Edith Anne Stewart

El rescate de un rey


Скачать книгу

te has dado cuenta.

      —Si vas a contarme lo mismo que mi padre y mi hermana, ahórrate el sermón. Ya sé que si el normando no paga, estaré en un aprieto porque no sé qué diablos hacer con ellas —confesó Hereward apartándose de la almena y alejándose de Athelstane para no escucharlo.

      —Entiendo.

      —Ahora mismo estoy considerando todas las posibilidades que pueden darse llegado el caso. Pero prefiero seguir creyendo en la idea original: que Brian de Monfort pague el rescate de su prometida, y así no tendremos de qué preocuparnos —le dejó claro con un tono de enfado por lo que estaba sucediendo.

      Todos venían a decirle lo mismo y él ya comenzaba a estar cansado. Hasta ahora nadie le había sugerido que se quedara con ella; salvo Rowena, pero no de una manera directa, sino asegurando que no podría retenerla contra la voluntad de ella. Esa posibilidad no la había si quiera contemplado porque no tenía la más mínima intención de alojar a dos normandas en Torquilstone. Estaría loco si aceptaba semejante propuesta como una posibilidad real.

      —¿No ha intentando apuñalarte por la espalda?

      Hereward miró a su amigo con un gesto de sorpresa por aquella cuestión.

      —No. Me ha lanzado alguna que otra fría y cortante mirada. Algún gesto de altivez, ya me entiendes. Piensa que venir a Inglaterra le da derecho a mirarnos por encima del hombro. ¡Por muy normanda que sea y muy prometida de Brian de Monfort no voy a tolerarlo! —exclamó entre dientes mirando a su amigo como si él fuera el responsable de aquella situación. Pese a que en su interior no sentía esa necesidad. Recordaba la manera altiva y orgullosa con la que ella se había encarado con él momentos antes en la alcoba. Desafiante y preciosa a ojos de él. De haber estado a solas con ella, él no se habría andado con miramientos. La habría cogido y la habría…

      —Dirás que no te ha apuñalado pero por tu manera de responderme… No me cabe la menor duda de que sabe cómo tratarte.

      —Pues se equivoca. Estoy deseando que su prometido venga a por ella y se la lleve mañana mismo, si no puede ser ahora.

      —Dime una cosa, ¿te comportas así porque es normanda o mujer? —Athelstane cruzó los brazos sobre su pecho y contempló a su amigo con un interés desmedido.

      —¿Por qué? ¿Qué tienen que ver esas dos cualidades?

      —Te lo pregunto porque es la primera vez que una mujer parece sacarte de tus casillas —ironizó Athelstane entre risas.

      —¿Qué diablos estás insinuando? —Hereward entrecerró sus ojos escrutando el rostro de su amigo. Sí, ¿qué había querido decirle con aquella pregunta?

      —He notado cómo la miras.

      —¿Cómo?

      —La deseas —le aseguró palmeando el hombro de Hereward mientras este ni se inmutaba—. Y no te lo discuto puesto que es una mujer bonita, pero ten en cuenta que no está destinada a ti. Está prometida, tú lo sabes.

      Hereward contempló a Athelstane de la misma manera que si este acabara de insultarlo. Tal vez la deseara, no iba a negarlo. Pero tampoco iba a negar que sabía quién era y cuál era su inmediato destino. Regresar con su prometido.

      —Conozco muy bien cuál es el final que le espera. Casarse con Brian de Monfort.

      —Tú lo conoces, ¿verdad? A ese normando. Creo haberte escuchado hablar de él, y a más gente en Torquilstone.

      Hereward no pareció escuchar la pregunta. Estaba absorto en sus pensamientos en torno a Aelis. No le importaba que se marchara con el normando porque de ese modo él se vería libre de sus responsabilidades. Y ni su padre ni su hermana podrían echárselo en cara.

      —Dime, ¿conoces a su prometido?

      —¿A Brian de Monfort? Sí. Coincidimos en Tierra Santa —le respondió Hereward con la mirada fija en el suelo y los recuerdos de aquellos días inundando su mente—. Es un guerrero. No le tiene miedo a nada ni a nadie. Estaba en el bando de los normandos que defendieron el estandarte de Felipe de Francia, como cabría esperar.

      —Por ese motivo se ha aliado con Juan. Por la enemistad entre Ricardo y Felipe.

      —Supongo. Y porque Juan paga bien a sus lacayos y a sus mercenarios. Ha sabido rodearse de la flor y nata de la aristocracia normanda.

      —Tú estuviste con Ricardo y los sajones.

      —Con los ingleses —matizó Hereward alzando un dedo—. Ricardo no quería distinciones entre sus filas. Ni sajones ni normandos, solo ingleses.

      —Pero, Ricardo es normando. ¿Por qué esa distinción?

      —Desde el primer momento ha querido zanjar las disputas entre ambos pueblos de una vez por todas, pese a que su padre ya lo consiguió.

      —Si, pero siempre habrá recelos, envidias y diferencias entre ambos bandos. Los normandos no olvidan que ellos conquistaron nuestra tierra. Y nosotros, por nuestra parte, tampoco olvidamos al opresor.

      —Los que le seguimos a Tierra Santa éramos ingleses, que combatíamos bajo la misma bandera. Debiste haberle seguido a luchar contra los sarracenos como hicimos Godwind y yo.

      —Alguien debía quedarse en Torquilstone —se excusó Athelstane. Godwin y él lo echaron a suertes para ver quién acompañaba a Hereward hasta Jerusalén—. Según hablas del prometido de lady Aelis no parece que esté dispuesto a pagar. Si es un guerrero…

      Hereward suspiró.

      —Ya lo veremos. Que sea un guerrero no lo hace invencible —le aseguró sonriendo al recordar las justas que se hacían en honor de los reyes en San Juan de Acre, y como los caballeros de Ricardo, habían logrado imponerse a los de Felipe de Francia, entre los que se encontraba Brian de Monfort—. Es mejor retirarnos. Mañana promete ser un día largo.

      —¿Crees que Brian de Monfort dará señales de vida mañana mismo?

      —Debemos esperarlo en cualquier momento. Y además, es lo mejor para todos.

      Hereward se dirigió hacia su habitación, pero no pudo evitar pasar por delante de la puerta de la que ocupaban Aelis y Loana. Se quedó de pie frente a esta con el deseo de tocar y ver si necesitaban algo. Si todo era de su agrado. Que fueran sus rehenes no significaba que fuera a matarlas de hambre o a torturarlas en las mazmorras. No era un hombre sin corazón ni piedad, aunque ella lo pudiera ver como tal. Quería que su estancia en Torquilstone fuera de su agrado hasta que hubieran de marcharse. Pensar en su futura partida hizo que Hereward golpeara de manera inconsciente la pared con su puño. ¿Por qué? Sacudió la cabeza y tras lanzar una última mirada a la puerta decidió alejarse de allí, no fuera a ser que alguien lo viera; o bien que alguna de las damas normandas abriera la puerta y lo encontrara allí. Aunque esto último le parecía más bien poco probable. Apostaba a que ambas damas permanecerían en su alcoba hasta que alguien fuera a buscarlas para conducirlas junto al normando. Pero no había terminado de pensarlo cuando los goznes chirriaron.

      Una figura menuda con una vela en la mano apareció en el umbral. Al ver a Hereward se sobresaltó hasta el punto de dejar caer la vela al suelo. Esta rodó hasta el mismo pie de este, quien se agachó para recogerla y entregársela pero antes la prendió en una de las antorchas del pasillo. Cuando Hereward la acercó y la tenue luz iluminó el rostro de ella, Hereward creyó estar soñando. Le pareció que aquella mujer no era si no una aparición. Alguna especie de espíritu que habitaba en el castillo y que lo contemplaba con los ojos abiertos como platos y boqueando como un pez fuera del agua.

      Aelis ahogó el chillido de espanto o de sorpresa que la aparición de él le había provocado. Su corazón latía de manera frenética en el interior de su pecho. Y no encontraba el aliento ni las fuerzas necesarias para decirle lo que pensaba de él y de su aparición.

      —Disculpadme si os he asustado, mi señora —se apresuró a expresar Hereward con calma y contemplándola como si esta fuera una completa desconocida para él.

      —¿Qué…