Charlotte Bronte

Jane Eyre


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la señorita Temple le preguntó a Helen si dedicaba algún minuto a recordar el latín que le había enseñado su padre, y cogiendo de una estantería un libro, le pidió leer y traducir una página de Virgilio. Obedeció Helen, y mi capacidad de admiración aumentaba con cada renglón que recitaba. Acababa de terminar cuando sonó la campana para anunciar la hora de acostarse. No podía haber demora, y la señorita Temple nos abrazó a las dos, diciendo al mismo tiempo:

      —¡Que Dios os bendiga, hijas mías!

      Abrazó a Helen un rato más que a mí, la soltó de mala gana, la siguió con la vista hasta la puerta, suspiró apenada por ella y por ella enjugó una lágrima en su mejilla.

      Al llegar al dormitorio, oímos la voz de la señorita Scatcherd, que estaba registrando los cajones. Acababa de abrir el de Helen Burns y, cuando entramos, saludó a Helen con un mordaz reproche y le dijo que al día siguiente habría de llevar media docena de prendas mal dobladas sujetas en el hombro.

      —Mis cosas estaban realmente desordenadas —murmuró Helen en mi oído—. Pensaba ordenarlas, pero se me olvidó.

      A la mañana siguiente, la señorita Scatcherd escribió con letras claras la palabra «Desaliñada» en un trozo de cartón, que fijó como si fuera un amuleto en la amplia frente dócil, bondadosa e inteligente de Helen. Lo llevó esta hasta la noche, pacientemente y sin resentimiento, considerándolo un castigo merecido. En cuanto se retiró la señorita Scatcherd después de las clases de la tarde, corrí hacia Helen, lo arranqué y lo tiré al fuego. La rabia que ella era incapaz de sentir me había reconcomido el alma todo el día y grandes lágrimas ardientes me quemaron las mejillas, porque el espectáculo de su triste resignación me llenó de una pena indecible.

      Aproximadamente una semana después de los incidentes relatados aquí, la señorita Temple recibió respuesta del señor Lloyd, al que había escrito; parece ser que lo que dijo corroboró mi versión. La señorita Temple reunió a toda la escuela y anunció que se habían investigado las acusaciones hechas contra Jane Eyre y que se complacía en declararla totalmente absuelta de todas las imputaciones. Las profesoras me estrecharon la mano y me besaron, y un murmullo de placer recorrió las filas de mis compañeras.

      Liberada de esta manera de tan pesada carga, me puse enseguida a trabajar de nuevo, decidida a enfrentarme con todas las dificultades que se me presentasen. Me esforcé mucho, y mis esfuerzos tuvieron el éxito correspondiente. Mi memoria, de natural no muy buena, mejoró con la práctica, y los ejercicios me agudizaron la inteligencia. Al cabo de unas semanas, me subieron de clase y en menos de dos meses se me permitió iniciarme en francés y dibujo. Aprendí los dos primeros tiempos del verbo Être y ejecuté mi primer boceto de una casita (cuyos muros, dicho sea de paso, rivalizaban en inclinación con la torre de Pisa) en el mismo día. Aquella noche, me olvidé de prepararme en la imaginación la cena de Barmecida[4], que consistía en patatas asadas o pan blanco y leche fresca, con la que solía distraer mi apetito insatisfecho. En lugar de esto, me deleité imaginando en la oscuridad dibujos perfectos, obra de mis propias manos: casas y árboles, rocas y ruinas, grupos de vacas al estilo de Cuyp, delicadas pinturas de mariposas sobrevolando capullos de rosa, de pájaros picoteando cerezas maduras, de nidos de abadejo con huevos perlados, con guirnaldas de hiedra alrededor. También contemplaba la posibilidad de traducir fluidamente alguna vez un libro de cuentos en francés que me había mostrado madame Pierrot ese día, pero me quedé plácidamente dormida antes de solucionar el problema con plena satisfacción.

      Bien pudo decir Salomón: «Mejor es comer hierbas con quienes nos aman que un buey con quienes nos odian».

      No habría cambiado Lowood, con todas sus privaciones, por Gateshead, con sus lujos cotidianos.

      Capítulo IX

      Pero las privaciones, o, mejor dicho, las penalidades de Lowood disminuyeron. Se acercaba la primavera; de hecho, ya había llegado. Desaparecieron las escarchas invernales, se derritieron las nieves y se suavizaron los vientos cortantes. Mis maltrechos pies, torturados e hinchados por el viento gélido de enero, empezaron a curarse con los suaves aires de abril. Las noches y las mañanas dejaron de helarnos la sangre en las venas con sus temperaturas canadienses. Ya era soportable la hora de recreo que pasábamos en el jardín. A veces, en los días soleados, era incluso agradable y acogedor, y los arriates marrones se cubrieron de un verdor que aumentaba día a día, y nos hacía pensar que la esperanza se paseaba por allí durante las noches, dejando las huellas cada vez más alegres de sus pasos cada mañana. Se asomaban flores entre las hojas: campanillas, alazores, prímulas moradas y pensamientos dorados. Los jueves por la tarde, cuando teníamos medio día de fiesta, dábamos paseos y encontrábamos flores más bonitas aún en los bordes de los caminos, bajo los setos.

      Descubrí también que existía un gran placer, un goce sin más límites que el horizonte, fuera de los altos muros de nuestro jardín. Este placer consistía en un panorama de nobles cimas rodeando un gran valle, rico en sombras y verdor, con un límpido arroyo, lleno de oscuras piedras y remolinos centelleantes. ¡Qué diferente era esta escena vista bajo el cielo plomizo de invierno, endurecida por la escarcha y amortajada por la nieve, cuando las brumas mortecinas flotaban al impulso del viento por los picos amoratados, y bajaban por los prados hasta mezclarse con la helada niebla del arroyo! Este era un torrente turbio y furibundo entonces, que hendía con su rugido el aire bajo la lluvia o el granizo y destrozaba el bosque de sus orillas, que ostentaba solo filas y filas de esqueletos.

      Abril dio paso a mayo, un mayo alegre y sereno, lleno de días de cielos azules, un sol apacible y suaves brisas del oeste o del sur. La vegetación maduraba vigorosamente; los grandes esqueletos de olmos, fresnos y robles recobraron su vitalidad majestuosa; brotó una profusión de plantas silvestres en los recovecos, infinitas variedades de musgo llenaron los huecos, y el sol parecía reflejarse en la exuberancia de las belloritas amarillas, cuyo destello vi iluminar los rincones más oscuros con su maravilloso lustre. Disfruté plenamente de todo esto a menudo, sin vigilancia y casi sola; pero esta inusitada libertad y este goce tenían un motivo, que ahora me corresponde relatar.

      ¿No parece este un lugar agradable para vivir, con las colinas y bosques alrededor y el arroyo en medio? Desde luego era agradable, pero distaba mucho de ser sano.

      La cañada donde yacía Lowood era una trampa de niebla y de pestilencia que, con la llegada de la primavera, engendró una epidemia de tifus, que invadió las aulas y los dormitorios de nuestro orfanato, convirtiendo la escuela en hospital.

      El hambre y los resfriados mal curados habían predispuesto a la mayoría de las muchachas para el contagio. Cuarenta y cinco de las ochenta alumnas cayeron enfermas a la vez. Las clases se abandonaron y las normas se relajaron. A las pocas que estábamos bien nos permitían hacer lo que quisiéramos, ya que la enfermera insistía en que necesitábamos mucho ejercicio para mantenemos sanas, y aunque no hubiera sido así, nadie tenía tiempo libre para vigilarnos o controlarnos. Las pacientes recibían toda la atención de la señorita Temple, que pasaba todo su tiempo en la enfermería, saliendo solo para dormir unas cuantas horas por la noche. Las profesoras estaban ocupadas haciendo las maletas y demás preparativos para la partida de las chicas afortunadas que tenían familias y amigos dispuestos a alejarlas del foco de infección. Muchas, ya enfermas, volvieron a sus casas para morir; otras murieron en la escuela y fueron enterradas discreta y rápidamente, puesto que la naturaleza del mal desaconsejaba cualquier demora.

      Así, mientras la enfermedad se había instalado en Lowood y la muerte lo visitaba a menudo, mientras convivían la tristeza y el miedo entre sus muros, mientras las habitaciones y los pasillos estaban invadidos por los olores hospitalarios de las drogas y los sahumerios que pugnaban por vencer los efluvios de mortandad, ese mayo soleado brillaba sin nubes sobre las hermosas colinas y los bellos bosques del exterior. El jardín también relucía de flores; las malvarrosas habían brotado altas como árboles; las azucenas habían germinado, los tulipanes y las rosas florecían; los macizos reventaban de estátice rosa y margaritas de color carmesí; la eglantina despedía su aroma a especias y manzanas por la mañana y por la noche. Y todos estos tesoros fragantes no tenían más cometido para la mayoría de las internas de Lowood que proporcionar de vez