculino tienen enormes dificultades para encontrar una mujer normal que esté dispuesta a aparearse con ellos. Para el macho, cantidad; para la hembra, calidad (entre primates, una hembra rara vez tiene más de doce descendientes; los machos, en cambio, tienen o bien muchos o ninguno). El resultado combinado de las dos estrategias reproductivas es que, para el beneficio de la especie, algunos machos triunfan y muchos pierden, y casi todas las hembras ganan.

      Al macho, en general, le renta beneficios genéticos ser agresivo con sus compañeros del mismo sexo y no respetar exclusividades sexuales. A la hembra le renta excelentes dividendos genéticos tener su descendencia