Alaine Agirre

X ha muerto


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quiero más que quedarme así, despierta pero dormida, olvidada de que más allá de esta cama existen el mundo el viento el humo el tiempo el trabajo la música la gente los barcos la vida, sabiendo que estoy con X pero sin pensar en nada más; sin pensar que ya no es X quien me abraza sino un cadáver que empieza a descomponerse; sin pensar que tendré que decírselo a su madre, o llamar a una ambulancia, o a quien haya que llamar en estos casos, aunque ahora mismo no sé a quién tengo que llamar; sin pensar en muertos y en quehaceres; sin pensar en qué hacer con su cuerpo, si incinerarlo o enterrarlo; sin pensar que X está muerto y que, por tanto, ya no está, ya no es, ya no permanece en la cama, a mi lado, conmigo, sino en otra parte, en cualquier lugar o tal vez en ninguno.

      Y no puedo levantarme. No puedo alejarme de su cuerpo, no puedo dejarlo, no puedo abandonarlo. No puedo levantarme de la cama. No puedo coger el teléfono que suena. No puedo llamar a nadie. No puedo levantarme de la cama, despertarme de esta pesadilla.

      Y pienso que querría quedarme así, dormida. Como él.

      4

      Se lo han llevado. Me lo han arrancado de los brazos. Mientras mi madre tiraba de mí y dos desconocidos tiraban de X. Yo no quería soltarlo. Me lo han quitado. Mi madre me decía algo, pero yo no podía oírla porque alguien estaba gritando, cada vez más fuerte, cada vez más espantada, gritos chillidos alaridos bramidos, hasta el punto de dolerme los oídos, hasta el punto de hacer temblar el tímpano y, entretanto, un gemido al respirar y una tregua de dos segundos, pero una y otra vez se activaba y multiplicaba el chirrido del dolor hasta provocar un escalofrío.

      Al quedarme con la garganta rota e irse apagando el vocerío me he dado cuenta de que era yo quien gritaba.

      5

      Ahora entiendo por qué vestían de negro aquellas mujeres que querían llevar el duelo a sus espaldas, como si fuera una piedra negra.

      Y aun así, no hay en mi armario un negro suficientemente negro para mostrar esta tristeza que me está matando.

      6

      Toda esta gente que se está ahogando en llanto durante el funeral tal vez no derramaría tantas lágrimas si supiera que yo todavía no he podido llorar.

      7

      De regreso del funeral, en el baño, al quitarme el maquillaje, que no se ha movido de su sitio. En estas, noto que me viene y que cuando llegue ya no se irá más. Y así ha sido: primero una, solitaria, pero luego ya no las he podido distinguir ni contar una a una, no podía saber dónde empezaba una lágrima y dónde acababa, pues era más un torrente lo que fluía de mis ojos que una llovizna de gotas.

      De regreso del funeral, en el baño, sin poder mirar al espejo, sin poder mirar de frente al dolor. Me tumbo sobre las frías baldosas, acurrucada, llorando. Y pienso que es aquí donde debo estar, que no puedo, que no debo estar en ningún otro lugar que no sea tumbada yaciente en el frío suelo.

      8

      Estoy en la bañera, sentada, desnuda, rodeando con los brazos las piernas plegadas. Con la cabeza entre las rodillas. El agua caliente me cae sobre la espalda. En otro momento, en otra vida, habría sido agradable esta caricia del agua caliente deslizándose sobre mi piel fría, después de haber permanecido no sé cuántas horas llorando sobre el suelo del baño, hasta convertirme casi en una baldosa fría: mímesis (o hasta morirme ahí mismo de frío de deshidratación de hambre). Pero ahora me da lo mismo, ya no siento ni el agua caliente. No siento más que este dolor que poco a poco, disimuladamente, me está comiendo por dentro, este tormento que me corroe las entrañas, que mastica mis órganos y, aunque no se ven, siento navajas que se me clavan en el vientre, una pierna de elefante que me aprisiona el pecho, una soga en el cuello que me roba la respiración y que me va ahogando, y arena en los ojos, en estos ojos ya resecos después de tanto llorar.

      La voz cascada. Los ojos marchitos.

      Pero mi interior llora, se me desgarran las tripas.

      Y en un momento la veo. Bailando en el agua, como una delgada serpiente que nadara en la superficie: la sangre. Al principio pienso que ese chorro de sangre que nada en mi interior ha encontrado un orificio y que sale hacia fuera, lejos de este cuerpo purulento. Luego me doy cuenta de que no, que es otra cosa: la regla.

      Y entonces me doy cuenta de que esas gotas de sangre han venido para decirme que ya nunca podré ser la madre del niño de X.

      9

      Una mano cierra el grifo. Mi cuerpo aterido comienza a tiritar. Alguien deja caer una toalla sobre mis hombros, suavemente, para que el golpe no me dé un susto. Parece como si me dejara permanecer fuera de la realidad, porque sabe con seguridad que no puedo vivir en ella, al menos en este momento. Con mimo y con cuidado me va secando la piel y el cabello. Después me rodea con las manos y me pide que me levante. Me tapa con un par de toallas más y me hace sentar en el váter. Yo me dejo, es ella quien me lleva. Comienza a peinarme, pero no como cuando era una niña, soltando con brusquedad los nudos del pelo, sino despacio, suave, con calma; con paciencia. Después, enciende el secador del pelo y me seca la melena. Mete también el secador bajo las toallas para calentarme el cuerpo, como cuando era una niña; pero ya no me río con las cosquillas. Ni siquiera las siento.

      Me lleva hasta la cama. Me dice que me tome un caldo caliente. Más que decirlo, me lo pide. Yo no respondo, ni siquiera con un gesto.

      Me tumbo. Me tapa. Hasta las orejas. Un beso en la frente, otro en la oreja.

      Se sienta a mi lado y se queda ahí hasta que me quedo dormida. Mi madre. A mi lado.

      10

      Estoy en la cama, pero X no está.

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